Los Rusos en Hungría en 1849

Written by Libre Online

25 de octubre de 2022

La primera ocasión en que las tropas rusas intervinieron en Hungría fue en abril de 1849 y por mucho que haya cambiado el mapa de Europa en ciento setenta y tres años, las circunstancias en las que el emperador Nicolás de Rusia decidió entonces enviar tropas a Hungría son notablemente similares a las que llevaron los tanques soviéticos allende los Cárpatos en noviembre de 1957. 

En los años de la quinta década del pasado siglo no existía un estado polaco independiente. Las provincias centrales y orientales de Polonia, la mayor parte del país, a decir verdad, se hallaban incorporadas como reino separado dentro del Imperio ruso. 

Las regiones occidentales, inclusive la ciudad de Posnania, Posen pertenecían a Prusia, mientras que la provincia más meridional de Polonia, la Galitzia, que se extendía unas doscientas millas al pie de los Cárpatos e incluía ciudades como Cracovia y Lvov (Lemberg), formaba parte del Imperio Austríaco, inmediatamente -al sur de Galitzia se encontraba el reino de Hungría, uno de los dominios de la casa de Hapsburgo. 

Las tres grandes potencias de la Europa central y oriental -Prusia, Austria y Rusia— contenían, pues, entre ellas toda la actual Polonia y Hungría; y estas tres potencias estaban ligadas entre sí por una antigua alianza, reforzada a cabo de las guerras napoleónicas.

Entonces, como ahora, desde el punto de vista ruso al menos, las principales divisiones en Europa eran ideológicas. El emperador ruso Nicolás I se consideraba a sí mismo el principal baluarte de la monarquía absoluta y el conservadurismo en Europa contra las fuerzas de la revolución que se habían extendido hacia el este partiendo de Francia, desde fines del siglo XVIII. Austria y Prusia, en opinión suya, no eran más que sus puestos avanzados defensivos. “El verdadero y permanente interés de Rusia”, había dicho uno de sus más destacados diplomáticos, “es mantener entre nosotros y Francia esta barrera moral, formada por potencias y monarquías amigas, y basada sólidamente en principios análogos a los nuestros.”

Con esta profunda cortina protectora a lo largo de la frontera occidental, el Imperio ruso permaneció inmolestado por la revolución desde principios de los años treinta hasta el comienzo de 1848. 

Entonces, como a la revolución de febrero en Francia siguió una gran insurgencia de nacionalismo en toda la Europa occidental y meridional, en San Petersburgo se juzgó que el baluarte del absolutismo se hallaba otra vez en peligro. Nicolás se puso en guardia en el acto. ¿A dónde iba a pegar la próxima vez la infección del nacionalismo? ¿Se extendería hasta la Europa oriental, y si así sucedía, hasta qué punto llegaría a lo largo de la muralla occidental del Imperio ruso? «Hemos de estar alerta», dijo Nicolás en febrero de 1848, «prestando la atención más vigilante a nuestros territorios occidentales, a fin de poder aplastar cualquier levantamiento en cuanto estallare».

Sus ansiedades no carecían de base. Antes de terminar febrero comenzó el primer alzamiento nacionalista en la Europa central. Empezó en la Polonia prusiana, en la ciudad de Posnania (Posen), la misma ciudad donde los polacos desarmaron su indignación nacionalista el verano de 1957. 

REBELIÓN EXTENDIDA

A los pocos días la rebelión se había extendido a la Galitzia. Después de un fracasado alzamiento de los polacos en Rusia cerca de veinte años antes, millares de patriotas polacos habían abandonado sus hogares con el fin de continuar luchando por su casa en el extranjero. Ahora volvieron a toda prisa en grandes números a Galitzia, creyendo que había llegado el momento de restaurar una Polonia libre.

En Petersburgo las noticias turbaron considerablemente al zar Nicolás. Juzgaba que, una vez iniciada la rebelión entre los polacos de Austria y Prusia, era inevitable que los de Rusia hicieran causa común con sus compatriotas. Dirigió un colérico mensaje al rey de Prusia, quejándose de que éste había tratado con harta indulgencia a los nacionalistas polacos de Posen.

Desplegó un ejército de cerca de medio millón de hombres en su frontera occidental, y en las instrucciones que envió a su comandante escribía: «Muy bien pudiera ser que los austríacos dieran rienda suelta a la revolución y conspiraran contra nosotros en Galitzia. En ese caso no permitiré que prospere semejante movimiento, sino que ocuparé la provincia y aplastaré la conspiración en nombre del propio emperador austríaco Fernando». 

Mas los polacos de Galitzia no se arredraron ante la posibilidad de una intervención rusa. Tomaron el control de la provincia entera, establecieron un nuevo gobierno y formaron su ejército nacional.

A fin de cuentas, Nicolás no intervino contra los polacos en Galitzia, porque otros acontecimientos dentro del imperio austríaco desviaron su atención. Desde hacía algunos años Viena se sentía desconcertada por la creciente popularidad de un grupo de liberales húngaros encabezados por Luis Kossuth, abogado de irresistible elocuencia, y un aristócrata de inclinaciones progresistas nombrado el conde Batthyány.

Hasta 1948 el programa de los liberales había sido relativamente moderado. Habían procurado sólo garantizar la libertad de prensa en Hungría y conseguir la abolición de los privilegios clasistas y la igualdad de todos ante la ley. Pero Kossuth por lo menos, picaba más alto, y en un histórico discurso pronunciado el 3 de marzo incitó a sus compatriotas húngaros a seguir el ejemplo de los polacos y unírsele en la lucha por la independencia. Una semana después los jóvenes checos de Praga presentaron una petición al emperador de Austria solicitando ciertas concesiones en el sentido de la autonomía, y el 13 de marzo la revuelta se extendió hasta la propia ciudad de Viena. El emperador Fernando huyó de la capital y se refugió en Insnsbruck, y tal pareció que los días del imperio de los Hapsburgos estaban contados.

LAS LEYES DE MARZO

Kossuth y sus compatriotas se sentían jubilosos y la Dieta húngara procedió en el acto a aprobar una serie de leyes, las «Leyes de Marzo» como se las llama desde entonces, que eran el primer paso en el camino de la independencia. Se extendió el derecho a votar en las elecciones para la Dieta, y se dispuso que ésta se reuniese todos los años, se abolieron los privilegios de clases, se estableció el juicio por jurado, el idioma magiar fue declarado lengua oficial del país, y Pest la capital del mismo. 

En esta etapa del movimiento los húngaros todavía aceptaban al emperador austríaco como rey, y Fernando por su parte, prestó su asentimiento a las leyes de marzo. En aquellas circunstancias no tenía otra alternativa. El nacionalismo triunfaba en todos los rincones del Imperio.

LA ABDICACIÓN, UN NUEVO PRETEXTO

Ocho meses más tarde abandonó totalmente la lucha. En diciembre anunció que, como le fallaban la salud y las fuerzas, deseaba abdicar. No tenía hijos, a su hermano no le agradaba la perspectiva de sucederle, y la corona pasó a su sobrino Francisco José, que contaba a la sazón dieciocho años. Kossuth inmediatamente se aprovechó de este nuevo acontecimiento como pretexto para romper los vínculos de Hungría con el imperio austríaco. 

 Los nacionalistas húngaros sostenían que la abdicación de Fernando y los arreglos acordados para la sucesión eran irregulares, y la Dieta, habiéndose reunido en abril de 1849, resolvió no considerar ya a los Hapsburgos como gobernantes del país. Hungría se declaró república de Kossuth como su primer presidente. Había roto sus últimos lazos con Viena. No le debía alianza a nadie.

Diez días después de la declaración de independencia, los rusos entraron en Hungría a tambor batiente. Desde marzo de 1848 Nicolás había venido vigilando atentamente todo lo que pasaba en Hungría, y para fines de aquel año pelaba por entrar en el conflicto. En aquel punto su móvil principal para intervenir era que grandes contingentes de polacos estaban combatiendo al lado de los húngaros en la parte oriental del país cerca de la frontera rusa. 

Dos de los cuerpos de tropas húngaros estaban, en efecto, mandados por polacos, hombres que habían combatido contra los rusos en 1830. Todavía era a Polonia y no a Hungría, a quien temían los rusos. «No podemos, dijo el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, permitir establecimiento, en la frontera de Polonia, de una Hungría polaca independiente». Mas, sean cuales fueren las amenazas que profiriera Nicolás en marzo, sus manos estaban atadas. 

Sólo quince años antes había prometido no intervenir en los asuntos austríacos sin una invitación directa de Viena, y para fines de 1848 seguía siendo un espectador pasivo y frustrado de los acontecimientos que se desarrollaban al otro lado de la frontera. No tuvo que aguardar mucho más tiempo. 

Durante la campaña de primavera, las fuerzas nacionalistas húngaras habían ido de éxito en éxito. Para abril ya habían expulsado a los austríacos de Pest, y se preparaban a marchar sobre Viena. De mala gana el joven emperador austríaco decidió seguir el único curso de acción posible para salvar su capital. El 21 de abril envió un llamado personal al zar Nicolás I y el 26 de abril las tropas rusas comenzaron su avance. 

Además de sus suspicacias contra los polacos, Nicolás tenía ahora un nuevo y más fuerte móvil para la intervención, porque el rechazo de los Hapsburgos por Kossuth era una afrenta contra el principio de legitimidad, sostener el cual era precisamente el objeto de la Santa Alianza.

Con la llegada de un ejército ruso, la desigualdad abrumadora contra los húngaros hacía imposible la victoria de éstos. Peleaban en tres frentes: contra el principal ejército austríaco en el oeste, contra un ejército croata en el sur y contra los rusos en el este. Pero proseguían la contienda. 

Cierto es que le ayudaban las disensiones entre comandantes austríacos y rusos. El comandante en jefe de los austríacos, mariscal de campo Haynau, deseaba que se entendiera bien que los rusos combatían a sus órdenes y debían seguir sus planes. Desde San Petersburgo, por otra parte. Nicolás insistía en que sus 

generales tuvieran plena libertad de acción. Imponíales la obligación de «hacer de la cosa una faena rusa». 

Necesitaba resultados rápidos. Quería que la intervención rusa, como decía, «sonara como el estampido de un rayo».

No se puede afirmar hasta cuándo hubiera durado la lucha por Hungría de haber seguido unidos los propios húngaros hasta el fin. Pero en el verano de 1849 ellos, como sus enemigos, estaban debilitados por divergencias entre sus líderes. Había celos entre el comandante en jefe húngaro, Gorgey y Kossuth, el líder político. Con la esperanza de mantener unido el movimiento. 

Gorgey y la rendición

Kossuth, idealista hasta el fin, decidió abandonar la presidencia y permitir que Gorgey se hiciera cargo de la jefatura política junto con la militar. Fue un sacrificio magnífico, pero erróneo, porque Gorgey ya estaba pensando en la paz, aunque ella comportaba la rendición. Había comenzado a preguntarse si sus compatriotas no podrían esperar una suerte mejor si deponían las armas, no entregándolas a los austríacos a quienes 

odiaban, sino a los rusos cuyos propósitos no comprendían. 

Hacia mediados del verano los rusos mismos habían empezado a pensar en atajos que los condujeran a la victoria. 

El 12 de julio el mariscal Paskevich gobernador general de la Polonia rusa y comandante de las fuerzas rusas en Hungría, escribió al emperador. «Toda la guerra consiste en Gorgey. Permitidme ofrecerle un cohecho en vuestro nombre, digamos por caso, una pensión de cien mil rublos para él y su familia. De este modo podéis sustraeros a una guerra que habéis prometido librar hasta el fin y que no es posible abandonéis; porque, si lo hicierais antes de transcurrir medio año se estaría peleando desde Kamenets-Podolsk hasta el Vístula’”

No se sabe a ciencia cierta si algún dinero ruso cambió de manos, más, para principios de agosto Gorgey estaba ya negociando con el enemigo. El 13 de ese mes se rindió a los rusos en la ciudad de Vilagos.  En la heroica contienda había muerto el joven e ilustre poeta y patriota, Petofi.

Nicolás era demasiado astuto para no hacer esfuerzos obvios por explotar la victoria. Paskevich inmediatamente entregó sus prisioneros húngaros a las autoridades austriacas.

Fue un paso taimado, porque significaba que, mientras los rusos podían asignarse el crédito por la derrota militar de los nacionalistas húngaros, podían también evadir la responsabilidad de las represalias que eran inevitables. El comandante austríaco Haynau ya había adquirido una siniestra reputación de brutalidad en el trato infligido a los nacionalistas italianos. Tal parecía que en Hungría quería sobrepujarse a sí mismo.

CASTIGADOS 

Muchos líderes nacionalistas, entre ellos Kossuth, habían escapado a Turquía antes de la rendición, pero trece de sus generales depusieron las armas con Gorgey, y nueve de ellos fueron ahorcados. Los demás fueron convictos de haber cometido traición en menor grado, y fusilados. El conde Batthyány que había sido una figura política en la lucha armada, fue sentenciado a la horca. En un esfuerzo por escapar al patíbulo, Batthyány intentó degollarse. No logró privarse de la vida, pero se mutiló tan gravemente que no pudo ser conducido al cadalso. Fue fusilado. 

El arzobispo de Hungría fue recluido en el monasterio. Dos obispos, que se identificaron con la causa nacionalista, fueron sentenciados a veinte años de trabajos forzados. Un destacamento ruso que hizo causa común con los húngaros fue enviado bajo custodia a Minsk, donde se juzgó a los soldados en consejo de guerra y el capitán fue ahorcado. Una calle de Budapest todavía lleva su nombre. Las aldeas que dieran muestras de heroísmo en la resistencia fueron arrasadas. 

A los habitantes, hombres y mujeres por igual, se les condenaba a ser azotados públicamente. Les quemaron las casas, les confiscaron los bienes y dispersaron a sus familias, y se hizo todo esfuerzo posible para borrar su nombre de la historia. Gorgey solo quedó indemne.

Aún antes de que comenzara la lucha en Hungría, Kossuth había esperado conseguir el apoyo de otros países a su causa. Puso sus mayores esperanzas en la Gran Bretaña que, en el Año de las Revoluciones, fue el único gran país de Europa que permaneció inmune a la revolución. En la primavera de 1848 Kossuth había apelado a Lord Palmerston pidiéndole apoyo moral, por lo menos, y había rogado al gobierno británico que conviniese en intercambiar representaciones diplomáticas entre Pest y Londres. Pero Palmerston no quiso comprometerse. 

En noviembre Kossuth mandó un enviado especial a Londres con una carta describiendo en términos encendidos los beneficios que derivaría Britania cuando la industria y el comercio ingleses recibieran acceso a los mercados de una Hungría independiente. Palmerston se negó a recibir siquiera al enviado, y su subsecretario recomendó que cualesquiera comunicaciones sobre el comercio entre Gran Bretaña y Hungría se hicieran a través del embajador austríaco en Londres.

 Aún después de haber comenzado la intervención rusa, la actitud de Palmerston siguió invariable. En un despacho fechado el 12 de mayo de 1849 escribió: «Por mucho que el gobierno de Su Majestad lamente esta interferencia de Rusia, las causas que han conducido a ella y los efectos que pueda producir, no ha considerado, sin embargo, que la ocasión sea tal que en la actualidad exija una expresión formal de las opiniones de Gran Bretaña sobre el particular». 

El líder húngaro entre tanto continuaba sus solicitudes, habiendo escrito una vez más a Palmerston para expresarle la esperanza de que «Vuestra Excelencia, fiel a su política justa y liberal, no será indiferente a una infracción tal de la ley de las naciones, y que interpondrá la poderosa protesta de Gran Bretaña para impedirla». Kossuth respaldaba su llamado ofreciéndole a Britania un puerto libre en el Danubio a cambio de «una protesta armada de Inglaterra contra la intervención». Pero la Cancillería permaneció inconmovible.

A decir verdad, Palmerston no era tan empedernido como parecía. Él y sus colegas estaban indignados ante la intervención rusa, y admiraban el valor de los que combatían por la independencia de Hungría, pero no podían abandonar a Austria. Ésta, afirmaba Palmerston, era una necesidad europea. Sin Austria, se trastornaría el equilibrio de las potencias, y Gran Bretaña no tendría aliado seguro para ayudarla a desconcertar los designios de Rusia en Constantinopla.

Empero, si el secretario de Relaciones exteriores colocaba los intereses a largo plazo sobre los sentimientos del momento, muchos de sus compatriotas no hacían tal. En 1848 el inglés medio sabía poco de lo que estaba pasando en Hungría, pero cuando llegaron a Londres las nuevas de la intervención rusa, de la derrota militar de los húngaros, del juicio y suicidio frustrado de Batthyany y de las ejecuciones y azotainas que continuaron durante el otoño de 1849, protesta tras protesta llegaron a la Cancillería.

 Los sentimientos seguían aún inflamados cuando el comandante en jefe austríaco, mariscal de campo Haynau hizo una visita a Londres el año siguiente. Su programa incluía la inspección de una cervecería en el East End, donde un grupo de 

carretoneros cayó sobre él y lo agredió, escapando el mariscal apenas con vida.

Más al este, en Colonia, la guerra de independencia de Hungría era seguida de cerca por otro observador simpatizante: el colaborador de Marx, Federico Engels. Durante el invierno de 1848-49, Engels comentó con frecuencia los acontecimientos de Hungría en el periódico «Neue Rheinische Zeitung» y había de volver sobre el tema en más de una ocasión, mucho después de la derrota de los húngaros. 

Sus comentarios tienen un interés más que pasajero, porque los escritos de Marx y Engels sobre la Revolución europea de 1848, y sobre la revolución húngara que forma parte de aquella, son tema obligatorio para los estudiantes de historia y política de la Unión Soviética. 

Es probable que la mayoría de los líderes rusos de hoy los hayan estudiado, y que sus pensamientos sobre Hungría estén condicionados, consciente o inconsciente, por lo que dijera Engels. Es seguro que Stalin se hallaba familiarizado con los comentarios de Engels, porque sus propios pronunciamientos sobre Hungría son un eco de aquellos. Engels pagó tributo a la mayor madurez política de los polacos y los húngaros comparados con otros pueblos minoritarios, como eran ellos entonces, de la Europa central.

Hablando de Hungría en los veinte años anteriores a 1848 escribió: «En Hungría había una vida política más activa que en toda Alemania, y las formas feudales de la vieja constitución húngara eran mejor usadas en interés de la democracia que las formas más modernas de la constitución de la Alemania meridional.» Parecía considerar a Hungría clave de la 

fortaleza del absolutismo.

Si el pueblo húngaro hubiera salido victorioso, decía, «entonces todo el sistema de estados europeos 

orientales se habría venido al suelo.» Polonia habría obtenido su independencia, Alemania se habría unido en torno al centro revolucionario, y el zarismo ruso habría quedado aislado y habría perdido su influencia en la Europa occidental. 

En Rusia misma la noticia de la victoria en Hungría fue acogida con mezclados sentimientos. La corte, los ministros y los oficiales superiores del ejército se mostraban orondos de una faena bien hecha. Otros no estaban tan satisfechos. 

la censura en Rusia

La censura en Rusia, a la sazón, hacía imposible que se exteriorizaran libremente las opiniones en letras de molde o hasta de palabra en público; pero Nicolás Chernyshevsky, que había de emerger como líder de los radicales rusos después de 1860, escribió en su diario, en agosto de 1849, que para él la victoria sobre Hungría le resultaba ofensiva y odiosa. 

Los rusos que vivían en el exilio fueron más francos. El más elocuente de ellos, Alejandro Herzen, comenzaba su «Epílogo de 1849» con estas amargas palabras: «Maldición sobre ti, año de sangre y de locura, año en que la banalidad, la brutalidad y la torpeza han triunfado, maldición sobre ti. Desde el primer día hasta el último has sido un desastre. En ninguna parte del mundo has tenido un minuto brillante o una hora de paz… Desde Roma, que cayó ante un pueblo que traicionó a la humanidad, hasta Hungría, vendida al enemigo por un general que traicionó a su patria, todo en 1849 ha sido pecaminoso, horripilante y vil… Todo ha estado marcado con el sello de la execración.

«Y éste es sólo el primer paso, el comienzo, la introducción. Los años por venir serán más execrables aún, más salvajes y más viles.».

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