Si grandes penas padeció el Apóstol en las dolorosas soledades del destierro, fueron en parte compensadas con las alegrías que le proporcionaron las distintas visitas a Nueva York de su mujer y su hijo.
El tiempo que pasó allí con su padre, al que pudo llevar con el producto de la traducción del libro de Lógica, y más tarde, ya fallecido Don Mariano, con la llegada de su madre, que encontró “hermosa y con el alma ya entrada en majestad”, y a quien los cubanos festejaron con velada familiar, organizada por Enrique Trujillo, director de “El Porvenir”. Entre otros atractivos literarios y musicales, le dedicaron el danzón “La Leonera”, y los poetas Diego Vicente Tejera y Francisco Sellén leyeron versos en su honor.
Pero cuando la esposa y el hijo no volvieron más, su desolación, “su inacabable pena que muerde y muerde”, no tuvo mejor consuelo que el silencio pudoroso del verso:
“Yo he visto morir a un hombre
con el puñal al costado
sin decir jamás el nombre
de aquella que lo ha matado.
Hay montes, y hay que subir
los montes altos: después,
veremos alma quién es
quien te me ha puesto a morir”.
Y aparece en el horizonte del
triste, como una luz de esperanza.
Cuando Martí va a Venezuela, después de fracasada la “Guerra Chiquita”, en la añoranza del hogar lejano, se evade del dolor escribiendo “Ismaelillo”, libro de versos- “riachuelos que han pasado por su corazón”-dedicados a su hijo.
Los temores que sintió en Madrid fueron un aumento en esta nueva separación, y le parece como un sueño recordar lo que dijo a su amigo Mercado con respecto a su matrimonio.
“Casándome con una mujer, haría una locura. Casándome con Carmen, aseguro nuestra más querida paz, -lo que a menudo no se entiende, -la de nuestras pasiones espirituales.”
Así, “espantado de todo”, se refugia en su hijo, escribiéndole un libro de versos, porque tiene fe en la utilidad de la virtud, en la vida futura, en el mejoramiento humano y en su hijo: principios que pueden considerarse rectores de su vida egregia.
De su nostalgia, vienen estos versos, como arroyos desertando:
“Yo sueño con los ojos
abiertos, y de día
y noche siempre sueño.
Y sobre las espumas
del ancho mar revuelto,
y por entre las crespas
arenas del desierto,
y del león pujante,
monarca de mi pecho,
montado alegremente
sobre el sumiso cuello,
un niño que me llama
flotando siempre veo.”
Al enviar un ejemplar a Don Nicolás Domínguez Cowan, su gran amigo cubano que no lo dejó “salir de México triste y pobre”, en la carta le dice que “va por fin “Ismaelillo”, que solo no le había mandado por ser mío. Me lo hizo imprimir un mal amigo y aún tengo toda la edición en mis cajones. Para venderlo no está hecho: esas son cosas del alma; y para regalarlo ¿a quién, sino a los que como usted, conozcan bien el recodo íntimo en que nacen esas flores?”
No tituló el libro con el nombre de su hijo, José, sino con el de Ismael, que es símbolo de entereza en el sufrimiento y reflejo de la propia existencia del autor, que, “vasallo de su rey desnudo, blanco y rollizo”, así le previene contra el rey amarillo de los hombres:
“Los persas tienen
un rey sombrío;
los hunos foscos
un rey altivo;
un rey ameno
tienen los íberos;
rey tiene el hombre,
rey amarillo:
¡mal van los hombres
con su dominio!
Mas yo vasallo
de otro rey vivo,
un rey desnudo,
blanco y rollizo;
su cetro -un beso.
Mi premio, -un mimo!
¡Oh! cual los áureos
reyes divinos.
De tierras muertas,
de pueblos idos-
-¡Cuando te vayas,
llévame, hijo!-
Toca en mi frente
tu cetro omnímodo;
úngeme siervo,
siervo sumiso:
¡no he de cansarme
de verme ungido!
¡Lealtad te juro,
mi reyecillo!
Sea mi espalda
pavés de mi hijo;
pasa en mis hombros
el mar sombrío;
muera al ponerte
en tierra vivo:
mas si amar piensas
el amarillo
rey de los hombres,
¡muere conmigo!
¿Vivir impuro?
¡No vivas, hijo!
Asombra la diversidad de recursos del autor de “Ismaelillo”. La sutileza conque va de una a otra idea y la airosa superación de todos los escollos sintaxicos. Nada es estridente; imaginación a la altura de los cotidiano y sencillo, sin que caiga en sentimentalismos pueriles ni la alta idea ni la gracia original del poeta, que se adelanta a todo juicio que se pueda hacer de su obra, en las palabras de la dedicatoria: “Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así”.
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