MARTÍ: ALA Y RAÍZ

Written by Libre Online

28 de mayo de 2024

Por Jorge Mañach (1945)

Se ha cumplido otro año más de la muerte de José Martí, y la República y buena parte de la América alerta, esmeran estos días el empeño de descubrirle al grande hombre su raíz de humanidad y cubanidad, mientras que sienten que su pensamiento, como un ala inmensa, bate aun pidiendo espacio en la conciencia de América.

Raíz, ala… Alguna vez, hace ya años apunté que estas eran las palabras favoritas de Martí, y no “potro”, como dijo alguien, ni la “rosa” que señaló Rubén Darío. Y ya Sainte Beuve observó que las palabras que más frecuentemente acuden a la pluma de los escritores, o a su frase hablada, son las que traducen su íntima predilección, las que les parece a ellos que llevan más sustancia y que expresan más hondamente su sentido de la vida. Pudiera yo citar frases martianas numerosas en que esos bellos nombres, tan comunes y tan nobles, le sirven para expresar su concepto ideal de los hombres y de las cosas.

Y es que tales palabras eran como sus propios símbolos. Entre las dos componen una especie de cifra espiritual del Apóstol, acusan aquella doble vertiente suya de poesía y de acción, de generosidad y de cálculo, de idealismo moral y de positivismo americano, de fuga romántica y de presencia realista ante las cosas y los hombres.

Tenía, efectivamente, el ansia platónica de escapar de un mundo áspero que acecha, con uña y garfio, “todo lo que nace con ala”. La suya era poderosa. Si hubiera preferido liberar lo que había de poeta en él, le hubiera dado a América, y acaso a todo el siglo XIX, los paisajes del alma y de pensamiento que se descubren con el vuelo más alto. Todavía se oye decir por ahí, a media voz, que no fue poeta, que los “Versos sencillos” son demasiado sencillos, y “Los zapaticos de rosa” demasiado cursis, y el romance de la “Niña de Guatemala” ese simple gemido afortunado que a todos alguna vez nos sale, por lo que todos tenemos de poetas y de locos.

Efectivamente, fue un poeta reprimido, además de comprimido. Le contuvo la mala época literaria en que vivió, época de crisis, en que todavía merodeaba con prestigio la poesía oratoria y civil, que había ahogado los últimos suspiros de Bécquer; la época naturalista, en que aún se gustaba de verter lágrimas, pero había que arrancarlas con las narraciones patéticas de un François Copee en Francia, o de Juan de Dios Peza en América. Pero Martí tenía ala para mucho más. Cuando en los que él llamaba sus aleandrinos hirsutos se desentendían un poco siquiera del sentimiento de la misión humana, de su presentida misión de apóstol, le salía una voz henchida de aire de cima; y cuando en los “Versos sencillos” se olvidaba de que existían abanicos, y bellas mujeres ávidas de encerrar versos en sus pliegues, daba una nota clara y honda, como la del agua en esas pozas solemnes de los ríos, o como el misterio sin misterio en la mirada de los niños. Lo que hay es que el poeta en él fue contenido, no solo por los gustos de la época–gustos que sin embargo, contribuyó de los primeros a liberar–, sino por su propio afán generoso de servicio a la inteligencia y a la sensibilidad comunes de los hombres.

Bien habla él que “Los zapaticos de rosa” era cosa ñoña y endeble; pero ¡era tan útil! ¡servía tan bien para conmover a la gente empedernida que no entendía otra cosa! ¡se prestaba tan eficazmente para educar en la generosidad el instinto de los niños! En fin: la raíz tiraba del ala.

Y así era en la filosofía, en la política, en la educación, en todo lo cotidiano o inmediato de la vida. Tuvo el querer filosófico francamente idealista. Idealista por la confianza en el ideal y por la confianza en la idea. No fundó su concepto de la vida en cálculos pragmáticos, ni en biologías. Creyó que los hombres traían al mundo, por ser hombres, una misión: no eran ya sino ángeles caídos, pero aún les quedaba el doble muñón de las alas y con él debían moverse sobre la tierra. Por el amor, el desinterés, por la dignidad, se les conocería si estaban más cerca del ángel que de la bestia. 

Las palabras más duras que se escaparon de su pluma maravillosa fueron siempre para condenar lo que mostraba más uña que ala. Y tenía fe en las ideas, que son como las alas de la inteligencia. “Sombra es el hombre, y su palabra como espuma, y la idea es la única realidad”. Con alas de ideas–y no con uñas de caudillo–quiso que volara la revolución cubana, y por eso antes de organizarle la acción le organizó el pensamiento, que es todavía la base ideal de la República. Y así hizo aquella guerra suya, maravillosamente limpia y generosa, porque “la idea no cobija nunca la embriaguez de la sangre”.

Pero, al mismo tiempo, ¡qué hondo, que entrañable sentido de lo real el que frenó, dirigió, afiló la eficacia militante de aquel gran organizador! Si no perdía nunca de vista el horizonte, a donde le tendía el ala, menos aún se desentendía del terreno que pisaba, donde había que hacer la siembra y donde tenían que prender las raíces de su creación histórica. Las raíces humanas eran los cubanos todos; pero en particular los niños y los humildes. 

No todo era idealismo en aquella empresa de “La Edad de Oro”, sino siembra directa de velador americano en ese terreno ingenuo, que “es la esperanza del mundo”; ni le movía únicamente la generosidad en aquellas lecciones que iba a dar los jueves, en la casa pobre de los negros pobres de “La Liga”, en Nueva York; era también político, realista de hombre que conocía su momento histórico y sabía que la nueva empresa libertadora de Cuba tenía que hacerse sobre todo a base de “pueblo”–“con todos y para el bien de todos”.

En el manejo de los hombres que tuvo que mover, no se permitió jamás así mismo olvidar el barro de que estamos hechos. No era un iluso embebecido de optimismo. A todos desde los más altos jefes hasta el último “disponible” para la Revolución les conocía el pie de que cojeaban, y sin despertarle el instinto sabía activar en ellos la fibra del amor propio, de la verdad, de la noble ambición. Les llegaba siempre a la raíz moral más limpia. Conoció en fin en sus estratos más hondos, el terreno de su isla, que la nostalgia le permitió escrutar con una actitud maravillosa. Cuando le fueron contando que la revolución era una locura, que Cuba estaba ya harta de conspiraciones, convirtió aquello que sabemos, tan penetrable y seguro: “Pero usted me habla de la superficie, y yo con lo que cuento es con el subsuelo”.

El subsuelo no le falló. Durante años desde los Estados Unidos había estado aventando semillas hacia su isla lejana. De cuando en cuando le barría la indiferencia o la fatiga acumulada con un golpe poderoso del ala acomodada. Se sentía entonces pasar como una ráfaga por encima del cuerpo de la isla maltrecha. Y cuando llegó la hora, la encontró lista.

Un día, al fin se encontró solo–junto a los pocos suyos– en la manigua tantos años deseada. Entre las palmas de Oriente, se sintió “puro y leve” con pereza de raíz y levedad de ala. Contempló con amor las palmas. Allá en Nueva York en su oficinita de Front Street había tenido siempre un cuadrito con la pintura de una palmera. Era su árbol favorito no solo porque era símbolo de Cuba, sino también de él mismo; porque tenía su muchedumbre de raicillas hundidas en la entrada de Cuba y después, allá arriba, allá arriba un lujo de penachos, como un gran vuelo de alas.

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