LAS MACUQUINAS DE DON MAXIMINO

Written by Libre Online

19 de enero de 2022

(Parte IV de XX)

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Antes de que el barco volviese a zarpar, el grupo se internó en el territorio y tras días de abrirse camino en la maleza, a golpe de machete; sortear las irregularidades topográficas y confrontar aguaceros súbitos y torrenciales, arribaron al valle oculto en el lomerío; delimitado y surcado por cauces de agua fresca. Por la seguridad y determinación de ruta que don Maximino mostró durante la caminata, de alguna u otra forma, todos presumieron, aunque nunca lo declaró que él sabía, de antemano, la localización del paraje. Pero como era un hombre de trato áspero, receloso y expresiones parcas, jamás hizo alusión a cómo y por qué había ido a topar con la hondonada.

Con tan solo unas pocas horas de reposo don Maximino ordenó hacer un gran claro en la maleza; iniciar la tala de árboles y el desmoche de palmas reales, para construir y techar los bohíos de la comunidad futura. En tanto el séquito laboraba con presteza y mansedumbre, el jefe indiscutible comprobó la potabilidad y riqueza aurífera de las aguas cercanas. Tan pronto las primeras viviendas fueron habitables y manos femeninas plantaron las semillas, don Maximino realizó un rito religioso, mezcla de creencias, judías, cristianas, moras, africanas e indias. En el transcurso de la ceremonia, alternando el español con las lenguas autóctonas de los siervos, bautizó al caserío con el nombre de Puertas Abiertas y se proclamó, a sí mismo, corregidor perpetuo y clérigo absoluto, con facultades totales. Y para dejar constancia de su superioridad tomó como esposas, por mandato, a dos de las jóvenes más hermosas del séquito: una africana mandinga y una india siboney a las cuales, días  después, preño simultáneamente en una noche de lujuria creativa. Asimismo, para diferenciar su proyecto social de los entonces conocidos, decretó la igualdad racial y dispuso que los vecinos de Puertas Abiertas se enlazaran en casamientos interraciales y monógamos, consentidos y bendecidos por él, sin derecho a separación y con el cometido de procrear, por pareja, la mayor cantidad posible de hijos. Y, para no alimentar equívocos, acentuó que desposó a dos mujeres porque su rango, autoridad y responsabilidades así lo requería y que fuera de él ningún otro hombre o mujer podía aspirar a relación semejante. También, de forma concluyente, advirtió que desear la pareja del prójimo era pecado castigable y que la infidelidad conyugal, el incesto y el robo se pagaban con la pena de muerte de los implicados. Y terminó diciendo que el trabajo colectivo constituiría el pilar del desarrollo y felicidad comunitaria.

A partir de las reglas enunciadas los aldeanos intensificaron las labores agrícolas; fomentaron la cría de aves de corral, algún ganado ovino y se acometió, sobre todo, en ríos y arroyos la búsqueda y extracción del oro que abundaba en el valle. Junto a las tareas diarias, a toda prisa y redoblando las horas de faena, se levantaron dos sólidos edificios de piedra. Uno, con habitación subterránea, albergaba a don Maximino, las esposas y los utensilios necesarios para fundir el metal precioso. La otra construcción se destinó para almacenar, preservar y distribuir, equitativamente, entre los pobladores el fruto de las cosechas, caza, pesca o cualquier otro bien disponible de consumo humano.

Pronto, Don Maximino, auxiliado por las esposas, con destreza artesanal, comenzó a derretir el oro obtenido para convertirlo en lingotes y láminas gruesas. Cada lámina, a golpes de martillo, se alisaba. Luego, sobre la aún dúctil hoja de  metal, repetidas veces y con separación apropiada, estampaba un sello, del que las barras no se libraban, con el perfil, bastante bien definido, de su propio rostro. Fecha de impresión y otros detalles los grababa usando un punzón fino. Seguidamente, cortaba la plancha en pedazos, semejantes a monedas, que no siempre resultaban redondas. Muchas tenían formas cuadradas de corazón o rombo. En cofres y baúles, confeccionados con madera de júcaro, atendiendo al año de fabricación, colocaba las macuquinas que terminaban siendo depositadas, por colaboradores de toda su confianza, en el sótano donde, sobre tablones colocados encima del piso, también reposaban los lingotes.

Puertas Abiertas, de la mano dura y paternal del sedicente Corregidor Perpetuo, crecía por el trabajo, los alumbramientos y porque una vez por año don Maximino, con escolta armada, concurría al punto costero por el que habían tocado tierra para, del mismo barco contrabandista que los transportó, recibir todo tipo de suministros y algunos esclavos e indios jóvenes, de ambos sexos, provenientes, tal vez, del oriente del país o de la cercana isla La Española. Al momento de pagar, para no delatar la riqueza que poseía, lo hacía con frutos de la tierra, animales vivos, carne de cabra salada y las macuquinas mexicanas y peruanas.

De vuelta a la villa, los nuevos vecinos eran adiestrados en las costumbres de silencio, obediencia y trabajo, al tiempo que aprendían el resto de las normas que regían el lugar. Sin embargo, don Maximino, un buen día, temeroso de que su secreto fuese descubierto, dejó de frecuentar a los contrabandistas.

En Puertas Abiertas la esclavitud del indio y el negro, que marcaba la época, no existía como tal y todos, a excepción de don Maximino, eran iguales y disfrutaban de las utilidades del trabajo comunitario, siempre y cuando no estuviesen ligadas a la explotación del oro. La extracción del metal precioso, aunque sin maltratos físicos, imponía jornadas de sol a sol, que eran compensadas por la rotación periódica de los hombres, mujeres y algunos niños que laboraban en la minería.

 Los contados forasteros que por alguna casualidad penetraron en el valle, se llevaron la impresión que los pobladores vivían de la agricultura, pero aquellos que lograron llegar hasta la mismísima Puertas Abiertas, en prevención de que descubriesen la verdad, resultaron asesinados por las patrullas armadas de don Maximino y sus cuerpos sepultados en secreto. Igual suerte, de forma discreta, solían correr los miembros de la aldea que hablaban mucho, demostraban malestar social o curiosidad por el destino del oro.

Mi madre que fue parida el mismo día en que nacieron los hijos de don Maximino, el mulato Abelardo y el mestizo Adelardo, la memoria de la progenitora de Falcón prosigue el cuento, fue resultado de una de las primeras uniones mixtas impuestas en Puertas Abiertas. Y yo, años más tarde, nací de su enlace con mi padre el cual, al igual que ella, era mitad indio, mitad negro.

Madre, como los demás, incluyendo a los hijos de don Maximino, creció sembrando y recolectando cosechas; cuidando animales y buscando oro. El trabajo resultaba agotador, pero acataban las órdenes y prédicas del Corregidor Perpetuo. Las condiciones de vida, trato y alimentación, si las comparamos con la esclavitud tradicional, eran aceptables.

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(Continuará la semana próxima)

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