LOS DUEÑOS DE LA VICTORIA

Written by Rev. Martin Añorga

15 de noviembre de 2022

No se trata de una enfermedad como la depresión, no es un problema de matiz romántico como la melancolía; pero evidentemente que el desánimo nos angustia, nos desarma y nos hace susceptibles de males mayores.

¿Quién no ha tenido sus momentos de desánimo? Creo que de esa experiencia nadie ha quedado exento en las circunstancias de su vida.

Moisés, el gran caudillo de Israel recibió en cierta oportunidad esta orden de marcha de parte de Dios: “anímate y esfuérzate”. El héroe bíblico había recibido reacciones ingratas de su pueblo, se enfrentó a deslealtades religiosas y llegó a perder el control de sus propias emociones. En un estado de abatimiento creyó que sus esfuerzos estaban destinados al fracaso. Perdió la noción de que la tierra prometida era problema de Dios y no de él. ¡Estaba desanimado!

A Josué, el sucesor de Moisés, Dios tuvo que apuntalarle el ánimo reiterándole el respaldo de su constante compañía. Para el joven militar la tarea que le impusieron sobrepasaba su habilidad para asumirla. Al igual que nos hubiera sucedido a nosotros, el desánimo se apoderó de Josué.

El rey Saúl, el primero en la historia de la dinastía hebrea, en los días finales de su mandato sufrió un desánimo tal que lo condujo a un estado de peligrosa depresión. En el caso de este rey la falta de ánimo para emprender sus tareas fue el preludio de una larga enfermedad mental que le llevó al suicidio. En la mayoría de nosotros no sucede así; pero no debemos perder de vista que el desánimo establecido como norma o costumbre conlleva males mayores muy difíciles de resolver.

Después de la última cena pascual con sus apóstoles Jesús se enfrentó a la traición de Judas, la deslealtad cobarde de Pedro, la deserción defraudadora de sus amigos más cercanos, la duda de Tomás y la incomprensión de los grandes líderes religiosos de su propio pueblo. Estas abrumadoras experiencias le quebrantaron el ánimo, de lo cual da fe su oración en el huerto de Getsemaní cuando le rogó a Dios que si esa era su voluntad le apartara de los labios la copa de dolor que estaba esperándolo. De todos es sabido que se levantó de la inmensa piedra sobre la que había recostado su cabeza y asumió el cáliz amargo de su suplicio, no dependiendo a solas del ánimo que puede arraigarse en el carácter de un visionario, sino compelido por la voluntad de su Padre y comprometido con el propósito sacrosanto de su muerte, que no era otro que el de abrir para los pecadores el bendito camino de la redención.

Recordamos que Jesús lloró ante la muerte de su amigo Lázaro, se entristeció con el rechazo del joven rico y se lamentó, desde el pináculo de un monte, de la arrogancia religiosa de su amada ciudad de Jerusalén. No queremos dar la impresión de que nos atrevemos irreverentemente a disminuir la entereza de Jesús como Hijo de Dios. Todo lo contrario, lo que queremos afirmar es que Jesús ha vivido antes que nosotros, nuestras mismas experiencias y que entiende nuestro desánimo porque en los años de su ministerio terrenal también lo sufrió intensamente. Ni aún Jesús estuvo libre de ese trámite humano.

Lo interesante es que en los incidentes que hemos mencionado hubo siempre un final feliz. La tierra prometida se logró, y aunque Moisés no tuvo el privilegio de poner sus pies en el espacio de la conquista, siempre se le reconocerá como el  maravilloso precursor, el gran amigo de Dios, al decir bíblico.  En el caso de Josué, el joven batallador consiguió el difícil milagro de la consolidación de las dispersas tribus israelitas para sentar los cimientos de una poderosa nación, y el rey Saúl se ha consagrado en la historia como el hombre que culminó la gran transición de un gobierno disperso a una monarquía de perfil teocrático.

El ejemplo de Jesús es único, pues solamente Él ha sido capaz de convertir el símbolo denigrante de la cruz en el escenario luminoso de una tumba definitivamente abierta.

¿Y qué de nuestro desánimo? ¿Seremos víctimas resignadas a vivir sin ilusiones, esperanzas o propósitos?

El desánimo empieza con un sentimiento de inferioridad, con un decaimiento de la fuerza de voluntad y con un espíritu silenciosamente apagado. Nos hace creer que valemos menos de lo que realmente valemos, y nos coloca como indefensos ante los retos normales de la vida. Pero tiene remedio. Y no en sedantes que recetan los siquiatras ni en largos tratamientos que proponen los consejeros.. El desánimo es probablemente uno de los pocos males que se curan desde adentro.

La fe es el elemento regenerador del ánimo personal. No hay otra fuerza como la de la fe, que “mueve montañas”, le trastorna los destinos a la historia, y cambia en gloria  de resurrección el impío suplicio del Calvario.

Antes de concluir, quiero añadir una nota personal. Yo también he sido – y soy – víctima del desánimo. A veces he creído que no vale la pena la inversión de amor y sacrificio que conlleva el trabajo. En momentos dados he mirado a la vida, en su altura, con el miedo del que vive abajo, y sin alas para trepar. He sentido en ocasiones, que persigo imposibles que en su alejamiento de mis manos, me llenan de rabiosa decepción. Pero desde el hueco oscuro de mi desánimo le reclamo a Dios una pizca de fe. La fe no tiene que ser grande. Conque sea pequeña como una semilla de mostaza, basta.

La fe que Dios me ha regalado, no la mía, la que de un corazón asustado brota endeble y difusa; pero la que Él me da, la fe limpia, fuerte, airosa, la que levanta y sostiene, ésa es la que me hala del rincón solitario y me lleva a los albores de la conquista.

¿Eres víctima del desánimo? Levanta tu vista a Dios, que de Él viene la ayuda. El desánimo no es una cobardía punible ni un acto ofensivo de desconfianza;  el desánimo es una oportunidad que la vida te da, para que le exijas a Dios la fe que te hace falta para que emprendas rutas de crecimiento, desarrollo y felicidad.

Una corona de espinas no es más que una corona de rosas cuyas rosas han caído. Verdaderamente nuestro ánimo depende más de lo que somos que de lo que nos sucede. Los cubanos que se sienten desanimados por permanecer en el destierro, cuando lo que ansían es regresar a la patria no olvidada, deben meditar en que “uno no lleva la patria en la suela de sus zapatos”. Una vieja oración puede ayudarnos a superar nuestro desánimo: “podéis arrancar al hombre de su país; pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”.

Somos los que estamos abatidos, los necesitados y confundidos, los pobres de espíritu, los que estamos en la mejor posición para descubrir los secretos de la victoria que para nosotros tiene preparada Dios.

El desánimo es una derrota, y Cuba, y la vida, nos necesita con espíritu de vencedores.

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