Por un pedregoso camino que conduce a Jerusalén, un burrito galopa orgulloso, a su paso se tienden flores y alfombras y la gente lo recibe con alabanzas y exclamaciones. El burrito debiera asustarse y saltar despavorido por encima de todos, pues nunca antes había llevado sobre su lomo el peso de una carga humana; pero conservaba su trote marcial, el hocico empinado y el porte distinguido: ¡claro, llevaba sobre sí a un Rey!.
Una higuera frondosa y altiva se erguía a un recodo del camino. Era bella como una quinceañera y adornada estaba como si anduviera de fiesta; pero de pronto su verdor palideció, sus ramas temblaron de frío, y con hojas que de pronto marchitaron y adornos que de súbito envejecieron, cayó muerta en la tierra: ¡claro, era una higuera que cerró sus entrañas, negándole sus frutos a un Rey!.
Era una tarde de prisas y de regateos. Los comerciantes, unos cambiaban monedas, otros vendían palomas, y hasta había los que vendían hermosas y retozonas ovejitas. Era en el patio del templo, y desde las torres ojos secretos miraban con tristeza como los hombres se olvidaban de Dios, regando los sagrados atrios de avaricia, extorsión y blasfemias. De pronto, la tierra se queja, las tiendas se desbaratan, corren los traficantes, se asustan los animales y hasta parecen aplaudir las viejas torres silentes, ¡claro, estaban usurpando los hombres malos la autoridad del Rey, y el Rey se rebeló!
Los que se creían religiosos y los que en nombre de Dios se vestían de poder, interceptaron en su camino al profeta que odiaban. A preguntas lo acosaban, y sobre su rostro empinaban el índice acusatorio; pero el profeta no se defendía. Quizás fue su mirada o el convincente tono de su voz; pero lo cierto es que los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo, ante el profeta que despreciaban, bajaron sus cabezas, dejaron el espacio abierto y se dispersaron calladamente. ¡Claro, quisieron discutir con un Rey, y la grandeza del Rey prevaleció!
En medio del bullicio callejero tronó la voz del mensajero. Hablaba de obediencia, de rectificaciones y perdones. Algunos ignoraban su prédica y continuaban sus sendas tortuosas hacia la sima de la nada; otros detenían el paso, bajaban de sus hombros las cargas y se bebían las palabras del Maestro saciando la sed de eternidad que les atormentaba el corazón. ¡Claro, era el Rey el que hablaba!
Seres hay que dudan y tienen vacío el pecho de fe. Hay los que culpan de todo al Dios en quien no creen y están los que buscan contradicciones, razonamientos contaminados y argumentos maliciosos con el estéril propósito de ridiculizar al Hijo de Dios. Bajo la sombra cordial del viejo Templo, un grupo de arrogantes fariseos quiso poner a prueba la sabiduría de Jesús, “¿Cuál es el más grande mandamiento de la ley?”, preguntó uno de ellos, disimulando con cinismo el esbozo de una maliciosa sonrisa. “¡El amor!” -proclamó el profeta -, “¡El amor!”. Los fariseos sintieron en el rostro la herida de una bofetada: ¡los que se dedican a odiar se olvidan del placer de amar! ¡Claro, querían empequeñecer al Rey, y el Rey se hizo grande ante la innoble pequeñez de sus opositores!
La noche venía encadenando las claridades del día, y desde la altura de un monte el Señor de señores contemplaba las mortecinas y nerviosas luces de la ciudad que se entregaba al sueño. Aquella ciudad que tenía collares de siglos de historia, que debía saber de Dios más que todos los hombres del mundo, se entregaba plácida y desprevenida al descanso. En medio del silencio, lanzada a los cuatro vientos, se oyó la noble voz de Dios: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas y no quisiste!”. ¡Claro, era el Rey que traía la libertad y se lamentaba ante los que preferían vivir en sus cadenas!
El frío de la madrugada hería como una navaja afilada; pero en medio de las sombras un hombre taciturno y sereno apoyaba sobre una piedra inmensa el peso de su rostro santo. Era en Getsemaní y aquel hombre oraba por los que habían callado y velaba por los que habían dormido. Tanto era su ferviente devoción que el sudor se desprendía de su frente, rojo como gotas de sangre. Un ángel se apareció rompiendo las brumas y desbordando de luz el perfil de aquel hombre, le entregó sus dones de valentía, heroicidad y sacrificio. ¡Claro, el que oraba era el Rey, y el cielo le sirvió de trono y los horizontes del mundo se doblegaron ante su paso de conquistador!
Un libertino oficial romano, vicioso de elogios, corrompido de falso poder y altanero como una torre de humo, pretendió juzgar al Hijo de Dios. Se dio cuenta de su incompetencia y con frivolidad palaciega quiso huirse de sus responsabilidades; pero era, como todos los injustos, despreciadamente cobarde. Y terminó entregando a Jesús a las fauces cruentas de la cruz. Se lavó las manos al tiempo en que se le manchaban las entrañas del color de la sangre inocente. El Mesías juzgado se llevó la sentencia a cuestas; sabiendo que la muerte era impotente para subyugarlo, ¡Claro, era el Rey de reyes, el Hijo de Dios, y su poder, y su gloria y su honra están mucho más allá del alcance mezquino de los hombres!.
Parecía ser su amigo, se vistió de seguidor; pero estaba contaminado de traición. Quizás fue la envidia, o tal vez la avaricia propia de un usurero, pudo haber sido un veneno congénito que le llenó de podredumbre el corazón; pero sea lo que fuere, el hecho doloroso es que Judas traicionó a Jesús. Lo traicionó por treinta miserables monedas de plata que después arrojó avergonzado a los caprichos del viento. Triste epílogo en la vida de Jesús; pero más triste aún que Judas siga teniendo imitadores. Lo que no supo Judas, porque la soga que amarró a su cuello le selló sus ojos para siempre, fue que Jesús venció los mil cerrojos del sepulcro y se irguió de vida sobre los escombros de la muerte vencida. ¡Claro, era el Rey de la eternidad, y un Rey como Él, que es Dios, ni se cae ante los dolores ni sucumbe ante la muerte!
Desde el Domingo de Ramos, donde los aplausos eran la ofrenda, hasta la hora del cruento Calvario, donde ofrendas fueron las espinas y los agravios, hemos recorrido, quizás a saltos, los días finales de Jesús.
Ahora, la hora es nuestra. O lo rechazamos o lo recibimos.
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