Los gastrónomos

Written by Libre Online

12 de diciembre de 2023

Por Eladio Secades  (1951)

El gastrónomo es un tipo que vive empeñado en demostrar que la digestión es un arte. Y la cocina una Academia de placeres internacionales. Un gastrónomo es un soñador de salsas. Que sostiene que se puede ser devoto del caldo gallego sin dejar de ser sentimental. El menú resulta la Carta Magna de los pueblos no oprimidos que quiere decir de los pueblos libres. Con el arsenal de la libertad en los restaurante.

Los caudillos son idealistas que piensan graduarse de gastrónomos. Los líderes de las muchedumbres engordan cuando ven arraigadas sus ideas. Entonces adelgazan las muchedumbres. Al hombre le gusta sembrar convicciones y que salgan garbanzos. El patriotismo más puro tiene alguna desviación que llega al mantel. 

Cada pueblo sustenta del correr un juicio distinto. El norteamericano va al restaurante como el que va a un apeadero. Traga, paga y sigue haciendo negocios. Conserva los alimentos en latas para demostrar que puede momificarse una punta de espárrago. Lo mismo que una diosa egipcia. 

Cuando el norteamericano llega al subway, ya olvidó el almuerzo. El subway es un gusano de acero que digiere gentes con prisa. En el subway siempre va un viejo leyendo él «Saturday evening post». Y una señora que no le importa que se le vean las piernas. Todos los pasajeros mastican chicle. Que es la cultura física de los maxilares. Y la escuela de hacer rumiantes por unanimidad. El norteamericano que en el subway no mastica chicle hace detrás de una pipa apagada un gesto de indiferencia. El fumador de pipa pone esa cara del que disimula.

New York es una confusión de Smiths que mecenizan el jugo gástrico. Cuando el Yankee quiere asociar el amor a la comida, se va a un restaurante típico. Cuanto más holandés, mejor. En el Restaurant típico hay poca luz y un violinista que se balancea en la cuerda floja del pentagrama, con zapatos de charol y pechera de frae. La mujer virtuosa que resista dos copas de vino y un vals de Strauss sin hacer la transfusión de la pintura de labios no ha nacido para amante, sino para madre de familia. Con porvenir de gorda esmerada en la educación de los niños. Lo difícil de la mujer en la senda del mal es dar el primer paso. Para eso, está la música de Strauss. La puesta de sol. En último caso se puede intentar regalándole un par de zapatos.

El español es un pueblo de sobremesa. Como para quedarse. Al español le gusta ingerir hasta perder las ganas de moverse. Después del postre, necesita la discusión de política. El amigo. El café. El puro y la guitarra. Contra las habas de pellejo duro, solo se conoce el bicarbonato y el canteyendo.

Los flamencos son filósofos del cordaje que se envanecen de conocer cuando el jamón serrano es legítimo. De que los flamencos sean tipos desconfiados, la culpa la tiene el jamón gallego. El verdadero flamenco debe hacer del llanto una juerga. Y decirle al cantar que todas las mujeres son malas. Vargas Vila fue un flamenco de la literatura. Escribió que cuando la vida es un martirio, el suicidio es un derecho. Sus lectores iban por el mundo con un ataúd bajo el brazo. Y se suicidaban en raptos de heroica cursilería. Colgándose en los inodoros. Como periódicos viejos. Él,  sin embargo, vivió 11 años con úlceras en el duodeno. Después de mandar tantos clientes a las casas de pompas fúnebres cuando le tocó a él, se agarró a la vida con criterio de macao. En las casas de pompas fúnebres Comprobamos que pocas cosas tienen tantos adornos metálicos como el ataúd de un rico.  Si acaso la puerta de alguna catedral. O el pecho de un militar de esos que no fueron a ninguna guerra.

Al español le gusta comer mucho y comer bien. El potaje es la médula del menú peninsular. Todo gira en torno al guiso fuerte. Cuando el español encuentra al amigo a quien había perdido de vista, lo invita a un almuerzo. Termina los agravios con una comida. En una comida terminan también los duelos entre caballeros españoles. Paga la gratitud al médico con una merienda al campo. Teniendo que cargar con toda la familia y una cesta.  

Los vizcaínos que con nosotros conviven, se pasan los días averiguando cuándo regresa el “Magallanes”. Porque entonces habrá buen bacalao. Ya pasó para los pelotaris aquella época de martirio en que tenían que hacer la travesía en un barco francés. Daban ganas de amotinar el pasaje. En urgente demanda de menos música y más comida. 

En los menús franceses hay platos que tienen nombres de libertadores, y postres que dan la sensación del título de una iglesia gótica. En París se puede pedir un bistec con la dulzura con que se pide un perfume. 

No hay en el mundo labios capaces de darle un poco de poesía al acto de encargarle al mezo un pote. O una olla con coles. Hay que abrirse el cuello. Ponerse en mangas de camisa. Y desatarse el cinturón. Hay que disponerse a una digestión de circo romano. 

Siempre que al restaurante nos acompaña una mujer nueva, (se llama mujer nueva aquella con la que no tenemos confianza y tenemos aspiraciones, y aunque además de ser mujer nueva, sea mujer vieja) fingimos una sensibilidad que en el fondo no poseemos. Para hacernos delicados, y decimos que solo vamos a pedir una cosita ligera. Aunque al mirar la cartulina del menú se nos vayan los ojos tras el renglón de comidas “aporreao” de tasajo. En esos lances dudamos de la riqueza infinita del idioma castellano. Que es dudar de la obra de don Ricardo León. Que vestía de domingo al lenguaje. Y adoramos la cocina francesa. Que tiene un «barduri Saint Germain», que al pronunciarlo, estirando el cuello, juntando las puntas de los dedos y poniendo los ojos en blanco, puede parecer hasta una declaración de amor. Y es una bárbara reacción de carnero. Camuflajeada con hojas de lechuga y con la arquitectura culinaria de pequeñas.

Cuando el cubano viaja,  un recuerdo agiganta su nostalgia: el buen café. La casa de café es el símbolo de nuestra hospitalidad.

Algunos restaurantes se sostienen a expensas de lo que un día quieren cambiar y no comen con la familia. Y entonces se refugian en el menú escrito por un empleado de la casa que sabe un poco de mecanografía. Uno de esos menús que tienen distintos precios para los turistas. El table d’hote,  empieza con un cóctel de frutas y termina con el flan pudín. Dos dulces. El cóctel de fruta es un postre que se come primero.  Nadie sabe por qué. Es el postre que arrancó en punta. El cóctel de frutas es tan barato,  porque la fruta bomba en pedacitos parece melocotón. 

Al restaurante también se va cuando quiere comerse junto a una mujer que no es la propia.  Que puede ser la ajena. Una de esas mujeres a quienes no les conviene que las vean. Y se lleva a los reservados. Donde al entrar siempre se llama la atención.  Los buenos camareros de los reservados tosen antes de empujar la puerta. Al menos hacen sonar los cubiertos. Son camareros con alma de dueños de hospedaje. A los reservados van mujeres serias. Pero, además de la servilleta y en el borde del vino deja manchas de Rouge en la camisa y en las solapas del  varón.  Honorabilidad de “ojo pinta”. Antes del vermouth se avisa al dependiente tocando el timbre. Después tocando palmas. Los que dan buenas propinas, le dicen que no vuelva hasta que le avise. El camarero no vuelve, pero siempre hay un intruso que por equivocación entreabre la puerta y asoma la cabeza. Pide que lo perdonen porque creía que estaba vacío. Comer en los reservados cuesta más.  Es que se paga el aislamiento. La cuenta se tiene en un plato. Con los números para abajo. El susto de voltear el papel lo hace menos penoso. Al salir se tropieza con unos choferes. Con un billete que dice en lo que empieza y en lo que termina y lo que suma.  Y es el trovador ambulante que alarga la mano con el sombrero. Queriendo hacer efectivo un tango.

El menú es el restaurant lo que programa al teatro. Un inventario de lo que hay entre bastidores, ensalada de pollo es el óleo en un plato. Cerca de la ensalada de pollo, siempre hay un mosaico de museo. La paella es un congrio internacional de todos los animales de mar y tierra. 

El lechón asado es la autopsia pasada por el horno. El lechón pinta la psicología del criollo. Los guajiros de todos los países cuando tienen un lechón,  los ceban y lo cuidan para hacer manteca y chorizos.  

El guajiro cubano cuando tiene un lechón lo mata para dar una fiesta. Al día siguiente deplora el estado de abandono del campesino. El muchacho que toca él drumm en el jazz-Band con los dos palitos recuerda el almuerzo del chino. Como la telefonista manipulando tantas gomas en la pizarra, parece que está comiendo macarrones. 

Los que han viajado mucho creen que saben comer mejor. Porque han estado en Múnich, aprendiendo a tomar cerveza. Un bock de cerveza es un enano que suda. Los alemanes descubrieron esas butifarras que dan ganas de tomar cerveza, de pelearse con la cero y de echar barriga.

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