Por Herminio Portell Vila (1953)
Los críticos de los errores de los Estados Unidos acerca de la América Latina, en todos los tiempos; pero, más recientemente, los comunistas y sus simpatizadores por su afán propagandista, han escrito montones de cuartillas en las que aparece Martí como enemigo acérrimo de los Estados Unidos en todos sus aspectos. Colocados en el otro punto de vista, las personas que pretenden justificar y glorificar a los Estados Unidos en todo y por todo, también han intentado colocar a Martí entre los pensadores, observadores y escritores que han elogiado y elogian sin tasa a los Estados Unidos. La verdad, sin embargo, está en el medio y los detractores y los apologistas de los Estados Unidos aprovechan tales y cuales frases del Apóstol en apoyo de sus respectivas tesis con más entusiasmo que espíritu de justicia.
Martí vivió cuarenta y dos años y de ellos pasó en los Estados Unidos alrededor de catorce años, o sea, que la tercera parte de su vida, poco más o menos, la pasó en territorio norteamericano. Únicamente en Cuba fue que Marti vivió más tiempo que en los Estados Unidos ya que en España permaneció durante sus estudios universitarios y unos pocos meses más, cuando su segunda expulsión de Cuba y en México, Guatemala, Honduras, Costa Rica, República Dominicana, etcétera, sólo estuvo por breves temporadas. En México permaneció unos dos años, a lo sumo, y con todos el cariño de Martí por la que él llamaba “nuestra América” ni uno de los países latinoamericanos le ofreció al insigne proscripto un asilo permanente y mucho menos la oportunidad de organizar e impulsar la gran empresa revolucionaria por la independencia de Cuba.
Hubo un solo país, y uno solo, en el mundo entero, en el que Martí pudiese preparar su cruzada libertadora, y ese país fue el de Estados Unidos de América. Llegó a conocerlo muy bien y si un día escribió que había vivido en el monstruo y le conocía las entrañas, en otra ocasión destacó que en los Estados Unidos era donde había respirado el aire de libertad que no existía en Europa y que tampoco podía encontrar en la América Latina, donde los temores y la hostilidad de las dictaduras aliadas del despotismo colonial le habían perseguido, como ocurrió con el México de Porfirio Díaz y la Venezuela de Guzmán Blanco.
Martí conoció y vivió más dichas en los Estados Unidos que en la propia Cuba, ya que su estancia en la Patria fue de torturas, agonías y sacrificios que culminaron en el de su propia vida. En los Estados Unidos estuvo con sus hijos, con todos ellos, y en Cuba con uno nada más y hubo más calor de hogar comprensivo en Nueva York que en Ciudad de Guatemala o en La Habana, a pesar de los pesares. Fue allí donde imprimió su “Ismaelillo” para el hijo mayor, mientras que las cartas a su hija tuvieron que esperar más de cincuenta años para que Lizaso las publicase en La Habana. Hace poco el historiador norteamericano H. S. Commager recogió en un libro las opiniones más representativas acerca de los Estados Unidos, vestidas por extranjeros distinguidos durante el siglo pasado. En esa colección no se incluyen las de José Martí y esa exclusión explica muchas cosas, la principal de ellas la deficiente información que acerca de ese tema tiene el historiador Commager, el compilador, ya que si hubiese estado bien enterado de las más importantes opiniones de los extranjeros respecto a los Estados Unidos, las de Martí habrían figurado en primer término, por ser las más notables de ellas, en cualquier idioma. Desafortunadamente, Commager y sus colaboradores no conocen el español ni han logrado descubrir que en Martí tuvieron los Estados Unidos, durante catorce años, una de las más nobles y excelsas figuras intelectuales y democráticas entre las muchas que, como Kosciusko, Kossuth, Garibaldi, Mazzini, Juárez, Sarmiento, etc., disfrutaron de las libertades norteamericanas cuando carecían de ellas en sus países de origen. Es corriente en los Estados Unidos el aceptar que “La democracia en América”, del francés Tocqueville, obra publicada hace más de cien años, es clásica entre todas las dedicadas a interpretar la civilización norteamericana. A mi juicio, Martí superó a Tocqueville en sus penetrantes análisis; pero como que era cubano y escribía en español, todavía en los Estados Unidos no lo han descubierto en toda su grandeza aunque vivió en ese país durante 14 años.
Los profesores de historia y de literatura hispanoamericana de los Estados Unidos no han escogido el tema de “Martí en los Estados Unidos” entre sus tesis de grado para los alumnos que aspiran a especializarse sobre cuestiones de la América Latina: pero es que no ha sido hasta ahora que ellos mismos han comenzado a interesarse en Martí y en su obra.
Es necesario hacer el recuento de los viajes de Martí por los Estados Unidos. Cierto que Nueva York fue el centro de sus actividades en tierra norteamericana y que constituyó para él la antesala de Cuba, una ciudad en la que vivía y de la que se iba y a la que volvía siempre, siempre menos en el viaje postrero, hacia la eternidad y hacia la gloria, cuando en enero de 1895 dejó atrás la Estatua de la Libertad a cuya inauguración había dedicado páginas vibrantes para ir a Cuba en busca de esa libertad para la Patria, a costa de la propia vida. Pero Martí pasó temporadas más o menos largas en Washington, Filadelfia, Tampa, Cayo hueso, en la extremidad más meridional de la Unión Federal, y desde Tampa hasta Nueva Orleans, a lo largo del litoral del golfo de México. Con toda seguridad que una búsqueda acuciosa llegaría a comprobar que Martí llegó también a las ciudades del Medio-Oeste en el curso de su peregrinaje para prepar la Revolución de Cuba. Vió el paisaje material y lo recordó siempre, hasta el punto de que cuando tiene que hacer la comparación entre las dos generaciones de libertadores, la de la Revolución de Céspedes y la de la Revolución de Martí, las asemeja a los pinares del estado de Florida después de la tempestad, con los viejos árboles derribados y los “racimos gozosos de los pinos nuevos”. Estudió la historia, la geografía, la cultura, los recursos, la política y la población de los Estados Unidos y llegó a escribir: ¨…Al fin estoy en un país donde todo el mundo parece su propio amo. Aquí se puede estar orgulloso de la especie humana. Todo el mundo trabaja; todo el mundo lee…”
Lo de leer había sido una de las nobles obsesiones de su vida. Había devorado todos los libros que había podido en Cuba, los más de ellos en la estimulante asociación con el maestro Rafael M. de Mendive y sus contertulios. En Madrid, en Zaragoza, en Ciudad de México, ect., también había leído incansablemente; pero fue en los Estados Unidos, el país de las bibliotecas dedicadas al papel de universidades para el pueblo, donde más leyó. En mis años de exilio, asiduo lector de la formidable biblioteca Pública de Nueva York, que ya existía cuando Martí era vecino de la metrópoli de Hudson, más de una vez tuve en mis manos una obra de consulta acerca de Cuba durante la época colonial, y hube de preguntarme: ¿Leería Martí, también, este libro? Mi buen amigo, Víctor Palsits, director de la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Pública de Nueva York, alumno de las clases de español del Apóstol en la escuela pública neoyorquina, me confirmó esa idea. Él recordaba vívidamente aquel maestro extraordinario, que ponía su alma en todo lo que hacía y que se había adueñado del cariño y la admiración de sus alumnos norteamericanos, y me decía: “Martí siempre encontraba el tiempo necesario para venir a la Biblioteca Pública, a leer periódicos y revistas y consultar obras de historia, de literatura, de economía, de política y de arte.”
La cultura enciclopédica de Martí es principalmente la de un gran autodidacta, ya que no es posible creer que en las universidades de Madrid y de Zaragoza, en los años turbulentos de la Regencia, de la dinastía de Saboya y de la República Española de Figueras, Salmerón y Pí y Margall, hubiese enseñanza liberal de primer orden ni información impresa acerca de la cultura universal contemporánea, como la que él pone de relieve en sus escritos, discursos y cartas. Sus conocimientos, vastísimos y profundos, eran los de una gran universidad moderna, o las de una biblioteca de primera clase. Madrid y Zaragoza no eran tales universidades; pero la Biblioteca Pública de Nueva York sí que era el centro de cultura contemporánea que él necesitaba y de ella fue asiduo lector.
No se trata solamente de que la expresión de las convicciones de Martí acerca de la libertad, la justicia, la tolerancia, el trabajo, la ilustración y el progreso tenga estrecha relación con las mejores ideas de los puritanos, de Penn, de Roger Williams y del “Acta de Tolerancia”, de Maryland, así como los conceptos de la Declaración de la Independencia, de Filadelfia, el Estatuto de Libertad Religiosa, de Virginia, o la filosofía pragmática de Franklin y el Bill of Rights, es decir, con lo más noble del humanitarismo norteamericano, ajeno a los expansionistas, a los esclavistas, y a los plutócratas.
Es que, además y muy principalmente, Martí comprendió a Washington y a Lincoln y apreció las bellezas del pensamiento, de las imágenes y de las palabras de Emerson, de Hawthorne, de Poe, de Thoreau y, sobre todo, de Whitman, en una época en la que los norteamericanos miraban un poco por encima del hombro del autor del canto elegíaco a Lincoln.
Martí escribió que cuando Washington entró en el cielo hubo más luz en él, ya que llevaba consigo sus virtudes, que iluminaban aún más la mansión celestial. De Lincoln dijo cosas muy bellas y muy justas, alguna de ellas merecedoras de que Carl Sandburg las hubiese recogido en su “Lincolniana”, pero, desafortunadamente, Sandburg, con todo su interés humano y su devoción por el redentor de los esclavos norteamericanos y sus panegiristas, ni sabe español, ni jamás ha sabido de Martí, ni tampoco ha imaginado que en español se hayan dicho cosas muy notables acerca de Lincoln, como las de Martí.
El Apóstol admiró y elogió la influencia que el trabajo había ejercido en la formación de la democracia norteamericana, hasta hacerla distinta. Así fue que lo comentó con estas palabras: “…un arado o una locomotora son, con verdadera gloria, los únicos blasones de las familias norteamericanas…Hijos del trabajo, todos debían ser hermanos. Un viejo rico no debe mofarse de un nuevo rico, porque todos vinieron, en uno o dos grados, de la misma madre: la pobreza; del mismo padre, el trabajo. Un arado nuevo no tiene razón de desdeñar a uno viejo: el tiempo que separa al uno del otro no es motivo de burlas. Por mi parte, a mí me agrada más el hombre que acaba de usar el arado, que el otro que se ha olvidado de la manera de usarlo”.
Martí comentó la vida y obra de los grandes hombres de la historia norteamericana; pero su interés mayor fue en el pueblo, como tal. En la edición de sus obras completas, iniciada por Gonzalo de Quesada y Aróstegui, el discípulo predilecto, y que llegó a constar de 16 volúmenes, hay varios tomos que recogen las impresiones y observaciones de Martí acerca del pueblo norteamericano. La edición definitiva, dirigida por Gonzalo de Quesada y Miranda y que llegó a setenta y tres volúmenes, todavía agrega más material en cuanto a las opiniones del Apóstol acerca del pueblo en medio del cual vivió durante catorce años de su vida.
En forma sistematizada muchas de sus observaciones fueron parte de las correspondencias periodísticas que Martí envió durante algún tiempo a “La Opinión Nacional”, de Caracas, y a “La Nación”, de Buenos Aires. En ellas el lector se puede imaginar a Martí deambulando por calles y paseos de Nueva York, cambiando visitas, recorriendo museos, bibliotecas y teatros, asistiendo a exposiciones, conferencias y ceremonias diversas, y en todas partes mezclándose con las gentes que encontraba y hablando con ellas. El gran observador y conversador, con más imágenes y más comentarios que los que podía expresar en inglés, sobre todo en los primeros meses de su estancia en los Estados Unidos, estudiaba el fenómeno sociológico norteamericano con la mayor atención. Fue popular y respetado por todo el mundo.
En el Departamento de Estado donde las actividades revolucionarias de Martí chocaban con la política norteamericana, que favorecía la dominación española en Cuba, Martí estaba en clase aparte de los Páez, los Ezeta, los Tinoco y los demás exiliados políticos hispanoamericanos. Su integridad, su afán de trabajar para ganarse el sustento, la brillantez de su inteligencia y las dotes de estadista diplomático que había puesto de relieve en ocasión de la conferencia monetaria y en relación con los cargos consulares que desempeñó, le ganaron a “Mr. Martí” o al “Dr. Martí” una consideración especial y distinta. Se le vigilaba, se le temía y se le consideraba un peligroso agitador revolucionario; pero se le sabía por encima de todas las debilidades en la empresa a la cual se había consagrado. Alvey A. Adee, el especialista de la cancillería de Washington en cuanto a los asuntos latinoamericanos, no tenía más remedio que considerar al Apóstol como una personalidad excepcional, un gran estadista sin nación.
Martí fue traductor de casas editoriales norteamericanas, principalmente de la que todavía existe con el nombre de Appleton-Century. Tradujo novelas y libros de texto, a tanto por palabra, en los momentos de más extremada penuria, y llegó a dominar el vocabulario de la lengua inglesa sin dificultad alguna; pero sin que nunca hiciera esfuerzos definitivos para escribirla profesionalmente. De haberlo hecho, su influencia sobre el pensamiento norteamericano habría sido muy profunda, ya que en todas las galas de imaginación que hay en la prosa martiana, la lógica de su pensamiento, lo penetrante de sus observaciones y el conocimiento que tenía de las realidades de los Estados Unidos, habrían hecho de sus opiniones un análisis espectral del cuerpo social norteamericano capaz de marcar pautas.
Se puede decir con verdad que Martí no ignoró uno solo de los acontecimientos sociales, políticos, económicos, culturales y hasta folklóricos, que tuvieron lugar en los Estados Unidos durante los catorce años que permaneció en ese país.
Sin las garantías de que disfrutó en una república democrática cuyo gobierno se inclinaba en favor de España; pero que no podía negar su régimen de libertades internas, Martí no hubiese encontrado en toda la América ni en Europa el centro para sus actividades revolucionarias que los Estados Unidos llegaron a ser. Suprímanse, si se puede, esos catorce años de la vida de Martí en medio de la democracia norteamericana, y no sólo se le reduce el vuelo de su imaginación y el valor de su cultura al Apóstol, sino que de un tajo habría que cortar de la historia de Cuba, la Revolución de Martí, la libertadora, que toda ella se gestó, se organizó, se financió y se preparó con Martí en los Estados Unidos.
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