Luis J. Botifoll

Written by Libre Online

21 de noviembre de 2022

Por OCTAVIO   R. COSTA (1953)

En el mismo año de la inauguración  de la República llegó a La Habana un emigrante español. Uno entre tantos. Este ha nacido cerca de Barcelona. Tiene veintidós años. Y se llama Juan Botifoll y Font. Viene, como todos, con el espíritu lleno de entusiasmos y con el brazo cargado de arrestos. Llega con la ambición de conquistar fortuna y posición para ofrendarlas después a la novia, segoviana, que ha quedado en la Península. Es Gregoria Gilpérez y Martín.

El catalancito se orienta por el mundo de los negocios. Es emprendedor, ingenioso, tozudo. Y se abre paso, después de recorrer giros y empeños diversos: una fábrica de jabón, una dulcería, un restaurante. Llega a ser el dueño del Hotel Miramar y del Politeama, en cuyo salón sonó alguna vez la voz elocuente de don Manuel Sanguily.

Cuando el emigrante se siente ya seguro de sí y nota que echa raíces en el suelo antillano, se casa por poder con la novia que quedó en España. Es en 1907. Y al año siguiente, el 27 de junio, en un entresuelo de la calle Obispo, nace el unigénito. Se le bautiza con el nombre de Luis Juan.

Este hogar cubano de dos españoles es absolutamente feliz. Él es hombre de orden, de trabajo, de ahorro. Ella hacendosa, sencilla, comprensiva. El  hijo llega a completar esta felicidad mansa, serena, silenciosa, ausente de artificios y de alardes. Juan está detrás del mostrador. Su mujer en las faenas del hogar. El hijo va ya al kindergarten. Al de la Escuela Pública que funciona en San Lázaro esquina a Águila. Muy cerca de donde vive la familia, en Malecón 29. Aquí estudia los primeros grados. Más tarde pasa a una escuela privada, que funciona en el barrio. En la calle Consulado. A la maestra le dicen Encarna. Y aquí está Luis hasta los diez años, en que pasa a Belén, instalado entonces en el viejo edificio de la calle de Compostela.

Desde muy chiquito Luis exhibe vivacidad e independencia. No cabe dentro de la casa, donde, por no tener hermanos, no tiene con quien jugar. Es amigo de todos los muchachos de La Punta. Con ellos juega a todos los juegos conocidos. Desde la quimbumbia hasta la pelota. Corre, brinca, se estropea una rodilla. Sobre los muros del Malecón anda con paso tan firme como si caminara por una calle. Sobre ellos se retrata un día con dos amigos. Uno de ellos se llama Antonio Barreras y Martínez Malo. En la Avenida de las Palmas no queda palmo de tierra que no tenga las huellas de los zapatos de Luis y de sus compañeros. Son la pandilla de La Punta.

Con los amigos es franco y cordial. Cuando llegan las disputas es enérgico, decidido y valiente. No se deja dar la brava de nadie, aunque sea más grandulón que él. No lastima a ninguno, pero no se deja atropellar tampoco. Tiene, instintiva e intuitivamente, un noble concepto de limpieza en el juego, en la escuela, en todas las actividades naturales de la niñez. Está bien acompañado siempre, o anda solo. Solo, desde muy pequeñito, va a la escuela. Tanto su madre como su padre confían en él. Creen en la seriedad de este hombrecito que no sabe mentir y que sabe sonreír y gritar para imponer una verdad o para defender una justicia.

A los ocho años, enferma de tos ferina.  Queda débil, enclenque. Entonces alguien de la mayor intimidad y confianza de la familia y que vive en Las Villas, en una finca cerca de Meneses, convence a los padres de Luis sobre la conveniencia de que éste se pase unos días en el campo, en contacto directo con la Naturaleza. Juan y Gregoria acceden. Por unos días va el muchacho hacia tierra adentro. Pero no volverá a La Habana hasta nueve meses, después. Hace vida de salvaje. Se convierte en un formidable jinete, de los que montan sin montura, sobre el mismo lomo del caballo. Subido en una carreta dirige los bueyes. Otras veces trepa sobre la rastra que sirve para transportar el agua desde el pozo hasta la casa. Interviene en las mismas siembras. Riega semillas en surcos. El niño de ocho años desarrolla sus músculos, amplia su sensibilidad, curte su mente, acostumbra sus sentidos a las crudezas y precariedades de la vida rural. A la experiencia de La Habana une ahora la que conlleva la existencia de mente y luz de quinqué que conoce desde una finca.

Cuando regresa a La Habana parece otro. Musculoso. Está prieto del sol. El trato con los guajiros le ha dado un directo y bravo conocimiento de la vida, de una vida distinta a la que decursa frente a las olas que se rompen en los arrecifes del Malecón.

Veinte centavos diarios le da la madre para los viajes al colegio. Pero Luis sólo gasta diez. Les emplea en las idas al Colegio. Los regresos los hace a pie, anda que anda desde Compostela y Acosta hasta Malecón y Prado, casi siempre acompañado de un amigo del barrio: Eduardo Martínez Márquez.

En Belén está desde 1918 hasta 1925. En las aulas jesuítas termina, su primera enseñanza y cursa todo su bachillerato. No es el primero del curso. Pero no está entre los últimos. Sobresale en las matemáticas. Ciertamente le gustan más las ciencias que las letras. Y al margen de los estudios hace mucho deporte, en cuyo mundo se convierte en un as. Se distingue en la pelota y en el handball. Pero logra su estrellado en el track. En competencias intercolegiales gana una vez tres primeros lugares y un segundo lugar. En saltos largos y triple salto hace sensación. Establece un récord todavía insuperado: realiza la carrera de cincuenta metros en cinco segundos y ocho décimas. En los años 24 y 25 gana trofeos honrosísimos. Se le declara y reconoce como el mejor atleta intercolegial.

Cuando abandona las aulas de Belén deja tras de sí una gloriosa estela deportiva. Músculo, inteligencia, personalidad. Hombría de bien. Estampa simpática. Palabra locuaz. Mirada viva. Así es Luis Botifoll cuando, en 1925, a los diecisiete años, se gradúa de bachiller.

A la Universidad llega con los conocimientos de Belén y la experiencia y práctica de la vida que ha ganado durante las vacaciones a través de los negocios y comisiones de su padre. Se acerca el periodo de la matrícula, y Luis vacila entre Ingeniería y Derecho. Se inclina a la primera, pero sus amigos y compañeros más cercanos estudiarán la segunda, y esto pesa sobre su ánimo. Y matricula Leyes.

La vida universitaria resulta atractiva, fecunda, ascendente. Luis estudia. Hace deportes, principalmente básquetbol. Se interna por los predios de la política universitaria y llega a presidir la Asociación de Estudiantes de Derecho en 1929: Y al margen de esto trabaja. Ha ingresado como «office boy» en uno de los más acreditados e influyentes bufetes de La Habana, en el del doctor Jesús María Barraqué, que a la sazón es secretario de Justicia del Gobierno del presidente Machado. Y tal es su comportamiento, su diligencia, su despejo mental, su actividad, que antes de concluir sus estudios es secretario particular del jefe del bufete, del profesor Guillermo Portela.

Cuando se gradúa se le ofrece la oportunidad de continuar en el bufete. Pero Luis tiene mucha independencia tiene un apasionado apego a su libertad, y a pesar de comprender todas las ventajas que significa quedarse en el estudio de Barraqué, prefiere declinar la oferta e instalarse por si propio. Ambiciona hacer su destino.

Pero Luis Botifoll no llega a instalarse. Corre el año de 1930. La vida universitaria está alterada. Y con ella la existencia nacional. Desde la colina en que remata la calle de San Lázaro se vierten rebeldías contra el régimen establecido y perpetuado en el Poder a través de una Convención Constituyente y de unas elecciones calificadas de espúreas por zonas muy respetables de la Nación.

Luis se ha distinguido mucho en la Universidad. Dentro del estudiantado tiene una personalidad. Y una popularidad, otorgada por sus prestigios y lauros de atleta triunfador. Como ha sido presidente  de la Asociación de Estudiantes de Derecho y comparte los criterios y las aspiraciones prevalecientes en el Alma Mater interviene en actos, hechos y pronunciamientos muy comprometedores. Sigue ligado a la Universidad a pesar de haber consumado ya el trámite de la graduación. Sufre varias detenciones. La familia se alarma. Una autoridad policiaca visita al padre y lo aconseja. Es menester que el muchacho abandone la Isla en preservación de un grave perjuicio. Y en septiembre, con trescientos pesos en el bolsillo, sale, de un día para otro, hacia los Estados Unidos.

En el barco ocurre un encuentro fortuito y fecundo. El abogado conoce a Juan Felipe Cruz, que estudia en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans. Y éste se dispone a ayudar al compatriota que tiene que alterar sus planes profesionales para salir en salvador exilio hacía el extranjero.

Le habla del profesor Milton Colvin. que explica Derecho Internacional. Le asegura que este sabio maestro, que es un hombre muy generoso, lo ayudará. Y así es. En esos momentos se ha convocado una beca para estudiante latinoamericano. Mister Colvin le sugiere al cubano que se presente. Y la gana. Además ha obtenido empleo como profesor de español. El sueldo que comienza con setenta y cinco pesos asciende hasta ciento veinticinco pesos. Luis Botifoll triunfa una vez más. Parece signado por el destino al triunfo. Ha nacido con vocación de triunfador.

Pero el joven abogado cubano no resiste la nostalgia. Su ausencia de Cuba no llega al año. En La Habana está en julio de 1931. E inmediatamente entra en contacto con el grupo universitario que interviene en la lucha contra el presidente Machado. Dentro de esta actividad política y revolucionaria hace cuanto puede y cuanto está a su alcance.

Pero hace algo más. El abogado está deseoso de montar bufete, de orientar su vida profesionalmente. Y lo instala en la Plaza de la Catedral. Muy modesto, muy sencillo. Pero Botifoll tiene fibra y sangre de letrado y triunfa. Trabaja mucho. Estudia incansablemente. Un cliente trae a otro. Un triunfo anuncia el próximo. Las relaciones crecen. Ya se le conoce en los juzgados y tribunales. Y ya tiene, al cabo de tres años, una clientela segura y leal. Entonces se instala en una oficina del Edificio Bacardí.

Los asuntos mercantiles constituyen su especialidad. Las leyes que regulan el comercio no tienen secreto para él. Pero tiene, además, el sentido común, lógico, real, que necesita el abogado para aconsejar, para orientar, para salvar los escollos, para conducir triunfalmente una cuestión legal.

Tiene ya un estupendo bufete en 1936 cuando el doctor Agustín Cruz, designado ministro del Trabajo, hermano de Juan Felipe, del compatriota que conoció en 1931, lo invita a fusionar sus respectivos bufetes. La sociedad se realiza y dura trece años, hasta 1949.

Durante todo este tiempo el doctor Botifoll logra en su ejercicio profesional todo lo que puede aspirar un abogado. Los triunfos, las ganancias, el prestigio. Ciertamente trabaja sin descanso. Vive inmerso en los códigos, en las leyes, en la jurisprudencia. Resuelve una consulta. Redacta un recurso. Celebra una vista. Vive en derecho, prendido del término, de la providencia, de la sentencia, de la legislación. Es y vive en abogado. Inmerso en la atmósfera del bufete. Pero no sufre cansancios ni aburrimientos. Tiene el aliento y el  gozo del ascenso y de la consagración.

Como abogado, con esa conciencia de solidaridad clasista que preside su vida, interviene en las actividades del Colegio de Abogados de La Habana. Y durante dieciocho años pertenece a su Junta de Gobierno. Y representa a esta institución en la Federación Interamericana de Abogados. Interviene en las Conferencias de México, La Habana y Chile con brillantez y eficacia. Botifoll no sabe hacerlo de otro modo.

En la vida de Luis Botifoll se produce un hecho inesperado. Algo con lo que él no contaba. El creía definitivamente orientada su existencia por los predios polémicos y ardorosos del derecho. Se veía para siempre inmerso en la atmósfera legal de los pleitos, de las consultas   jurídicas,   de   los  asesoramientos mercantiles a comerciantes e industriales.

Pero un hombre de negocios provoca un cambio de rumbo en su vida. Una alteración del estilo de ésta.

Un día de 1949 hablan Botifoll, Barletta y Elíseo Guzmán. Estos dos últimos alientan el empeño de fundar un periódico. Consultan al abogado. Y éste, con sano, sensato y realista criterio apunta las inconveniencias de la fundación. Indica la procedencia de adquirir un periódico ya organizado, con anuncios y lectores fijos y seguros. Inmediatamente sus interlocutores comparten el criterio. Y enseguida se piensa en la posibilidad de comprar el periódico «El Mundo», que es de la propiedad del profesor universitario doctor Pedro Cue.

En la reunión se acuerda explorar a Cue sobre su disposición a vender el periódico. A nadie mejor se puede encomendar la tramitación de esta diligencia que al doctor Botifoll, amigo y colega del profesor de Procesal. Las gestiones culminan felizmente. Se consuma la operación. «El Mundo» pasa a una nueva empresa, integrada por Barletta, Guzmán, Martínez Zaido  y Botifoll. Se nombra director y administrador a Elíseo Guzmán. Comienza para el periódico que nació con la República una nueva era.

No han pasado veinte días cuando Botifoll, Guzmán y Martínez Zaido están en el aeropuerto de Rancho Boyeros para despedir a Barletta, que va hacia Nueva York. El avión despega y los amigos se dispersan. Unas horas después, repentinamente, Guzmán ha muerto.

Corre el año de 1950. Botifoll tiene cuarenta y dos años. Ha sido y es abogado. Y de pronto tiene que asumir y asume obligaciones, tareas, responsabilidades ajenas a su profesión y a su aparente vocación. Tiene que hacerse cargo de la dirección del periódico «El Mundo».

Pero es que el destino actúa así. Por sorpresas. Inesperadamente. Porque este hecho involuntario, fortuito, ha colocado a Botifoll en el verdadero cauce de su vida.

Botifoll se mete en el periódico. Es necesario aprender qué es un periódico. Cómo se hace y funciona. Como es un hombre muy inteligente, porque es muy perspicaz, porque tiene la mente porosa y el pensamiento ágil, lo capta todo, lo aprende todo, lo averigua todo. Y no pasan muchos días sin que Botifoll se haya metido el periódico en la cabeza.

Está en la redacción y en los talleres. Aprende la dinámica de la noticia, el secreto del anuncio, el funcionamiento de la redacción, la política editorial, la psicología de los lectores, la confección de una plana, las relaciones con las agencias extranjeras. No queda rincón que él no conozca. Y lo aprende todo sobre la realidad.

Y Botifoll se sorprende a sí mismo. Comprende que ha comenzado para él una nueva vida. Y se percata de algo más. La dirección de «El Mundo» lo entusiasma y lo emociona. Al margen del bufete, se consagra al periódico sin cansancio. Siente el espíritu lleno de ilusiones y de ideales. Ha descubierto lo que es un periódico, su función social, su misión ciudadana. Ve hasta donde es un instrumento de cultura, de civilización, de convivencia, de ascenso colectivo. Y goza pensando con echarse de lleno, enteramente, a esta tarea difícil, ardua y polémica, de informar sobre la vida de la nación y sobre la existencia de lo que ocurre fuera del país, de orientar en relación con la más vital problemática de la nación.

Cuando Botifoll, mes tras mes, ha aprendido cuanto puede aprenderse directamente, inmerso en la redacción y en los talleres, cuando nada le queda por saber sobre lo que es la dirección de un periódico, lee incansablemente libro tras libro sobre la materia. Y no conforme todavía, se va a los Estados Unidos, y lo que hizo bajo el techo del periódico sujeto a su rectorado lo hace en los periódicos más importantes e influyentes de Norteamérica. 

Consciente de su misión, con un profundo sentido de su responsabilidad, el abogado quiere aprender cuanto hay de aprender en su nuevo oficio, un oficio inesperado, pero que él ha sido capaz de captar hasta lo más hondo, como si hubiese vivido siempre dentro de él. Además, hay cosas que más que de aprendizaje y de rutina, son de intuición, de vocación y de destino. En el destino de Luis Botifoll está  el periodismo.

Seguro ya en su posición de director de «El Mundo», sin los miedos pudorosos y las inteligentes inhibiciones del estreno, echado ya dentro de la vida y del destino del periódico, Botifoll concibió un amplio programa de superación y ascenso del diario de su dirección.

Era menester mejorar su instalación física. El viejo edificio de Virtudes y Águila resultaba insuficiente, anticuado, incómodo. Y Botifoll planeó una construcción moderna, funcional, digna de la historia del «El Mundo». Para realizarla era menester sacrificar los dividendos. Y se realizó. Y el resultado es el espléndido, hermoso, confortable y adecuado edificio actual. A la edificación arquitectónica, equipada con aire acondicionado y con modernísimo mobiliario, se agregaron nuevas maquinarias para mejorar y acelerar la producción del periódico. Cientos de miles de pesos se gastaron en todo esto. Pero Botifoll comenzó bien. Había que empezar por darle asiento digno al periódico, base y presencia físicas condignas a lo que «El Mundo» significa dentro de los anales cubanos.

Al mismo tiempo, se renovaba la estructura del diario, su presentación tipográfica, su contenido. Botifoll se empeñó en hacer un periódico más agradable, más ampliamente informado, más ágil, más interesante. Así logró el propósito de duplicar su circulación y sus anuncios.

Pero no bastaba con la cosa física, con lo meramente periodístico. Botifoll comprendió que un periódico era algo más que una empresa. Mucho más que un negocio. Algo muy superior a una mera industria. Un periódico es y debe ser una institución. Es un órgano de orientación ciudadana. Tiene deberes, responsabilidades, obligaciones. Eso de informar y orientar a una ciudadanía es una seria y trascendente tarea que hay que realizar con mucho tiento, con mucha conciencia, con mucha pulcritud, con mucha gravedad. Para poder cumplir este cometido cabalmente era menester asegurar la independencia absoluta del periódico «El Mundo» tenía que ser fiel a su razón de origen. No podía responder a ningún interés privado, ni de clase alguna, ni de sector económico, ni de militancia política. Tenía que deberse exclusivamente a la verdad, a la razón, a la justicia, a la dignidad. Y tener por ideales y propósitos asegurar la convivencia de la sociedad cubana, defender sus valores espirituales, exaltar su pasado glorioso, promover su ascenso colectivo, el auge de su cultura y su prestigio internacional.

Y todo esto lo ha realizado el doctor Botifoll como director de «El Mundo». El periódico ha recobrado todo su viejo prestigio de órgano serio, imparcial, ausente de banderías. Ni mentiras ni dobleces. Ni prebendas ni sumisiones. Ni sectarismos ni enconos. Nada negativo. Un instrumento de opinión pública al servicio de la Nación. Una hoja impresa, con conciencia de lo que significa informar y orientar. Un diario muy ceñido a la obligación de verdad y de honradez. Y quien ha realizado esta obra no nació periodista, ni se crió en redacciones, ni soñó siquiera jamás con dirigir un periódico. Es un abogado a quien el destino le otorga sin esperarlo esta sorpresa. Pero el abogado se transforma en periodista, descubriéndose a sí mismo, y el periodista, como orientador de la opinión pública, como director de un periódico de la importancia de «El Mundo», da la talla.

Y lo sorprendente de toda esta obra, de estos logros, de estos triunfos está en la sencillez con que Botifoll desenvuelve sus tareas de director de «El Mundo». En esto no ha recibido lecciones de nadie y acuña un estilo peculiar, que ha resultado fecundo. Es un director que está siempre en compañero. De tú a tú. Con las puertas de su despacho abiertas siempre. En constante conversación, de mesa en mesa, con los redactores. Subido infantilmente sobre el mostrador que hay delante de los jefes de redacción, Jorge L. Martí y Francisco Sendra. Así, como quien realiza un juego, entre sonrisas y palabras cordiales, dirige magistralmente Botifoll un periódico tan serio y responsable como es «El Mundo».

El triunfo del doctor Luis J. Botifoll como director de «El Mundo» es uno de los hechos culminantes de la historia del periodismo cubano contemporáneo. Ahí están los homenajes que se le rindieron al periódico con motivo de su cincuentenario. No podía faltar, ni faltó, el tributo de la propia  República. Sus más significativos Poderes se aunaron para, otorgarle a este diario los aplausos merecidos. Y no puede negarse que en la tramitación de estos actos significó mucho lo que era «El Mundo» en esos momentos, bajo el rectorado de Botifoll. Porque no era un simple reconocimiento por los cincuenta años de vida. Sino por lo que había sido y era en esos instantes.

El doctor Botifoll siente su vida definitivamente compenetrada y solidarizada con «El Mundo». Pero se abraza no con la empresa, no con el negocio, sino con lo que el periódico es moral y espiritualmente, con lo que representa como institución cubana, como instrumento de civilización y cultura. Se está frente a una cosa romántica, idealista, noble, que tiene que chocar, como choca, con muchas crudezas. Pero parece que Botifoll tiene en su alma mucho de Quijote y que tiene como consigna el famoso soneto de Hernández Miyares. No teme a caballeros de la Blanca Luna. Si alguno osa con él medir sus armas, él, aún en brazos de la propia muerte mantendrá corajudamente la hermosura de su ideal periodístico. Un ideal que se endereza a la defensa de los principios democráticos y de la verdad a través de la dignidad profesional, de la limpieza del espíritu y de la honestidad del bolsillo.

Y disparado ya por esta carrera, nada tiene de extraño que haya adquirido una emisora, Unión Radio, que aspira a convertir también en instrumento y servidora de la cultura y de la armoniosa convivencia cubana. A través de la música y de la palabra que trasmitían sus micrófonos, Botifoll quiso servir al arte y a la verdad, como supremos valores del espíritu.

Como empresa suya, Unión Radio culminará triunfalmente, porque Botifoll es de los hombres que no han perdido nunca. Para ello le sobra sonrisa más que inteligencia, generosidad más que interés, romanticismo más que afán utilitario.

Así es el doctor Luis J. Botifoll, director de «El Mundo». Un hombre de mucha y clara palabra. Clara como sus ojos. Sencillo a pesar de sus triunfos. Ausente de vanidades. Sin maña ni habilidad alguna para trapisondas. No sabe hacerlas quien es bondadoso, honesto, recto, generoso. Quien tiene tanta salud física, tanta sanidad espiritual, desde la misma cuna, quien se ha criado en hogar tan feliz y quien ha sido capaz de levantar otro no menos feliz que el de sus padres, con su mujer, Aurora  Zalduondo, que es madre de tres hijas,  Aurora, Lourdes y Luisa, no puede tener en su mundo interior torvo encono, ni mezquina envidia, ni feo rencor. Un hombre así tiene que obrar como actúa el doctor Botifoll: romántica y gallardamente.

De muchacho hizo deporte. Y de grande juega con la vida con una sonrisa responsable y con una gravedad suave. Su mayor virtud es su carácter, de perfiles tan netos. Se hace de él el mejor elogio diciendo que un hombre que sabe decir que no, que sabe mantener un criterio cuando está convencido de su razón y de su verdad. Cuando se agrega que es tan fino y cortés como enérgico y corajudo.

Está contento de si. Por eso puede dormir también. Y duerme no menos de 8 horas. Su hobby es el trabajo. Su distracción las lecturas históricas. Su vicio el cigarro. Su lujo los viajes. Y su ideal: el periódico «El Mundo», como instrumento para servir a la República.

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