LAS MACUQUINAS DE DON MAXIMINO

Written by Libre Online

26 de enero de 2022

(Parte V de XX)

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Sin embargo, llegó un momento en que don Maximino acumuló tanta riqueza ociosa que enfermó de avaricia y se obsesionó con la posibilidad plausible de que el secreto del oro de Puertas Abiertas fuese delatado por algún desertor o descubierto por exploradores inoportunos que topasen con el valle. En su zozobra, entre un rosario de víctimas periódicas señaló, a sus dos esposas de haberse apropiado y ocultado un número indeterminado de macuquinas. Acusadas y juzgadas, bajo su patrocinio, las sentenció a morir en la hoguera. Pena que se cumplió ante su presencia, los pobladores y las miradas inexpresivas de Adelardo y Abelardo.

Por aquellos tiempos, mi padre, abuelos y otros lugareños, a pesar de los conjuros de don Maximino, sus asesores, brujos y curanderos, perecieron a consecuencia de una epidemia de fiebre contagiosa, que con periodicidad asolaba el valle. Madre, al quedar sin hombre y conmigo en edad de elegir compañero, le pidió a don Maximino que me otorgase marido.

Don Maximino, que ya elucubraba un nuevo plan para proteger a Puertas Abiertas de forasteros, me dio por esposo a su hijo Abelardo, el gestado en vientre africano que, por edad, bien podría haber sido mi padre, y a la viuda de madre la unió con Adelardo, el concebido en vientre indio, y los destinó, en sustitución de las esposas ajusticiadas, a la elaboración de las barras y macuquinas de oro.

A Abelardo y a mí, junto a algunos escogidos nos comunicó que, previo entrenamiento en el uso de ciertas armas, sobrevivencia a la intemperie y en situaciones extremas, formaríamos partidas con apariencia de esclavos e indios prófugos. Y que nuestra misión seria evitar, por medio del terror, que nadie se aventurase a penetrar en el valle. También, nos instruyó cómo reclutar a verdaderos esclavos insumisos y con ellos formar nuevas bandas. No obstante, dejó establecido que a los rebeldes alistados nunca se les diría cuál era nuestro fin verdadero, ni tampoco se les podía permitir el pillaje y saqueo que no estuviese sujeto al interés de mantener a Puertas Abiertas incomunicada. Secretamente, don Maximino nos proporcionaba alimentos y recursos variados; motivo significativo por el cual las partidas crecieron y algunas se asentaron en palenques importantes.

Abelardo, a la sombra del padre, llegó a ser jefe indiscutible de todas las bandas. Él fue un buen hombre al que nunca amé como mujer, pero sí lo quise y respeté como maestro. En esos trajines quedé preñada y al poco tiempo llegaron noticias de Puertas Abiertas que alertaban sobre  un nuevo proceso en el que don Maximino, reviviendo el pasado no lejano, acusaba a Adelardo y a madre de robarle lingotes de oro y macuquinas. Don Maximino, para el acto del juicio, requirió la presencia de Abelardo que obediente regresó al pueblo.

A dos lunas de la partida de Abelardo los sucesos se precipitaron con fuerza de río crecido. Un anochecer, hasta el palenque nuestro, por casualidad, desorientados y llenos de pánico, llegó una pareja de jóvenes y narró que en el momento del ahorcamiento de los reos, madre, Adelardo y dos guardianes del tesoro, fuerzas naturales se desataron, de imprevisto, sobre Puertas Abiertas para asfixiar en agua, lodo, rocas y maleza a los pobladores. Los pocos que, al igual que ellos, no sucumbieron fue debido a que el propio don Maximino, prefirió que un grupo, dedicado a la agricultura, no asistiera al ajusticiamiento y, en los campos cercanos, terminara de recolectar un sembradío de maíz que corría peligro de malograrse. Ese hecho, quizá como otros, los salvó; lanzó a la dispersión y dio pábulo a  la verdad o leyenda que perdura.

Abelardo nunca regresó y en las partidas y los palenques las cosas se pusieron feas. Riñas, duelos a machetazos, muertes, asesinatos y violaciones de mujeres, se hicieron hechos cotidianos que terminaron por quebrar la disciplina que el grupo de Puertas Abiertas había mantenido. Ya no estaba don Maximino y Abelardo faltaba.

Un joven y vigoroso esclavo cimarrón que, poco antes de la tragedia, se había sumado a nuestra banda y desde que llegó me contempló con ojos de lujuria codiciosa se erigió en líder de unos pocos. A la fuerza me hizo suya y las relaciones sexuales con él se convirtieron en violaciones frecuentes que me lastimaban y aterrorizaban. El mal trato hizo que abortara el hijo que esperaba y mi odio creció a tal punto que una noche en que dormía, aprovechando que estábamos solos en la cueva, le clavé un cuchillo en la garganta y escapé.

Jamás supe cuantos fueron los días que vagué por la serranía. Solo sé que desperté, acostada en un jergón, y un hombre blanco de edad madura me contemplaba con curiosidad.

La voz de la madre enmudeció en los labios de Falcón que parsimonioso se sirvió otra jícara de aguardiente. El sonido de los tambores reposaba y los que antes bailaron ahora comían, alrededor de la hoguera, el guiso de chivo que acompañan con libaciones generosas y exclamaciones de alegría.

— ¿Y qué pasó con tu madre…? —Evelio indagó

Falcón apuró el aguardiente que temblaba en el fondo de la jícara. Carraspeó y de una chupada revivió el mocho de tabaco.

—Pasó que el hombre blanco que la miraba con fijeza, cuando despertó, resultó ser quien la preñaría nuevamente Mi padre.

— ¿Has contado esto a otras personas…? ¿Papá está enterado…?

— A nadie. Don Paco sabe algo de mí, pero desconoce los detalles.

— ¿Por qué a mí…?

—Porque lo quiero como a un hijo. La vida pronto le va a cambiar y ya estoy viejo. Al final en alguien hay que confiar.

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(Continuará la semana próxima)

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