Por JUAN AMADOR RODRÍGUEZ (1954)
Fotos: ARMANDO MORALES
El pasado 4 de marzo, mamá apagó las setenta velitas que reunía un cumpleaños más, llena de salud y esperanzas. Esa ilusión a la muerte que alguien señala en todo cumpleaños cuantioso le andaba muy lejos.
Pero en medio de la alegría de sus familiares y amigos, yo pensé en el pasado de hacía doce años; aquella mañana terrible en que sentí por primera vez que todo el apuntalamiento esencial de mi vida, cedía inevitablemente.
Pensé en las horas en que —azorados, llenos de miedo – mis ojos recorrían el vestíbulo del Hospital de Emergencias, sentado junto a tantos otros que esperaban. Mi madre estaba adentro, en la consulta.
Y cuando el médico se acercó a mi lado para conducirme a su despacho y allí comenzó a hablarme, me estremecí al oír pronunciar el nombre de mi madre en unos labios que no se abrieron más que para decretar su estado, su muerte.
Yo no sé si usted habrá sentido sobre su hombro la mano de un médico y oído esas palabras que tratan de decirle algo que usted se niega a discernir; pero entonces es cuando verdaderamente comprendemos que el médico que a distancia nos parece tan poderoso, súbitamente se reduce a un hombre impotente sin más seguridad que la de sus palabras.
Escuché todo aquello como si me llegara de muy lejos: «Tiene un cáncer, empezó a decirme el doctor Gonzalo Aróstegui, y agregó-: No hay más remedio que la extirpación… A su edad es una prueba difícil…» No dijo más. Era suficiente. Y miré sobre su hombro hacia el extremo de la habitación donde mi madre me esperaba. El médico me quitó la mano del hombro. Dijo: «Piénselo con calma y venga a verme después; estoy a su disposición…» Y se alejó.
FUI HACIA MI MADRE
Todavía vi su blanca espalda desaparecer entre la puerta de hojas flexibles y unos instantes después, la voz de la enfermera reclamaba otro turno. Fui directamente hacia mi madre, y salimos. En la calle me preguntó sobre su estado y le respondí con evasivas. Le dije además, que no se trataba de nada serio y que aún tendríamos que volver para otro tipo de consulta.
Me parecía imposible evitar que llegara a sospechar la realidad que yo trataba de ocultarle. Íbamos por las calles, sin rumbo; ella, dejándose conducir por mi, desorientada; yo a solas con un sentimiento difícil de compartir; luchando con una idea demasiado cruda para poder aceptarla.
Iba caminando con una mujer a mi lado, una mujer que iba a morir muy pronto; pero que lo ignoraba, que confiaba en mi consuelo, que me preguntaba con un poco de ingenuidad y asombro campesinos, el nombre de las calles por donde caminábamos. Y aquella mujer era mi madre.
HACIA CANDELARIA
Cuando tomamos el ómnibus para Candelaria aún no había podido
borrar de mi mente las palabras pronunciadas por el médico del hospital. Lo que más dolor me producía era el ver a mi madre confiada en un porvenir que yo sabía incierto, oír sus
palabras llenas de optimismo, como cuando me decía: Cuando vengamos la próxima vez, Juanito, me tienes que llevar a ver a María Lucía… La pobre, dicen que está muy mal.
No pude contestarle. Temía que lo adivinara todo en el posible temblor de mi voz. Así realizamos el viaje. Nunca deseé tan intensamente que llegáramos a nuestro pueblo. Cuando, al fin, vi las primeras luces de Candelaria, sentí una extraña liberación, aquella de poder compartir mi propia angustia con los que esperaban. Eran las ocho de la noche cuando llegamos. Mamá se sentó a la mesa y comenzamos a comer.
Durante toda la comida estuve silencioso. No encontraba el minuto propicio para comunicar a mi padre (q. e. d.) y demás hermanos, la trágica noticia.
El hecho de que evadiera respuestas, incluso de que respondiera que mamá se encontraba bien, me limitaba para decir la verdad que era necesario comunicar. Después de la comida nos sentamos en la sala y mamá comenzó a hacer cuentos sobre el viaje. Le había agradado la apariencia de ciertas casas del Vedado, las grandes residencias; algunas bellas fincas que hay a lo largo de la carretera Habana-Pinar del Río, y sobre todo, la ciudad. Hablaba con entusiasmos sobre las cosas vistas en el viaje.
Hasta que llegó la hora de acostarse. Mamá se levantó suspirando y se fue a su cuarto. Mi hermana Pura la acompañó hasta la puerta y yo me quedé en la sala, tembloroso ante un hecho para el cual no tenía más alternativas que mi dolor y la obligada confesión.
Le dije a papá y a mis hermanos que no se fueran. Todos me miraron significativamente. Papá se acercó a mi lado como si intuyera la gravedad de mi tono.
SE ACERCA PAPÁ
—¿Qué sucede? —me preguntó con aquel suave vigor que le era tan propio.
Le dije que era mejor salir al portal. Me siguieron. Era muy tarde y cualquier palabra podía ser escuchada; así que decidimos caminar a lo largo de la acera hasta internarnos debajo de unos árboles.
No sabía como empezar. Impotente, dolido, como estaba, sólo atiné a resumir: «Mamá se muere…» No había ni siquiera levantado o apagado el tono para decirlo; era algo que, de pronto, me atrevía a poner en palabras.
Papá y mis hermanos clavaron en mí los ojos más extraños que yo haya recordado en mi vida. No se atrevieron a comentar o a interrogar de nuevo. Yo les seguí explicando, haciendo esfuerzos por repetir las palabras del médico.
EL VÍA CRUCIS
Y desde entonces comenzó el vía-crucis, la amargura de ver nacer un día y otro, esperando. Estuve varias veces en La Habana.
Hablaba con el médico; le llevaba análisis tras análisis, hasta que en uno de esos viajes me dijo que la vía más rápida y única era operar. Siempre se lograba algún resultado de mejoría si el enfermo rebasaba la operación.
Me dijo nuevamente que lo pensara bien; y yo fui a mi casa y me reuní con mis hermanos, y cuando regresé a La Habana ya traía la decisión.
Duró siete horas aquella operación larga y riesgosa. A pesar de los esfuerzos por no pensar en cómo me parecía ver salir de un momento a otro la figura del médico para decirme que mamá había muerto. Y, al fin, salió de la sala de operaciones, pero sólo me dijo que había resistido perfectamente, sin contratiempos.
PÁLIDA Y TRISTE
Al poco tiempo la llevamos a casa. Estaba pálida y triste. Apenas, hablaba. Era como si un dolor fuera abriéndose en ella, haciendo espacio en su vida. La mayoría de las horas las pasaba en silencio, contemplando los campos, el juego simple de los niñas.
En medio de aquellas horas y me preguntaba: «¿Qué mejoría habrá logrado la operación? Ese silencio, esa concentración, ¿qué significaba? Sospecha mamá algo? ¿Se había enterado de su mal? Después de operada, ¿todavía duran en ella los terribles dolores del cáncer? Decidí traerla nuevamente al hospital.
Allí fue reconocida minuciosamente por los doctores Aróstegi y Pérez Abreu. La operación había dado los resultados más felices. Cuando se lo dije a mamá, se le iluminaron los ojos de alegría. A partir de ese día su vida se deslizó apaciblemente. El sobresalto, la agonía de aquellas horas cedían paso a una felicidad sin zozobras. Ya estaba convencido de ello, y sabía apreciarlo.
11 AÑOS SIN AMENAZAS
Durante once años mamá fue una mujer saludable. Durante once años vivió sin contrariedades, sin la amenaza de la más leve enfermedad. Todo se presentó de pronto. Comenzó a tener pérdidas de sangre y le fue hecho un Smear o papanicolau que determinó ser positivo de malignidad.
El cáncer se había reproducido. Durante siete meses los médicos lucharon denodadamente. Se le instituyó un tratamiento de radioterapia, pero a pesar de las cuarenta y ocho sesiones, el Smear seguía siendo positivo y el exámen clínico revelaba la presencia de una úlcera sin cicatrizar. Esto, claro, significaba el padecimiento continuo del dolor. Y la muerte.
desahuciada
El 12 de noviembre de 1953, fue desahuciada por varios médicos. Uno de ellos se acercó a mi lado para decirme: «No se puede hacer nada. Amador. No la operes ni la hagas sufrir más… Mi madre murió de cáncer y yo la vi morir . No pude hacer nada…»
Aquellas palabras pronunciadas con visible emoción, provocaron en m un impacto terrible. Salí a la calle bajo el peso de la realidad más áspera y fuerte de mi vida. Mamá iba a morir.
En estos trece años mi vida había cambiado. Por eso cuando llegué al Hospital Curie, por indicación del doctor Armando Núñez Núñez, mis buenos amigos médicos salieron a recibirme. «¿Qué, Amador? Algún caso de tu provincia?» Les respondía que se trataba de mi madre y noté en todos los rostros la misma compenetración.
Allí empezamos a luchar nuevamente, empeñados en una batalla en la que saldríamos victoriosos, nosotros o la muerte. Era el plazo inaplazable, definitivo.
Muchos días y muchas noches estuve en el Hospital Curie, entre los cientos de enfermos minados de un mal que nunca había comprendido como ahora. Miraba las caras de todos aquellos hombres, niños y mujeres. ¿Se salvarían? ¿Morirían? Sólo en esos momentos era capaz de comprender toda la magnitud de la desgracia.
UNA LLAMADA
Una mañana lluviosa el doctor Antonio Medina, del Curie, me llamó a su despacho. Nos sentamos y leyó el informe médico de la enfermedad de mi madre. Su voz era firme y pausada. Yo no me atrevía a interrumpirle para que me aclarara ciertos términos que me resultaban confusos.
«Un estudio —por parte del doctor Portilla-más detallado desde el punto vista radiológico y urológico, dado como datos positivos, una obstrucción del uréter izquierdo, y al examen citoscópico, invasión de la vejiga y del meato ureteral izquierdo por un proceso infiltrativo neoplásico…, considerándose el caso inoperable e indicándosele un tratamiento especial de esponja de rádium, durante un mes, aproximadamente, al cabo del cual ha sido examinada otra vez, habiendo desaparecido la úlcera vaginal haciéndose el Smear vaginal negativo de malignidad, así como el exámen citoscópico revela una cicatriz en el sitio anteriormente señalado, donde existía un proceso inflitrativo neoplásico ..»
SIN PALABRAS
Me había quedado sin palabras delante de aquel hombre… Él me miraba de la forma más bondadosa, comprendiendo lo que dentro de mí estaba pasando. Todo está conjurado -agregó—.
Vaya a verla-. No recuerdo haberle dado las gracias siquiera. Creo que salí corriendo y tropezando hasta que llegué a la habitación de mi madre. Era un día lluvioso y gris afuera; pero en el interior del cuarto número cuatro, había comenzado el día más bello y feliz de nuestra vida.
Habíamos ganado la batalla: yo — tenía a mi madre nuevamente, y la ciencia otra victoria callada y secreta. El cáncer perdía una nueva víctima.
Me he preguntado durantes estos días: ¿Cuántas familias estarán pasando mis mismos sufrimientos? ¿Cuántos tendrán fe en las instituciones científicas, en los hombres para quienes la lucha contra el cáncer se ha convertido en exigencia y deber cotidianos? Y me he hecho estas preguntas porque en medio de aquellas horas yo me interrogaba acerca de las mismas cosas en las que siempre salía a relucir la muerte. La muerte presidía mis dudas, mis secretas divagaciones… Me parecía que no quedaba otra salida para mi madre y luchaba por aceptarla resignadamente… ¡Qué equivocado estaba…! ¡Todavía quedaban muchos plazos para ella!
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