Donna Hedges, una respetada escritora, nos dejó entre sus muchos pensamientos éste, que con gusto citamos: “Tener un lugar para ir es un hogar. Tener a quienes amar es una familia. Tener a ambos es una bendición”.
Recuerdo desde mi adolescencia un himno que se cantaba en la iglesia a la que asistía. Han pasado muchos años, y todavía, cada vez que escucho ese himno se me humedecen los ojos plenos de nostalgia:
“Hogar de mis recuerdos, a ti volver anhelo,
No hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar.
Posara yo en palacios, corriendo el mundo entero.
A todos yo prefiero mi hogar, mi dulce hogar”.
“Más quiero que placeres que brinda tierra extraña,
Volver quiero a la cabaña de mi tranquilo hogar.
Allí mis pajarillos me alegran con sus cantos,
Allí con mil encantos está la dulce paz”.
Hoy me pregunto qué le ha pasado a nuestros hogares. Han cambiado los tiempos, la sociedad es diferente, secularizada, con la oprobiosa tesis de que la moral es relativa y absurdos los principios religiosos.
En medio de esta turbulenta realidad se ha ido desmoronando nuestra recta concepción de lo que es el hogar. Debemos, los que todavía creemos en la santidad de la familia, luchar contra los peligros que atentan contra la estabilidad de nuestros hogares. Hay muchos; pero voy a mencionar en esta ocasión los que considero los más comunes.
Lo primero es el falso concepto de que los valores morales y espirituales son relativos, y que cada cual debe adoptar su propio ideario. Esa posición debilita la unidad y la autoridad hogareña.
Permitir que un adolescente crea que tiene derecho a usar drogas porque otros lo hacen o dejar que imponga su independencia en el seno de la familia es una actitud potencialmente nociva.
Los padres tienen que establecer normas de conducta y están en el deber de comunicarse con sus hijos de forma edificante y cordial. La familia no puede ser un grupo de personas que viven cada una por su rumbo y con sus costumbres.
Un hogar no es una procesión, es una congregación. Cada uno por su lado es un desfile, no una comunión. Se salva el hogar cuando todos sus miembros se comunican, se relacionan, se hablan y hacen planes unidos y participan de una vida de armonía y cercanía.
Un problema contemporáneo es el de romper la convivencia dentro del marco familiar. Hemos sido testigos de un cuadro común: cinco personas alrededor de la mesa. La madre hablando por el celular con una amiga y el padre, en el suyo, hablando con un compañero de trabajo; los hijos, cada uno, enviando mensajes de texto. Todos hablando con la boca llena e ignorándose uno al otro. Eso sucede, incluso en los restaurantes. Hemos visto a niños de pocos años entretenidos con una tableta, sin que los padres le presten atención.
En el seno de la familia el televisor es un aparato individual. Mamá se deja llevar por las fantasías de una novela, el padre atento al noticiero o a una película de acción, y los niños, arrinconados hurgando en sus aparatos electrónicos. Se pierde el gozo de la conversación, el privilegio de la cercanía emocional y afectiva. ¡Eso no es un hogar!. Recuerdo la frase de Thomas Jefferson: “los momentos más felices de mi vida han sido aquellos que he disfrutado en mi hogar en el seno de mi familia”. ¿Cuántos de nosotros pudiéramos hoy repetir palabras como esas?
Es preocupante el hecho de que los enemigos del hogar estén precisamente dentro del hogar.
Además de los que hemos mencionados es muy importante que analicemos el comportamiento de los adultos en el seno de la familia. Los padres que consumen bebidas alcohólicas y fuman en presencia de sus menores les están impartiendo un ejemplo perjudicial.
Las discusiones entre cónyuges con palabras ofensivas y actitudes violentas son lecciones que los niños aprenden y después insertan en sus conductas de adultos. El hogar tiene que ser un templo, en el que la blasfemia, la pornografía, el vicio y la violencia no hallen nunca espacio.
Muchos creen que en nuestra época la religión es inoperante; pero ciertamente es necesario que en el hogar haya una palpable presencia de Dios. Ir a la Iglesia, celebrar devocionales familiares, tener motivos para orar, son factores que determinan la calidad del hogar.
Tengamos en cuenta lo que dijo la escritora Cristina Berardo: “si a Cristo se le mantiene afuera es porque algo anda mal dentro”. Es triste que tengamos mejores casas y más deteriorados hogares. Una casa es cemento, arena, pintura, lujo y comodidades. Un hogar es amor, unión, respeto, limpieza y bendición. Unir ambas cosas es la culminación de la felicidad.
Hace muchos años el fuego destruyó la casa de una familia. Uno de los vecinos trató de consolar al hijo de siete años de esa familia, diciéndole: “Jorgito, es una pena que se haya quemado tu hogar”. Jorgito pensó por un instante y dijo: “ése no era nuestro hogar, sólo era nuestra casa. Todavía tenemos un hogar, sólo que ahora mismo no tenemos donde ponerlo”.
Es curioso que aseguremos nuestras propiedades contra robos, incendios, ciclones, accidentes y terremotos; pero que al mismo tiempo estemos desarmados y carezcamos de protección ante los peligros espirituales y morales que nos asedian.
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