MANOS MILAGROSAS

Written by Rev. Martin Añorga

1 de agosto de 2023

Hoy, en la mañana, mi biznieto apretó con sus manitas mi rostro y reía como si retozara con un juguete nuevo. 

¡Las manos de un bebé… suaves como copos de algodón, rosaditas como pétalos empapados de rocío, breves como un suspiro y tiernas como una mirada de amor… los hoyuelos en su puño son como ánforas pequeñas que uno quisiera estar llenado siempre de besos… y los deditos frágiles y tibios, cuánto quisiera arroparlos con mis caricias! Las manos de un niño son un milagro de Dios… hoy me fijé en ellas y di gracias al Señor porque por mi cara rodó inocente ese milagro bendito.

Las manos hablan, y hasta cantan. Recuerdo las manos temblorosas y erizadas de nervios que se prendieron a las mías en la triste sala funeral. Eran las manos de una anciana que acababa de perder al esposo que por más de sesenta años había compartido su vida. Aquellas manos huesudas, caladas de frío, temblaban como una hoja mecida al viento. Las miré y pensé que las manos de una anciana sometida a la soledad son como dos pájaros sin nido, dos mariposas sin flores que libar o dos estrellas que el paso de los siglos ha convertido en piedras sin brillo.

Pero están las manos de los adolescentes enamorados. Las de piel sin huellas, las que se entrelazan como para tender una alfombra en la que surcan los sueños. Las manos rosadas de una jovencita, las que parecen ramilletes de ensueños, son manos bellas, puras como un rayo de luz, perfectas como una oda de Dios. Las miro y deseo que estén hechas para la caricia y la edificación, nunca para el abuso o el desdén. 

Se cuenta la historia de un niño que le preguntó curioso a su mamá: – “¿Por qué tan feas son tus manos, llenas de cicatrices, sin uñas los dedos y siempre doblados?”

Ante el largo silencio de la madre, fue el padre quien dio la respuesta: “Hijo, una noche cuando tenías apenas seis meses de nacido hubo fuego en tu cuna… las llamas se tragaban las sábanas y tu llanto era ensordecedor. Tu madre despertó y metió sus manos entre las llamas y rescató tu cuerpecito sano y sin marcas; pero para ella el fuego dejó esas huellas que tan feas tú crees que son”. El niño dejó escapar una lágrima y tomando entre las suyas las manos de su madre, llorando sobre ellas y colmándolas de besos, le dijo: – “¡Mamá, tus manos son las más lindas del mundo!”.

Es cierto: hay manos en las que el sufrimiento ha inscrito su nombre. He visto las manos arqueadas de obreros que trabajaron las entrañas de la tierra, he visto las manos áridas, rocosas, de hombres que, gastándolas, fabricaron las profesiones de sus hijos y construyeron el techo de la familia. Son manos sobrias, rígidas como pico de montañas; pero que alojan raíces de diamantes.

Recuerdo una poesía titulada “Las Manos de mi Madre”, escrita por Alfredo Espino Ahuachapán, un poeta salvadoreño fallecido en plena juventud, que siempre me han rociado de emoción. Cito algunos de sus versos:

            “Manos, las de mi madre, tan acariciadoras,

            tan de seda, tan de ella, blancas y bienhechoras …

            ¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas las que aman …!

Las que todo prodigan y nada me reclaman,

las que por aliviarme de dudas y querellas

me sacan las espinas y se les clavan ellas …

Para el ardor ingrato de recónditas penas,

no hay como la frescura de esas dos azucenas.

¡Ellas, cuando la vida deja mis flores mustias

son dos milagros blancos apaciguando angustias!

Y cuando del destino me acosan las maldades,

son dos alas de paz sobre mis tempestades …

Ellas son las celestes, las milagrosas; ellas,

porque hacen que en mi sombra me florezcan estrellas.

Para el dolor, caricias; para el pesar, unción:

¡son las únicas manos que tienen corazón!

Yo que llevo en el alma las dudas escondidas,

cuando tengo las alas de la ilusión caídas,

las manos maternales, aquí en mi pecho son

como dos alas quietas sobre mi corazón …

¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas!

¡Las manos de mi madre perfuman con ternezas!”

Hay un cuadro de Albretch Durer, titulado “Manos que oran”, sobre el cual se teje una historia, o quizás una leyenda, de veras impresionante. Eran dos hermanos que querían ser artistas; pero para educarlos la familia no disponía de fondos suficientes, así que uno de ellos se fue a estudiar, en tanto que el otro se dedicaría a trabajar para apoyarlo en sus estudios. Transcurrido el tiempo, regresó a casa el pintor ya consagrado, y le dijo a su hermano que ahora le correspondería a él ir en procura de su carrera, con el respaldo económico que se había ganado con su sacrificio; pero ya Albert, sí se llamaba, no podía utilizar sus manos para el arte, encallecidas, deformadas, rígidas, por el recio trabajo de las minas.  Una tarde Durer sorprendió a su hermano orando, con las manos entrelazadas apuntando al cielo. ¡Inmortalizó aquellas manos de su hermano, feas, erizadas de cicatrices, pintándolas con una insuperable maestría!  ¡Las “¡Manos que Oran” son un himno al amor, una sinfonía visual dedicada al sacrificio!

Muchos cuadros y muchas esculturas he visto que realzan las varoniles y firmes manos de nuestro Señor Jesús. Si nos lo permitieran el tiempo, y el espacio, hablaríamos de esas manos; pero hoy solamente nos quedan unas palabras para bendecirlas y agradecerlas a Dios.

Las manos de Jesús: las que santificaron el dolor de un paralítico, las que arrancaron a Lázaro de la trampa de la muerte, las que iluminaron la frente de un niño y enderezaron los caminos a tanta gente pecadora. Bellas son las manos de Jesús, las que multiplicaron panes y peces, las que convirtieron pan y vino, en cuerpo y sangre; las que abrazaron la gloria, horadadas por los clavos, empapadas en sangre, quebrantadas por el sufrimiento.

¡Esas manos de Jesús, agujereadas por el odio y la crueldad definen a Dios, apuntan al cielo, y cantan el himno glorioso de la salvación humana!

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