LAS MACUQUINAS DE DON MAXIMINO

Written by Libre Online

16 de febrero de 2022

(Parte VIII de XX)

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

El cuñado comenzó reseñando lo bien que le iba en el negocio de los ingenios; las inversiones que estaba efectuando en la compra de esclavos y ampliación de las plantaciones cañeras. En determinado momento derivó la charla y fue directo: ¿A qué parte de la herencia aspiras? Evelio lo estudió con sonrisa cínica y aclaró. Para hablar de herencia está mi madre, que hasta ahora sigue viva. Con ella es con quien Emelinda y yo tenemos que tratar. El cuñado le dio una chupada al tabaco; por boca y nariz lanzó una columna de humo satisfecha y prosiguió. Doña Asunción rechaza tocar el asunto y Emelinda ha delegado en mí para tratarlo. Tu madre, en el futuro cercano, se irá a vivir con nosotros y los nietos, pero antes es conveniente, por el bien familiar, que obtengas lo que te corresponde y hagas tu vida separada de la nuestra. ¿Qué derecho tienes para hablarme así?, incómodo se puso en pie. Tranquilo. Vuelve a tomar asiento que ya te cuento, el otro pidió pausado. Conteniendo la cólera regresó al sillón. Sé, y tú hermana también, por averiguaciones pagadas que hice en Madrid, el estilo de vida que allá llevaste, mientras engañabas a los tuyos. Es más, llegaste aquí diciendo que ya eras abogado y que el diploma, por trámites burocráticos, al momento del regreso, no estaba listo. ¿Qué pretendes con este chantaje?, se supo  desenmascarado. Pretendo que no pongas tus manos derrochadoras en el patrimonio de mi mujer e hijos. ¿Tú y Emelinda aspiran a darme menos de lo que me toca? Exactamente lo que te pertenece; luego que descontemos los cinco años en que has estado malgastando el dinero, por cierto, abundante que el difunto don Paco enviaba para tus estudios de mentiritas, recalcó el calificativo. ¿Y si le digo a mamá que pretendes beneficiar a tu mujer a costa de lo mío? Entonces la enteraría de las andanzas del hijo mayor y tanto Emelinda como yo le recomendaríamos que por herencia total te fijase, de por vida, una pensión modesta. Ella, frente a la evidencia, no se negaría. Tus embustes y comportamiento egoísta e irresponsable hablan por ti, el cuñado acotó.

Evelio, por un lado, no queriendo defraudar el amor y admiración que la madre sentía por él, y por el otro temiendo recibir menos de lo ofrecido, terminó aceptando los términos impuestos. La casona, varias caballerías de tierra, algún ganado, doce hombres esclavos y tres negras domesticas, añadiendo el trapiche que producía mascabado y raspadura pasaron a poder suyo. Realmente Emelinda y el marido quisieron, al máximo, recortarle el patrimonio, pero doña Asunción que, por no separarse de la hija y los nietos, había accedido ir a vivir con el matrimonio, exigió que la vivienda familiar le fuese otorgada al joven: Aquí naciste y aquí formarás tu familia, la cándida señora, en presencia del notario y los testigos, dijo al entregarle la propiedad.

Tan pronto entró en posesión de la herencia, Evelio retomó el estilo de vida licenciosa que disfrutó en Madrid. La casona se convirtió en un sitio de juergas, juegos y sexo con mujeres, negras libertas, blancas y mulatas, de vida fácil. Sin nadie que se ocupara de administrar y producir, los campos dejaron de rendir y el ganado, carente de pastoreo adecuado, mermó la entrega de leche y carne. El trapiche pasaba jornadas completas sin caña que moler y los esclavos, sin capataz, se embriagaban, reñían entre sí y se alimentaban hurtándole a la propiedad aves de corral, cerdos, chivos y hasta alguno que otro añojo.

En ese estado de cosas, Evelio, acosado por deudas y amenazas de acreedores, tan deshonestos como él, empezó a vender los bienes. Por suerte o desgracia, para la familia, doña Asunción no llegó enterarse de los excesos del hijo, ya que una amigdalitis fulminante tronchó su existencia.

Desesperado, en busca de efectivo, hipotecó la casona y se preparó para un duelo con un temido rufián vasco al que, en el juego de naipes, había estafado. Alterado, estaba comprobando el funcionamiento de una pistola española, modelo 1815, cuando el esclavo Amancio, del que se decía era uno de los tantos hijos naturales que a lo largo de su vida Falcón procreó, llegó a la casona con la noticia: Amo, ayer en la tarde un vendedor ambulante de remedios y oraciones paró en el trapiche. Pidió agua; raspaduras e hizo un cuento… Evelio, ensimismado en sus pensamientos, apenas prestó oídos. Levantó el arma descargada. Cerró el ojo izquierdo y en el vacío, afinó la puntería: …desembarcaron en Casilda y van en Busca de Puertas Abiertas… ¿Qué dices…?, la curiosidad lo atrapó. Entonces, Amancio tuvo que repetirle, varias veces, lo contado por el caminante.

En cuestión de horas, apostando a la suerte y la veracidad de la leyenda, conocedor de que la propiedad estaba perdida y que su vida corría peligro, le escribió una nota al vasco alegando que, por razones perentorias, se veía impelido, hasta nueva fecha, a posponer el duelo. En la cintura, bajo las ropas, ocultó la pistola. Luego se embolsilló el efectivo disponible; liberó a los esclavos, le prendió fuego a la casona y se alejó, galopando en la yegua Maravilla. Con el postrer crepitar de las llamas en sus oídos, al pensar en los acreedores, tuvo una ocurrencia de alegría perversa: Cenizas y cascajos es lo que van a cobrar… ¡Sanguijuelas cabronas!

Y en la misma hora en que Evelio emprendía una nueva fase de su vida tumultuosa, en la cercana villa trinitaria, por paradojas del destino, el verdugo municipal José María Peraza, inconforme porque el condenado a la horca se resistía a morir, alentado por las voces patibularias de los presentes, abrazó la cintura del reo y sumó su peso de manera tan rotunda que la cabeza del infeliz casi se desprendió del cuerpo, convulso de reflejos moribundos.

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