(Parte XIV de XX)
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
En el primer mes de relaciones todo sucedió como un cuento de hadas. Gastón era caballeroso, afable y educado. Como prueba de amor me regaló el revólver inglés, que ya conoces. Pero a poco su verdadera personalidad comenzó a surgir. Una tarde papá me hizo ir a su despacho y me narró la historia del bisabuelo Adelardo; Don Maximino, Puertas Abiertas, las macuquinas de oro, los lingotes y todo lo demás, sin soslayar nuestro origen racial y económico. Asombrada lo interpelé: ¿Por qué ahora me cuentas? Porque en nuestra familia llega un momento en el que a los hijos mayores, en mi caso eres primogénita e hija única, con juramento de secreto, se les informa del entonces y el ahora. ¿Por qué hoy…?, insistí. Porque, precisamente hace unas horas el sinvergüenza de tu novio vino a exigirme dinero a cambio de silencio y contraer matrimonio contigo. ¿Silencio de qué…? Si no le doy las monedas que pide, públicamente romperá el compromiso alegando que eres una mestiza que pretende pasar por blanca.
Esa misma noche, cuando Gastón vino a visitarme finalicé la relación y lo despedí con un chorro de insultos. Como estaba en casa y temía a padre en silencio, pero rabioso, se retiró. Pronto, alimentadas por él comenzaron las habladurías. Chismes que, por las riquezas de mi padre, nadie osaba divulgar a viva voz, y menos hacernos blanco de exclusiones sociales.
Pasaron las semanas y en un baile de caridad coincidí con Gastón. Al verlo, mantuve distancia, pero él, que estaba pasado de tragos, se me encimó y gritó, para que nadie dejase de escucharlo: ¡Eres una cuarterona de mierda…!
La humillación que sentí, aun en el presente, sigue siendo indescriptible. La ira me estrujó el alma y solo pensé en destruir al ofensor. Entonces, recordé que por capricho y coquetería, desde que él me lo obsequió, siempre que salía fuera de casa, en el bolso de mano, llevaba el arma pequeña. Llena de cólera acorté la distancia que nos separaba. Su aliento aguardentoso me quemó el rostro y se hizo parte de la respiración. Recuerdo… vagamente, saqué el revólver. Apoyé el cañón en su frente; sonó un estampido y él cayó a mis pies. Envuelta en aliento a pólvora y humo de disparo quedé inmóvil; vacía de pensamientos.
Los acontecimientos siguientes, para mí, ocurrieron con vertiginosidad de sueños. Fui detenida y llevada a la cárcel municipal, pero por gestiones del cura párroco, a instancias de mi padre, horas después, siempre bajo custodia militar, se me alojó en la iglesia.
A horas de ocurrida la desgracia, mi padre comenzó a mover dinero e influencias para tratar de beneficiarme. Sin embargo, la familia de Gastón, aunque no poseía la riqueza de la mía, tenía un ilustre apellido francés y alardeaba de estar emparentada con un tal duque de Lavalette, del que en vida, decían ellos, había sido persona importante en la corte del rey Luis XIV.
Dadas estas circunstancias y la oportuna discriminación racial, las autoridades, bajo cuerdas, se alinearon con los Lavalette, no quedándole a mi padre otro recurso que no fuese el soborno. Repartiendo fuertes sumas de dinero, logró que altas autoridades locales, en contubernio con el cura, preparasen mi fuga. Ya evadida, en la bahía de Santiago de Cuba tomé un velero, previamente contratado, de traficantes jamaiquinos. No más llegar a Kingston embarqué, rumbo a Inglaterra, en un barco mercante.
En Londres me esperaba un discreto agente comercial, amigo de mi padre, el cual me proporcionó una identidad nueva y puso, en un banco local, una pequeña fortuna en libras esterlinas a nombre de Isabelle Leroy, joven de nacionalidad francesa, nacida en la isla Martinica. Sin preocupaciones económicas y hablando el idioma con fluidez me dediqué, esperando que las cosas mejorasen en Santiago de Cuba, a estudiar arte e historia. También, viajé, conocí el interior del país e hice amigos.
Pero a casi dos años de residir en Londres la nostalgia del trópico, la pena de lo sucedido y la inclemencia fría, húmeda y brumosa del clima me hartaron. Entonces, por medio del amigo fiel, le hice saber a mi padre que me marchaba a Francia. En París, además del dinero que había transferido, encontré que Isabelle Leroy poseía en un banco capitalino una cuenta abultada.
En París, para acallar el resentimiento, odio y deseos de venganza, seguí estudiando, al tiempo que me iba integrando a la culta sociedad parisina. Pronto, sobre mí se tejieron una serie de leyendas y comentarios que en definitiva terminaban beneficiándome. Que yo era una rica heredera, hija de un militar francés que hizo fortuna en Martinica. Otros decían que era viuda de un criollo que amasó capital con el contrabando de ron, azúcar, tabaco y esclavos, africanos. En fin, hasta me tildaron de espía y amante del zar de Rusia.
(Continuará la semana próxima)
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