LAS MACUQUINAS DE DON MAXIMINO 

Written by Libre Online

9 de marzo de 2022

(Parte X de XX)

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

El apogeo de las pasiones se derramó la noche temprana en que corrió el rumor incierto, sobre el descubrimiento de una rica veta de oro en las profundidades de una gruta cercana. Al momento el sacerdote, desplegando símbolos religiosos, apuntalados por las armas de sus acólitos, reclamó, en nombre de la iglesia católica, la propiedad del lugar. El Alférez en minoría de hombres, con los soldados y esclavos que le habían permanecido leales, rechazó la pretensión del cura y arremetió, al grito de ¡Viva el rey!, contra lo que calificó de desobediencia a la corona. Primero los contendientes intercambiaron insultos que escupieron los primeros disparos. Hubo heridos y repliegue de hombres. El alférez Gonzalo, aprovechando el lapso de incertidumbre, lanzó un ataque a fondo. El tiroteo se generalizó y los más cercanos se agredieron con armas blancas. Evelio, apegado a su inseparable pistola, en tanto las imprecaciones de los hombres se contaminaban de pólvora y sangre, sacando ventaja del caos homicida, de la recua sustrajo dos mulos con arreos apropiados; una alforja llena de alimentos y un porrón de barro con agua. También, añadió un fusil y proyectiles suficientes; todo lo ocultó en la maleza cercana. Seguidamente, tomó un gajo de guayabo seco y con paja y trapos hizo una tea que untó en brea. Sigiloso, se aventuró a escasos metros de la ruina. Valiéndose de las manos fue al nacimiento del tallo de unos arbustos que crecían entre lajas y pedazos de rocas. Una a una apartó las piedras y descubrió una delgada plancha metálica, enmascarada por una capa vegetal de hierba corta. En la tierra, a punta de dedos, buscó los límites de la tapa hasta topar con un cerrojo de mecanismo simple. Lo descorrió; levantó la plancha y la boca oscura del pasadizo estrecho, que lo conduciría a las macuquinas y lingotes de oro de don Maximino,  satisfizo sus expectativas anteriores. Con un cerillo de azufre prendió la antorcha y, con ella por delante, se introdujo en el conducto. A sus oídos, antes de volver a cerrar el acceso, llegó el fragor, cada vez más encarnizado, de la lucha: Así, mátense con odio rabioso; tanto odio rabioso y avaro que los elimine a todos, deseó, embebido de egoísmo.

A gatas llegó a la cámara. Alzó la tea de luz temblorosa y terminó de incorporarse. ¡No!, la madre de Falcón no había mentido ni exagerado el relato. Allí estaban, cubiertos de polvo y amortajados en telas de arañas, los arcones de madera, rebosantes de macuquinas y el entarimado con cientos de lingotes de oro. Evelio, con regocijo perplejo, reconoció el resto de la pieza. Observó que en las paredes, cada cierto espacio, había mecheros de aceite, encima de repisas de madera solida, listos para ser encendidos. Con la antorcha prendió las lámparas artesanales; el polvo, que sobrepasaba la centuria, crepitó en los pabilos y la claridad se acentuó: ¡Soy rico! ¡Inmensamente rico…! , primero fue pensamiento que terminó en exclamación sonora.

—En todo caso somos ricos —la voz de sor Eugenia, a sus espaldas, corrigió.

 Sorprendido se volteó.

La monja, desprovista de toca y velo, le apuntaba con un revólver.

— ¡Sor Eugenia! ¿Qué hace aquí…?

— Lo mismo que Usted, distinguido abogado e investigador aficionado a las ciencias históricas y antropológicas —respondió con sorna.

—Sabía que algo tramaba. Todo el tiempo sentí su presencia cerca de mí.

—Supe que se había dado cuenta, pero también supe que no podía eludirme. Puertas Abiertas resulta demasiado pequeña para nuestros apetitos.

Más calmado, a la luz de los mecheros, reparó en la figura femenina. Sin toca ni velo, una cabellera negra azabache, no muy larga, le caía en los hombros y enmarcaba un rostro joven de belleza singular.

—Supongo que no es monja. ¿Me equivoco…? — especuló, rehaciéndose de la sorpresa inicial.

—No se equivoca, como tampoco me equivoco cuando digo que Usted no es ningún caballero. ¿Me equivoco…?

Con distensión aparente rió y procurando extraer la pistola trató de desplazarse a un ángulo, menos iluminado, de la pieza.

— ¡Si lo intenta le disparo! —ella se adelantó y dirigió el cañón del  arma al pecho del joven.

— ¡Vaya, vaya…! La monjita conoce el manejo de las armas —profirió frustrado. — ¿Dónde se hizo de esa pistola?

—Hace un tiempo que me acompaña. Es un revolver ingles collier, regalo de un canalla. ¿Desea saber algo más…?

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(Continuará la semana próxima)

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