Los Viejos Cariñosos

Written by Libre Online

6 de junio de 2023

por Eladio Secades (1957)

El verdadero cubano tarda mucho en envejecer para el amor. El orgullo de conquista va del ingreso para el Bachillerato al sillón de ruedas. Que es ir del acné juvenil al reuma articular y a la sopita de pan. El criollo llega a abuelo y cree que puede seguir siendo novio de derretirse por teléfono y de esperar en una esquina. 

Cuando se va la juventud, decimos que nos quedan la experiencia y el estilo. Y se produce el cubano cariñoso que apura los refinamientos por lo mismo que empieza a desconfiar de lo físico. Contra el dolor de cada cana que le sale, tiene el recurso de ser más galante con la mujer. Y de condenar a los muchachos nuevos que no lo son. En el odio del veterano al pepillo hay un poco de humana envidia. La calvicie prematura crea pepillos educados que están buscando a una señora para darle el asiento. 

Recordamos con tristeza aquella edad insolente en que no amábamos, sino hacíamos el favor de dejarnos amar. Con ese aire de generosidad del que presta sabiendo que no va a cobrar. Pero toda esa vanidad la curan los años. Es decir, la barriga, la carne blanda, los dientes postizos. La señorita que a los quince años se ponía tonta y no decía que sí, porque ninguno era su tipo, un día se mira al espejo. Sin sostén y con mal humor. Y desde ese momento empezará a conformarse con un hombre serio que venga con buenas intenciones.

En esta época de tendencia al desnudo se ha ampliado la vanidad de la belleza masculina. En los clubs con playas los hombres que no son bellos aspiran a ser simpáticos. Traen siempre el último chiste para tapar la gordura. Los que tienen el tesoro de una musculatura y una melena, pasan sin mirar. Los levantadores de pesas van por la arena como extrañados de que no le echen piropos. Lo más sincero que hay en las playas son las pobres viejas que no se atreven a desnudarse y los niños que juegan en la orilla con la pala y el cubo. Los otros asocian la diversión al efecto que les causan a los demás. 

La mujer raramente se siente satisfecha. Porque para andar en trusa está muy flaca. O porque está muy gorda. Es mucho más fácil desvestirse para complacer a uno solo, que para complacer a una multitud. El privilegio de cumplir las dos exigencias lo tienen algunas vedettes. Y muy pocas muchachas del coro. La natación femenina es un bataclán sin música. Vemos el desfile de pantorrillas tersas y pensamos que falta la orquesta y la cortina de terciopelo. 

Hay espectadores viejos que llevan lentes de aumento. Y es al día siguiente que se enteran por los periódicos que se rompieron cuatro récords nacionales. Es una crueldad en forma de penitencia el admirar a distancia a esas bellezas, que nunca han de pertenecernos. Para perder la ilusión por la más hermosa y tentadora de mujeres en traje de baño, basta olvidar el resto y mirarle nada más que los dedos de los pies. Ese dedo meñique que se empina y se separa de los otros, como gozando de las vacaciones de la tortura del zapato, es la negación de lo romántico y de lo sexual. 

Un pie de mujer descalzo no es una invitación al poema, sino a la navajita usada con esa cara de miedo que todos ponemos cuando vamos a cortarnos un callo. Todavía no se ha dado el caso del pedicuro que se haya enamorado de una clienta. El amor eterno no existe por culpa de que en algún momento la señora tiene que cruzar las piernas y sacarse una media.

Se me ha sugerido la idea de unas Estampas sobre el cubano cariñoso. Me basta el «close-up» de un amigo que de joven fue tenorio exigente y de viejo quiere llegar en puntillita al corazón de las muchachas. Sin que se sientan los estragos causados por el reloj. 

Uno de esos cubanos a los que le duele pagarle a una mujer. Y le compran un vestido o un par de zapatos. Lo peligros está en dejarlo hablar de amor. Porque ya no sabe qué va a hacer para separarse de Luisa. Desde que se enteró la otra, es una lucha diaria. De llantos y juramentos tiene miedo de que haga cualquier barbaridad. Y hay que oírlo. Por eso viene a pedirnos un consejo. Uno no sabe qué responderle. Y termina diciendo que a la verdad que lo suyo es un problema. Con lo que queda satisfecho en su orgullo de mujeriego. Y se anima a hacernos un cuento más. Casi siempre de la señorita que está dispuesta a todo. Pero como él tiene control y experiencia, no se ha lanzado. Porque no quiere degradarse. 

El espíritu femenino es una asignatura que se cultiva como la botánica. Mi amigo cariñoso enamora hablando bonito. Hace veinte años que tiene el mismo barbero. Lee el mismo periódico. Y usa el mismo perfume. Es un hombre de mundo. Conoció a una muchacha, todo lo idiota que es capaz una mujer joven y bonita. Ella pertenece a la clase de niñas vulgares que una vez leyeron «Los Tres Mosqueteros». 

Aprendieron a bailar con vitrola. Y para darle en la cabeza a la madre que se oponía, se fueron con el novio. Las que se van con el novio tienen tres caminos. El mismo novio que casi nunca quiere. El protector honesto que le recomienda que aprenda a escribir a máquina o un viejo rico. Mi amigo podría ser el viejo rico.  Porque tiene vejez y dinero.  

Los viejos ricos de otros países compran el amor, lo mismo que se compra una maleta o una cámara fotográfica. Los viejos ricos de Cuba hacen extraños equilibrios mentales para conquistarlo. Sin tener con qué. Y antes de darle a la mujer para la plaza, prefieren llevarla a un restorán. Lo que resulta más caro y más complicado, pero tiene mucho de aventura galante. Ningún sociólogo ha hablado de la desventaja de la querida criolla. Que además de darse ella, tiene que dar bronca. Porque contribuir para los gastos sin que la amante pelee como la esposa legítima, es hacer un triste papel de verraco. Y eso queda para los extranjeros. 

El criollo cariñoso, sacando el pañuelo rociado con colonia, le llamó a la señora raptada «flor al garete». Se puso «picúo» para observar que ella necesitaba un jardinero. Le habló del cielo azul, de las almas que se comprenden y de Santos Chocano. Le preguntó por qué no se arreglaba las uñas. (Cuando la mujer no se arregla las uñas, generalmente es porque se las come.) Y terminó prestándole una novela. Cuando se fue, iba convencido de que el terreno había quedado abonado para otra incursión de romanticismo. Pero la «flor al garete», que sonreía sin comprender, le hizo la historia a una compañera suya, asegurándole que acababa de conocer a un camaján que estaba «tocao» del queso. Un tipo medio poeta, con los cables cruzados.

Idéntico fenómeno de dulcificación se opera en las mujeres que van entrando en grasa. Y en años. Cada pulgada de línea que les roba el calendario, la ganan en espiritualidad. La fuerza moral que tienen se la deben a lo que han aprendido en la vida. Y a las tiras heroicas del “maiden-form”. Ahora con eso del “maiden-forma” se ha descubierto el milagro de la belleza por unanimidad. Por lo menos de perfil, todas las mujeres son bellas. 

A algunas mujeres que envejecen les da asco la juventud de hoy día. La pepilla es un pasatiempo de picnic. De “Camp-fire”. Y de muñequitos en colores. Pero aseguran que el hombre a la hora de la verdad tiene que pensar en una mujer hecha. Que en las vacaciones no enseñe el ombligo. Ni monte en bicicleta. Ni se ponga pantalones de mecánico para adorar a Presley. Cubanas que extrañan un poco la época en que todavía se celebraban concursos de ojos bellos. Cuando el furor de la pianola. Que era el instrumento que significaba un pacto entre la música y la gimnasia sueca. 

También cuando la hija menor que sabía cantar y que al principio no quería. Y los gobernantes que creíamos que eran malos y terminaban nada más que con un chalet, empezaba la agonía del chaleco. Y a los modistos no se les había ocurrido aquella atrocidad que se llamó etiqueta de verano. Mitad negro. Que da calor. Y mitad claro. Que no lo quita. La etiqueta de verano son dos climas distintos en un mismo animal.

Un cubano cariñoso y viejo, naturalmente, me decía que lo más difícil en el amor es saber conservar la ilusión. La vida íntima tiene muchos detalles desencantadores. Más aún del baño intercalado para acá. Piensan bien los matrimonios que duermen en cuartos separados. Hacen como los boxeadores que sólo responden a la hora de sonar la campana. Disparado el último golpe, cada uno se va a su camerino. 

Mientras hay el egoísmo de la conquista, se evita lo grotesco. Cuando aparece la confianza del terreno propio ganado, viene todo lo demás. Hasta la espinilla exprimida y la digestión de cebollas. Maldecimos a la mujer que se desilusiona y llega a la resignación o al pecado. Pero nunca comprendemos que la vida del hombre está llena de posturas ridículas. 

Procura que la mujer que te ama no te vea, por ejemplo, jugando a los dados. Dando golpes en la barra. Pidiéndole al amigo que sople el cubilete para atraer la buena suerte. Renegando porque te amarraste mal. 

Impide que la novia te sorprenda en el billar, con una pierna en el aire y la otra sobre la mesa. No hay amor que vaya más allá del efecto deplorable de un hombre lavándose la cara con los tirantes colgando. Ni buen tipo que resista la prueba de que la mujer lo vea con el conformador de la sombrerería, mientras el dependiente se apresura a apretar los tornillos. Después de esas escenas, que son frecuentes en la vida de algunos hombres, se puede llegar hasta el adulterio. 

Que no se sepa nunca que las poetisas duermen con la boca abierta. Y respirando fuerte. Como cualquier Contador Público. Porque lo importante es saber conservar la ilusión. Podría hablar también de la pesadumbre de una mujer recién casada con un caballero que es amateur de la radio. A veces ella se desvela, mientras el esposo está empeñado en comunicarse con un amigo de Tegucigalpa.

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