Lincoln, el presidente mártir

Written by Libre Online

7 de noviembre de 2023

Por Emma Pérez (1959)

Hoy le ofrezco a Abraham  Lincoln.  Aquel que defendió la causa de un pueblo y de todos los pueblos.

Aquel, iluminador de las profundidades de las conciencias libres. 

Aquella grandeza sobre la tierra.

Aquella lucidez contra las aberraciones de millones.

Aquella figura rara y pura.

Aquel mensajero de fe… aquella responsabilidad apasionada para con la justicia… aquella acción creadora.

Aquella incorruptibilidad de diamante… aquella niebla del sueño… aquel acero de la acción. Aquel humanismo (el más amplio del mundo, según Tolstoi).

Aquella insistencia en la convicción… aquella conciencia insobornable… aquella compasión desgarradora para los desdichados…  aquella idea de las ideas: la de la humanidad.

Aquel guardián de las libertades del hombre… aquella voz de la justicia imperturbable para consuelo de miles y millones de almas. . . aquellas explosiones de cólera que se inflamaban únicamente en presencia de la crueldad y la injusticia… Aquel éxtasis de la bondad.

Aquel que sólo conoció dos clases de hombres: los que sufren y los que causan los padecimientos.

Aquel que señaló en la noche tormentosa la estrella polar inmutablemente fija… Aquel asesinado en Viernes Santo… Aquel bebedor de la más colmada y ardiente copa de sacrificio que jamás tocara los labios de un héroe o un mártir. 

Aquel profeta alto, valiente y melancólico… Aquel hombre que contó siempre con lo imprevisible, dentro de su creencia, más amplia, en que el Destino era inexorable… Aquel amigo leal de todos los que luchan y sufren… Aquel otro Abraham —como el bíblico— a quien le fue exigido el sacrificio de  sus hijos… Aquel descubridor de que el amor esencial del hombre tiene que ser el fundamento de todos los credos… “Aquel que no bien puso su pie ancho de leñador en Casa de las Leyes, acusó con nobles voces de justicia la guerra que el presidente Polk, hombre del Sur, movía interesadamente contra México”. (Martí).

Hoy, le ofrendo a Abraham Lincoln.

Aquel “sacerdote en templo abierto de los hombres libres” (Martí)… Aquel libre abogado de los caminos, aquel taciturno pero a la vez alegre compañero de los humildes, aquel amplio espíritu tolerante que abarcó el universo y que pudo decir: “Así como no quiero ser esclavo, tampoco quiero ser amo”.

Le ofrendo al temerario soñador que vislumbró su destino al trasponer la adolescencia y que tuvo el coraje de perseguirlo hasta el final contra las injurias, la maldad, la acechanza y la muerte.

Le ofrendo al guerrero amante de la paz y al terrible luchador por principio.

Le ofrendo al que no quiso juzgar para no ser juzgado. Al que todos los hombres y mujeres del mundo nombran con ternura.

Reciba a Abraham Lincoln.

Aquel gigante libre y consciente en una época esclava y confusa. Aquella ilusión en unos hombres más felices y limpios. Aquellos discursos de la unión, aquellos manifiestos de la fraternidad.

Aquella conciencia combatiente. Aquella grandeza humana rodeada de sencillez y de infantil rectitud… Aquella suavidad enérgica… “Aquel hombre natural, aquella alma grande y dulce, aquella poderosa estrella muerta del Oeste, aquel Abraham Lincoln”… (Martí.)

“¡Alabanza! ¡Alabanza! ¡Alabanza!”. 

(Walt Whitman).

Sí. había “tormenta sobre la tierra”. La razón humana parecía impotente contra la furia elemental. Parecía, pero ¿podía serlo? Nunca lo es. La razón es una potencia indestructible. Avanzando, lento y zancudo, sin detenerse, largo y triste, el abogado errante, el padre de hombres, se acercaba al centro del furor. Había dejado el bosque, leñador pálido, decidido a no destruir ya árboles, sino injusticias. Nada, mientras él fuera imprescindible, podría anularlo. Verdad es que tampoco lo reconocieron. Aunque la Naturaleza había impuesto en toda su figura la insignia del poder, pocos, durante mucho tiempo, llegaron a notarlo.

“Cuando el verdadero Predestinado Llega, ¿cómo podríamos reconocerlo?, ¿qué nos aclararía su presencia?, ¿sus gestos, su lenguaje, sus vestidos?

Actúa como los demás hombres, aunque algo extrañamente,

¿cómo podríamos, los que no tenemos grandeza, percatarnos rápidamente de la suya?”

Richard Watson Gilder

No, al gigantesco e invencible guardián de la libertad del hombre, no lo sospechaban. Estrecho de hombros, había tomado ya sobre ellos el destino de su pueblo y de todos los pueblos, sin que aún se hubieran alarmado por su existencia. Siempre es un solo genio y un creyente el que da forma a la historia, pero cuando se le viene a reconocer, ya ha hecho su oficio. ¡Cuando se le viene a reconocer —y a asesinar— ya ha realizado su tarea!

Allá va Lincoln, solitario a través del anonimato, sin ayuda, sin nadie que lo anime, sin una acogedora luz que le sirva de guía. Todo —¡menos su voluntad terrible! — indica que tendrá que fracasar. Con la espalda encorvada, con la mirada brillante, allá va el Elegido. Y los descreídos lo señalan con su burla y su risa. El camina en silencio. ¡El aterrador silencio de un espíritu libre en medio de un tumulto de esclavos! Pero todo intenso pensamiento se convierte en acción. Y lo que pensaba intensamente el padre de hombres era nada menos que esto: “El odio se disipará, los pueblos se conocerán y se amarán y llegará la nueva aurora”.

—Ahí va el viejo Lincoln, decían los vecinos.

Cuarenta años tenía y llevaba de su ancha mano al más pequeño de sus hijos, pero ya le decían “el Viejo”. En realidad, ¿tuvo juventud? ¿tuvo siquiera infancia?

Su voz pura callaba siempre que se hablaba de su niñez. Allí había un misterio. Entre desmesurados horizontes, al aire libre, a la inmensa intemperie, la infancia de Lincoln escondía el secreto de una pena que asomaba a su cara en cuanto cesaba de bromear, de hacer cuentos vulgares, de alborotar. O el increíble escándalo de Lincoln, rodeado de hombres rudos y elementales que celebraban sus historias chistosas, o aquella cara melancólica donde las arrugas prematuras eran tan hondas como heridas.

Hemos visto mucho en el cine las imágenes de aquellos tiempos. Los hombres marchaban hacia el Oeste con sus mujeres y sus hijos. En interminables procesiones, desfilaban las carretas hacia la tierra de promisión. El Gobierno les vendía lotes a los colonos mediante el plan de pagos a plazos. Las cabañas eran de troncos. Algunas, las más acomodadas, tenían pisos de tablas. No así la de Tom Lincoln, que nunca prosperó como sus hermanos. La cabaña de Tomás Lincoln tenía el piso de tierra. Y papeles en las ventanas. Allí vivía con su primera mujer, Nancy. La había desposado en un lugar tumultuosamente peligroso que se llamaba “la frontera”. Nómada como tenía la sangre, Tomás Lincoln se había hecho seguir por ella a través de varias emigraciones hasta la aldea de Gentryville. Allí vivieron con sus hijos Sara y Abraham. éste, el más pequeño, nombrado así en recuerdo del abuelo paterno, asesinado por los indios. La primera tortura que martirizó al niño —quien llegaría a convertirse en el Respondedor de las más fundamentales preguntas de todos los hombres— fue: “¿Por qué mi madre, la dulce Nancy, tiene la mirada tan triste?”  Tardaría en descubrirlo. El heredero de aquellos ojos hundidos de secreto dolor no supo.

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