Maceo, figura continental americana (II)

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26 de noviembre de 2024

Por Herminio Portell Vilá  (1944)

La obra sediciosa de Vicente García, sin embargo, había dado su fruto y la brigada de Holguín se había insubordinado, siguiendo las inspiraciones del teniente coronel Limbano Sánchez y desconociendo a sus jefes y oficiales. Maceo, quien tenía la jefatura de la división y jurisdicción sobre las fuerzas sublevadas, no tardó en tener noticias de lo que ocurría y a marcha forzada se dirigió al campamento de los amotinados. Allí dejó a su escolta y y marchó sólo hacia las avanzadas donde podía recibir la muerte. No tardó el centinela apostado en la vereda en oír las pisadas del caballo de Maceo, y de pronto resonó su voz y se oyó el sonido característico del rifle al “palanquearlo”:

–¡Alto! ¿quién viene?

–Cuba, –respondió la voz fuerte y serena de Maceo.

–¿Qué fuerza?,– volvió a preguntar el centinela.

–El general Maceo, jefe de la división, –dijo pausadamente Maceo.

–¡Alto al jefe de la división!,–intimó el soldado que había dado la alerta, pero el caudillo oriental no era hombre que se sometiese a semejante orden, y entonces se oyó su contestación como desafío hecho con voz potente:

–En el territorio de mi mando nadie tiene derecho a detenerme…

Y siguió su marcha hacia el interior del campamento mientras resonaban los clarines y las voces de mando, con algunos vivas a Vicente García que venían a ser una provocación. Por sobre todos aquellos ruidos se alzó otra voz, penetrante y con entonación airada, que era la del propio Limbano Sánchez:

–¡Alto, general Maceo! Si usted no hace alto… ¡le hago fuego!

Y, en efecto, apuntaba con su revólver a Maceo, quien no detuvo su marcha y al acercársele le dijo con tono de desprecio:

–Haz fuego, cobarde. Haz fuego, que vas a matar un hombre…

Por un instante se midieron los dos hombres y Maceo hasta abrió los brazos como para facilitar el atentado, pero Limbano Sánchez no pudo resistir aquella mirada acusadora y bajó la vista, al mismo tiempo que el general le decía imperiosamente:

–Deponga usted esa arma. No tema usted, que me esforzaré en salvarle de la ruina… Entrégueme a su gente y ayúdeme a volverla a la obediencia.

Así hizo Limbano Sánchez, quien fue arrestado en el acto, y pareció que la insubordinación había sido dominada, pero a la primera oportunidad el jefe responsable del motín, violando la palabra empeñada, se fugó del campamento para continuar sus funestas actividades… Así quedaba herida de muerte la Revolución y pocos meses después se repitió la sedición y ni Máximo Gómez, con toda su influencia, ni Maceo de nuevo arriesgando la vida frente a Limbano Sánchez, a quien acusó de mal militar y peor caballero, pudieron dominar la situación.

No pasaron muchas semanas sin que en el encuentro del Potrero de Mejía, jurisdicción de Barajagua, Maceo resultase gravemente herido de seis heridas de bala, cuatro de ellas en el pecho. Rodeado de escolta, con su esposa a su lado, desde la camilla en que le transportaban Maceo dirigió la retirada, burlando los esfuerzos de la columna española que pretendía capturarlo. Las continuas marchas y contramarchas por los bosques, el peligro constante y la deficiente atención facultativa nada pudieron contra aquella naturaleza de acero, y poco a poco fueron distanciándose de los perseguidores mientras el héroe recobraba sus fuerzas. A fines de noviembre de 1877, en Loma de Río, cuando los españoles le creían cercado, Maceo saltó de la camilla y montó a caballo para abrirse paso entre las líneas enemigas, con una demostración de pujanza y de habilidad que dejó maravillado a Martínez Campos…

Nada de lo que se hiciese, sin embargo, podía galvanizar a la Revolución moribunda, herida de muerte por las disensiones entre los cubanos y el desamparo internacional en que se la había dejado, más que por la habilidad de Martínez Campos y los recursos militares de España. El 10 de febrero de 1878, en El Zanjón, la mayoría de los patriotas que durante diez años habían sostenido el pabellón de Cuba Libre habían depuesto las armas y aceptado la oferta de paz hecha por las autoridades coloniales. Máximo Gómez, camino de la emigración y quebrantado el espíritu por la ingratitud que se le había tratado, acudió a despedirse de su discípulo predilecto, Antonio Maceo, ya convertido en la primera figura de la Revolución Cubana por sus hechos de armas y su conducta cívica en todas las crisis… No hubo recriminaciones entre ambos, pero si dolor genuino y hondo ante el fracaso de sus planes libertadores, y por parte de Maceo la determinación firmísima de seguir la lucha hasta el último momento, con la esperanza de que el patriotismo de los cubanos reaccionase.

Martínez Campos no tardó en comprender que el último gran enemigo del régimen colonial era Maceo y que no habría paz si no se lo atraía, y al efecto solicitó una entrevista para discutir con él los términos del acuerdo del Zanjón. No se mostró Maceo muy bien dispuesto recibirle, por algunos días, pero al fin consintió en ello. A Martínez Campo le fue entregado un anónimo en San Luis de Oriente, en el que le prevenían que sería asesinado en la reunión con Maceo; pero una intuición caballeresca muy honrosa, lo despreció y con unos pocos acompañantes marchó a visitar a aquel personaje legendario que no se rendía y que prefería morir combatiendo a renunciar a su juramento de ver Cuba Libre…

El 15 de marzo de 1878, en los Mangos de Baraguá, Maceo y su estado mayor vestidos limpia y pobremente, esperaron a la comitiva del general español, muy lucida y brillante, y que venía al galope desde el cuartel general situado a alguna distancia. La orden era de facilitarles paso franco hasta el centro del campamento mambí, en el que había gran expectación, y solamente el clarín debía anunciar su llegada. Así se hizo y al descabalgar el primero Martínez Campos, Maceo y sus acompañantes fueron a su encuentro:

–¿Quién de ustedes es el señor Maceo?, –preguntó con poco tacto el jefe español, y el caudillo cubano, que advirtió la estudiada omisión de su bien ganado grado de general, la pasó por alto para presentar a sus compañeros y conocer a los oficiales españoles, que le contemplaban con curiosidad. 

Maceo, que no fumaba, rehusó el cigarrillo que le ofrecía Martínez Campos, y comenzó la histórica entrevista: de un lado el antiguo arriero, hijo de venezolano y cubana, que se había alzado por su valor, su pericia y sus hazañas hasta ser símbolo de la resistencia cubana a la dominación española, y que había adquirido cultura, afinado sus modales y convertido en estratega formidable por su propio esfuerzo, y del otro lado el militar más famoso de España, que había restaurado la monarquía borbónica y cuya carrera política sería aún más distinguida si lograba convencer a Maceo para que aceptase el Pacto de Zanjón. Maceo, cubano y mestizo, a pesar de su pronunciación española.

–Lamento que no nos hayamos conocido antes, –comenzó Martínez Campos, y continuó: Me enorgullezco de conocer personalmente a uno de los cubanos más afamados.

En el intercambio de cumplimientos el cubano no se quedó atrás; pero Martínez Campos enseguida entró en materia:

…Basta de sangre y sacrificio–, bastante han hecho ustedes asombrando al mundo con su tenacidad y decisión, aferrados a su idea; ha llegado el momento de que nuestras diferencias tengan su término y que al unirse, cubanos y españoles, procedamos a levantar este país de la postración en que diez años de ruda lucha lo han sumido…

Maceo le contestó, midiendo sus palabras:

–Los orientales no estamos de acuerdo con lo pactado en el Zanjón. No creemos que las condiciones allí estipuladas que, entre paréntesis, no hemos comprendido plenamente. Justifiquen la redición después de rudo batallar por una idea durante diez años. Puesto que lo que usted propone es ofrecer otro tanto a Oriente, deseo evitarle la molestia de que continúe sus explicaciones, porque aquí no aceptamos el pacto.

El general Manuel de J. Calvar reforzó esas palabras con éstas:

–Nosotros no aceptamos lo pactado en Camagüey, porque ese convenio no encierra ninguno de los términos de nuestro programa, que son la independencia de Cuba y la abolición de la esclavitud a que tanta sangre y víctimas hemos sacrificado: nosotros continuaremos luchando hasta caer extenuados. Lo demás es deshonroso…

Martínez Campos, mortificado, se volvió a él para decirle:

–Señor Calvar, advierto a usted que los camagüeyanos han pactado con el general Martínez Campos y el general Martínez Campos jamás a entrado en nada que se haya calificado de deshonroso…

Y Calvar sin contradecirle, comentó:

–“Cuestión de apreciaciones” …

El coronel Félix Figueredo intervino en el debate para decir:

–Lo que queremos es la independencia…

Y Maceo completó la frase, agregando:

–…Y la inmediata abolición de la esclavitud, y con la garantía de una nación como los Estados Unidos…

Martínez Campos quien empezaba a desconfiar del éxito de sus gestiones, declaró entonces:

–La independencia no es posible que ningún español que se respete a si mismo la conceda. En cuanto a la abolición de la esclavitud es asunto que las Cortes tienen que decretar…  Por lo pronto, yo he decretado con mis atribuciones de General en Jefe que todos aquellos esclavos que hayan militado en las filas cubanas queden de hecho libres y, como ustedes comprenderán, éste es el principio del fin de la esclavitud en toda la Isla… Ustedes han obtenido lo que ningún otro ejército en campaña y es que S, M. el rey Don Alfonso, a quien en estos momentos represento, haya venido hasta su campamento…

Quiso entonces Martínez Campos leer las bases aprobadas en El Zanjón y Maceo le indicó que resultaba innecesario; pero como el jefe español insistiese, bruscamente le dijo el caudillo oriental:

–Guarde usted ese documento: no queremos saber de él…

Martínez Campos lo guardó y, arrojando al suelo el cigarrillo, dijo visiblemente molesto:

–Es decir, ¿que no nos entendemos?

–No, no nos entendemos, – contestó Maceo.

-Entonces ¡Volverán a romperse las hostilidades! –afirmó, terminantemente Maceo.

El general español se sentía derrotado y todavía quiso intentar un nuevo esfuerzo:

—¿No pudieran reunirse en asamblea la oficialidad aquí, a fin de que yo les expusiera mis razones para que después, por mayoría, resolvieran el caso?— preguntó.

—Es inútil; soy el eco de esos jefes y oficiales que me rodean, -concluyó el caudillo mambí.

Cuando Martínez Campos presunto cuánto tiempo necesitaban los cubanos para prepararse para la lucha, Maceo le cortó la palabra, diciendo:

—Ocho días

—¿Quiere decir que el 23 se rompen las hostilidades?,— preguntó cariacontecido El Pacificador, y Maceo le confirmó:

—El 23 se rompen las hostilidades.

Con un brusco saludo Martínez Campos se despidió, saltó sobre su caballo y salió al galope, mientras sus acompañantes se arremolinaban con el objeto de alcanzarle en su precipitada retirada.

Antes de que saliesen del campamento, sin embargo, una voz guasona y enérgica se hizo oír con la exclamación de:

—¡Muchachos!…

El 23 se rompe el “corojo”, — que fue acogida con risas y aplausos por los mambises.

Y siguió la lucha por varias semanas más; pero resultaba imposible combatir a un enemigo que la mayor parte de las veces desfilaba ante el fuego de los cubanos gritando a voz en cuello:

—¡Viva la paz! ¡Viva Cuba!

Maceo y sus consejeros pudieron comprobar que su heroica decisión no encontraba apoyo entre la población del país, cansada de la guerra. Por ellos y para evitar la mancha de la prisión de Maceo se acordó que se marchase al extranjero, Martínez Campos muy complacido dio todas las facilidades necesarias para la partida del gran rebelde, e insistió en atenderle personalmente cuando el 9 de mayo de 1878, después de una patética despedida de todos y cada uno de sus compañeros de gloria, Maceo se dirigió a Santiago de Cuba para ir a al destierro. Martínez Campos en un almuerzo ofrecido en su honor, le hizo relatar como había escapado cuando la sorpresa de Potrero de Mejía meses atrás. Al enterarse de que con sólo doce hombres había realizado esa hazaña, mientras Pola-vieja, con dos mil hombres, no pudo capturarlo, Martínez Campos rio alegremente para decir:

—Si las cosas hubieran sido al revés, usted con 12 hombres coge a Polavieja.

Cuando los dos caudillos se despidieron, Maceo dijo a Martínez Campos:

—Le deseo que pueda terminar su obra, ahora que yo no le estorbo: pero como no estoy comprometido a nada, haré cuanto pueda por volver y entonces emprenderé de nuevo la mía…

Y con esa promesa embarcó para Jamaica, sin querer ver en Santiago a quienes no había podido ver en la manigua, durante la Guerra de los Diez Años, porque habían preferido seguir viviendo en la ciudad bajo el despotismo colonial. Los esfuerzos de Maceo para lograr apoyo de la emigración cubana en Jamaica tuvieron escaso éxito. Cuando a mediados de 1878 estaba en Nueva York, tratando de reanimar a la, Junta Cubana para un nuevo esfuerzo libertador, allí recibió la noticia de que había capitulado el gobierno provisional que había quedado en la Isla con encargo de mantener la lucha contra la dominación española Aldama, Echeverría, Julio Sanguily y los demás desterrados de Nueva York le vieron cuando, desesperado, trataba de volver a Cuba por todos los medios y al fin le convencieron de que no podía esperar mucho de la emigración cubana en los Estados Unidos, cuyas divisiones tanto habían contribuido al fracaso da la Guerra Grande… Pero Maceo no se resignaba como los demás, y abrigaba la esperanza de que Cuba tendría amigos y apoyo para una nueva revolución. Por un momento pareció que esa oportunidad surgía con la Guerra Chiquita. Sin embargo, se prescindió de él para la dirección de la nueva tentativa, que culminó en un lamentable fracaso. Máximo Gómez, mantenido también al margen de los acontecimientos, le instaba a que se lanzase a la riesgosa aventura de invadir a Cuba sin fuerzas suficientes, y Maceo fue de Jamaica a Haití, confiado en que no le sería difícil lograr ayuda para organizar una expedición. El presidente Solomon obstaculizó los planes de Maceo llegando hasta la calumnia para desacreditar al caudillo cubano y favorecer a España. La vida misma del libertador errante corrió peligro, ya que aquéllos no eran los tiempos de Bolívar y Pellón, y, finalmente, a escondidas tuvo Maceo que salir de Haití. De aquella dura experiencia salió con una idea bien clara del abismo que separaba al tiranuelo Solomon de su pueblo, y por ello fue que escribió a Gómez:

…Encontré en Haití al Judas que hay en todos los pueblos…; pero sería una solemne injusticia si no confesara que no hallé en el resto de los habitantes quien no me hiciera las más cumplidas demostraciones de aprecio y simpatía por nuestra causa…

Durante varios meses deambuló Maceo por las islas de Santo Domingo, St. Thomas y otras Antillas, dedicado a la empresa de organizar una expedición para revolucionar a Cuba, pero todos sus esfuerzos se estrellaron ante la falta de recursos y la consideración que se guardaba a la soberanía española sobre Cuba. Más de una vez estuvo en peligro de ser secuestrado y entregado a los representantes de España en las pequeñas Islas donde cualquier atentado habría quedado impune, aunque siempre encontró personas de hidalga condición que le ayudaron a salir adelante. 

Finalmente, al fracasar la Guerra Chiquita sin que se le diese a Maceo la oportunidad de participar de ella, el caudillo comprendió que había que esperar mejores tiempos y decidió establecerse con cierta permanencia en algún país latinoamericano. 

Un gran número de cubanos habían ido a vivir a Honduras, donde el presidente Marcos A. Soto les acogió con gran simpatía empleándoles en puestos de responsabilidad o respaldándoles en empresas agrícolas y comerciales. La nación antillana a la que se le negaba la capacidad para el gobierno propio pudo así, por medio de sus hijos, perseguidos políticos, demostrar el espíritu laborioso y emprendedor, la preparación intelectual y el carácter responsable, de los cubanos, que correspondieron noblemente a las bondades del presidente Soto y dejaron huella imperecedera de su estancia en Honduras como educadores, militares, técnicos, financieros y hombres de negocios. Durante algún tiempo un buen número de importantes cargos gubernamentales fueron desempeñado por los patriotas emigrados. Maceo fue nombrado para la jefatura de la guarnición de Tegucigalpa, la capital y más tarde tuvo igual puesto en Puerto Cortés. 

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