(Parte XI de XX)
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
—Primeramente, ¿cuál es su pretensión? —la voz fue dura.
—La mitad de todo el oro.
Evelio simuló una carcajada y replicó.
—Este oro es mío. Hace mucho que sé de su existencia. Además llegué primero.
Ella rió de verdad.
—Pude haber sido la primera, pero opté por esperar a que Usted se aventurara. Conociendo quien fue don Maximino hay que tomar precauciones. Con él, aunque muerto, nunca se sabe…
— ¿Sabía de don Maximino…?
—De Puertas Abiertas, las macuquinas y las barras de oro. Lo que desconocía era el lugar en que estaban. En cuanto vi su comportamiento me dije que Usted tenía mucha más información que yo. Así que me concentré en vigilarlo y seguirle.
—Hace mucho me di cuenta de su interés, pero no pensé que fuese de forma tan intensa.
—Ustedes, los hombres, son fáciles de despistar.
— ¿Y bien…? —Evelio volvió al meollo.
—La mitad del oro —fue concisa.
Evelio se mesó la barbilla. Fijó una mirada intensa en el rostro femenino y eludió el pedido.
—Entonces, ¿no es monja?
—Por supuesto que no.
— ¿Y toda esa historia del rescate de almas y proliferación de cementerios católicos…?
—Un invento mío, así como la orden de las Hermanas de los Camposantos Floridos y el documento, falsificado, con la firma del obispo Espada. De alguna manera tenía que ser, sin levantar sospechas, aceptada en la expedición. Para una simple mujer hubiese sido imposible llegar hasta aquí.
—Supongo que tenga un nombre verdadero…
—Si vamos a ser socios no tengo razón para ocultarlo. Dalia Boscoso; ese es mi nombre —y hubo en sus palabras un rasgo de coquetería.
—No he dicho que vayamos a asociarnos —advirtió.
—Aparte que tengo la ventaja del arma, sería tonto de su parte no aprovechar mi colaboración. El oro acumulado en este cuarto da para enriquecer, por el resto de la vida, a más de dos, tres, cuatro y algunas otras personas. En los dos mulos que esconde apenas podrá cargar una parte ínfima del total.
— ¡Hasta de los animales sabe…!
—Ya le dije que estuve al tanto de todos sus movimientos —le recordó y prosiguió razonando. —Cuando esos avariciosos terminen, allá afuera, de aniquilarse entre ellos, es probable que consigamos más bestias Por lo tanto la carga sería mayor y la conducción para salir de aquí, sorteando tantos despeñaderos, requerirá de más de un arriero. ¿No le parece…?
—En eso lleva razón, aunque siempre se podría volver por más hasta dejar esta bodega vacía.
—No es probable. Puertas Abiertas es un lugar perverso capaz de enloquecer o desaparecer personas. La actuación del alférez Gonzalo, el cura Augusto y los demás, es prueba del maleficio que aquí impera. Por satisfecho podemos darnos si logramos salir, sin percances, con un cargamento.
—Me has convencido —la tuteó —trabajaremos juntos y compartiremos la riqueza. ¿Eres supersticiosa…? —le espetó, recordando la advertencia que Falcón dijo haber escuchado de labios de su madre: ¡Jamás se te ocurra ir en busca de esas macuquinas malditas y barras de oro, y menos tocar alguna moneda que pienses pueda provenir de allá! ¡Puertas Abiertas es tierra del demonio!
—De acuerdo — congenió; bajó el arma y también lo tuteó. —De tu parte, sería tonto traicionar la palabra y eliminarme. Juntos duplicaremos las posibilidades de éxito. Y sí, como hija de esta isla, soy supersticiosa —al final respondió.
Evelio tomó asiento sobre un montón de barras de oro. Los mecheros despedían humo espeso, olor a combustible y lenguas de luz oscilante que distorsionaban la oscuridad y lamían los rostros. La miró con curiosidad renovada y ahondó.
—Dijiste que sabías de don Maximino, por lo tanto conoces la historia de Puertas Abiertas. ¿Quién te contó…?
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(Continuará la semana próxima
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