LAMENTACIONES DE UNA MUJER BONITA

Written by Libre Online

9 de marzo de 2022

Por Rafael Suárez Solis (1948)

Hacíamos tertulia en un restaurante a la salida de un concierto de la Orquesta Filarmónica de La Habana. La noche fría estaba calurosa de entusiasmo. Nuestra mesa era larga; pero más largas querían ser las conversaciones filarmónicas. Todos -profanos y entendidos- estábamos satisfechos de pertenecer a esa sociedad capaz de dar brillo  artístico a ese lujo de la cultura que son los conciertos sinfónicos; y los nombres del doctor Armando J. Coro y el maestro Juan José Castro los poníamos más altos que el humo de nuestros cigarrillos. Pero había en la tertulia un madrugador impenitente que saltó de la armonía de la música al ruido de los negocios desde el trampolín de esta frase crematística:

-Al que madruga, Dios le ayuda. Y yo me levanto a las seis y media de la mañana.

A lo que replicó la voz de una dama, más dulce que una sinfonía de Schubert:

-No por mucho madrugar amanece más temprano. Si usted es un verdadero hombre de negocios: si quiere guardar a sus negocios la debida consideración, no madruge.

-¡Cómo se conoce que a usted no le vigilan los accionistas!

-Pero me vigila el sentido común; y el sentido común, en cuestiones económicas, se ilustra en una anécdota del malogrado Manolete. ¿Se la cuento?

-¿Por qué no? Hasta los banderilleros son ahora hombres de negocios.

-A Manolete le propusieron en México un buen negocio. Un buen montón de miles de dólares por figurar como protagonista de una película. Sólo tendría que dejarse retratar durante varios días a las siete de la mañana. El gran torero rechazó la oferta, y el empresario, por creer que había ofrecido poco precio por el trabajo, aumentó la tarifa. Pero Manolete le replicó: “No es el dinero lo que me hace considerar malo ese negocio. Ningún negocio es bueno si no nos permite dormir la mañana”.

Fue entonces cuando otra señora bellísima, sentada a mi lado, dijo algo por lo bajo que me hizo olvidarme de Manolete y de Schubert. Las palabras de la hermosa mujer fueron éstas:

-¡Qué ganas tengo de vivir en un país donde se pueda ser mujer bonita!

Miré en torno de la mesa para buscar la causa de aquella extraña lamentación.

-No busque tan cerca-me advirtió-.

Disimule y fíjese en aquel buen mozo solo en aquella mesa frente a un vaso de “highball”, observándome a través del humo de su

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cigarrillo rubio.

-La verdad es que una guayabera en este momento…

-Pudiera pasar lo de la guayabera, y hasta que no se abroche el botón de los pelos del pecho. Incluso me son indiferentes sus calcetines a cuadros de colores violentos caídos sobre los zapatos sin lustre…¡Pero esos ojos!…

-¿Es que las señoras, ahora los prefieren azules?

-Ahora, como siempre, los preferimos decentes.

-¿Ojos decentes?… No conocía esa particularidad estética.

-Pues ya va siendo hora. Los ojos masculinos decentes deben ponerse de moda. Según los médicos, Don Juan y sus ojos indecentes están mandados a recluir en las clínicas. Yo agregaría que una medida igualmente higiénica, de profilaxis social, deberían dictarla los gobiernos. Mejoraría mucho la cultura en todos los sentidos. Hasta nos lo iba agradecer Beethoven.

-¿Beethoven?

-Usted no sabe el trabajo que cuesta oir la Novena Sinfonía al lado de unos ojos semejantes. Meten más ruido en un abanico de carey movido por un brazo cuajado de pulseras para refrescar un escote sofocado por las pieles de silver fox.

-¡Pero si ese hombre está solo, silencioso y quieto!

-¿Quieto?, ¡Cómo se conoce que a usted no lo han desnudado nunca con los ojos! Tenga la seguridad de que desde allí ya me ha puesto en cueros. Sabe ya hasta cuál es el matiz de mi ajustador.

-Su escote, señora, y permítame la indagación, es de una timidez excesiva.

-Respete su smoking y olvídese de Arquímides.

-¿Por qué meter a Arquímides en el asunto de su escote?

-Porque Arquímides es el maestro de ese joven. “Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo”. Cuando esa tarea corresponde en este caso exclusivamente al ajustador.

-¿Exclusivamente?

-No cabe duda de que las manos del joven de la guayabera están haciendo prácticas ima

ginativas con la hipotética palanca. Y eso podrá ser muy conveniente en la clase de Física del Bachillerato, pero yo no soy un instituto de Segunda Enseñanza.

-Pero si un instituto de belleza. Hizo un mohín muy gracioso para darme a entender que aquello no tenía ninguna gracia, al menos en aquel momento, y luego se inclinó hacia mi para decirme:

-Usted ya tiene bastante edad para resitir sereno una confidencia femenina. Míreme a los ojos y sepa que mi ajustator es de un matíz crema muy pálido. Aunque se asombre, usos unos pantaloncitos de encaje con una incrustación de raso en forma de hoja de parra puesta en el lugar conveniente. No se ría, porque eso pasa en las mejores familias.

 ¡ Y nada más! El resto de mi ropa está a la vista. Muy bien. Usted tiene exactamente la edad tranquila que yo le calculaba. Las niñas de sus ojos decentes no han sufrido la menor alteración.

Me quité las gafas oscuras y la miré de soslayo.

-No se esfuerce. Confirmo mi diagnóstico. A las mujeres es muy difícil despistarnos esa clase de síntomas. Póngase las gafas y no se enfade; porque en su serenidad reside su mayor virtud. Y como usted es un hombre capaz de reflexionar al lado de una mujer bonita y sin remilgos, voy a seguir con mis lamentaciones en vista de que a nuestro hombre de negocios le ha impresionado el cuento de Manolete, y el tipo de la guayabera ha pedido otro trago para seguir documentándose.

Bebió el resto de su refresco, acomodó un codo en el respaldo de la silla, cruzó una pierna sobre la rodilla de la otra y obligó así al de los ojos indecentes a cambiar de postura para ver si había cometido algún error de cálculo con la imaginación. Mi vecina reanudó la confidencia de este modo:

-Si usted me preguntara, como tiene en la punta de la lengua, para qué nos adornamos las mujeres, le diría que para impresionar a las demás mujeres. Al hombre le interesa una mujer cuando hace el elogio de ella otra mujer. Es así como cumplimos pudorosas nuestro deber de exhibirnos. Somo exhibicionistas por deber femenino y pudorosas por deber social. La mujer en un punto, está en la obligación de procrear con destino a la cultura.

-Luego no me negará que ha dado usted una cita a ese hombre.

-Sí; pero ese hombre se propasa. Se está comportando como un macho en vez de conducirse como un caballero. Pierde lo mejor de su condición social: el respeto del hombre a la mujer, del caballero  a la dama. Y un hombre que no respeta a la mujer es un peligro en todos los sentidos de la convivencia.

-En todas partes pasa algo parecido. Lo que en los demás llamamos corrección, es sólo disimulo.

-¿Y le parece poco saber disimular? ¿No indica ahí el secreto de la superioridad de algunos pueblos? Mi cultura es escasa; pero me atrevería a definir la cultura como el arte de disimular la ignorancia. Cuando se habla de un pueblo culto no nos referimos a un pueblo de sabios, sino a un pueblo bien educado.

-Usted piensa en los pueblos septentrionales, donde la corrección es una consecuencia del encogimiento por el frío. En nuestro clima tropical todo se expande y se dilata: la voz, el gesto, el deseo.

-La cultura- y puede seguir llamándome petulante si quiere- consiste en hacer igualmente habitables todos los climas. Nuestro Don Juan, nuestro hombre tropical, lucirá en todas partes como un lord inglés si la educación lo refrigera. Sus libertades con la mujer han pasado de moda desde que las mujeres han conquistado la libertad. Hoy se nota la incultura de Don Juan al lado de las mujeres cultas. Resulta en nuestos días un simple vulgar delincuente. Freud tiene razón.

-Míreme al escote si quiere, pero escuche. Freud demuestra que todos los problemas del carácter y del temperamento brotan del libído, y que la condición sexual se plantea en la infancia. Don juan además de mujeriego, era un ladrón, un camorrista, un irresponsable, un auténtico delincuente en todos los sentidos. La ley era su enemigo personal y la infamia su única ley. Con un cinismo que hablaba muy mal de los tribunales de justicia de su tiempo, mostraba en las tabernas una lista con setenta y dos nombres de mujeres burladas en un año; y no conforme con eso que llamaba hazaña, ponía al lado los de treinta y dos hombres muertos. Presumía además de jugador; escandaloso, mal hijo, audaz, provocador, sacrilego…lo decía su propia jactancia: “Y en todas partes dejé memoria amarga de mí.”

Hoy lo llamaríamos un “gangster”. Y un “gangster” de hoy con toda seguridad es un tipo social con una educación infantil parecida a la de Don Juan. Nuestro pueblo, con una perspicacia muy aguda, da en llamar lujuria a toda ambición desenfrenada. ¿Qué es nuestra política, nuestra economía, nuestra ciudadanía, nuestra cultura, sino un mundo de lujuriosos lanzados a la conquista de cualquier cosa con una ametralladora en la mano? Fíjese. Ese tipo me está ametrallando con los ojos, con sus ojos prohibidos. No sé quién es; seguramente usted tampoco. Porque hoy cualquiera es cualquier cosa. Pero a lo mejor estamos hablando de un personaje, de un ministro, de un profesional, de un poderoso de algo, de alguien de quien dependen en gran parte los destinos del país.

-Quizás exagere usted. Está ofendida y generaliza demasiado. El pudor es una virtud muy irritable. La corrección no radica en las formas externas. El hábito no hace al monje. Acaba usted de ponderar el hábito, la corrección de los septentrionales. ¿Quiere usted acompañarme en un vuelo poco más allá de los 60 grados de latitud Norte? En un instante llegaremos a la zona ártica.

-¿A estas horas, con este traje y sin ropa interior?

-No va usted a acatarrarse. No nos vería nadie. Regresaremos antes de que nuestro amigo, el madrugador hombre de negocios, acabe de tomar su chocolate con tostadas. Ya hemos llegado. Y vea: los esquimales son caballeros tan correctos como a usted le gustan. Mucho más hospitalarios que los “chentlemen” londinenses. Su cortesía es verdaderamente álgida. Y como son muy cultos, sabe que lo álgido es lo muy frío, y no lo muy caliente como suponen los “gangsters” de nuestra cultura. Cuando encuentran un hombre perdido en el desierto gélido le invitan a entrar en su tibia cabaña de hielo. Calman el hambre y la sed del caminante, y al llegar la noche le ofrecen su yacija. Pero no así como quiera. ¡Con mujer y todo! El esquimal es muy generoso, y su mujer de una humildad exquisita. El caminante ofendería gravemente al dueño de la caballa si rechazara aquel delicado obsequio. La mujer, en aquella circunstancia, no es una dama, porque no está vestida; es una hembra. No lleva puesta en la cama mucho más ropa que usted ahora. Y una hembra es la necesidad mayor para un hombre perdido en el desierto. ¿Por qué no suponer que el hombre de la guayabera, a la vista de usted, no es como un hombre perdido en el Polo Norte? Pero si pasada la noche, y ya vestida la mujer, el vagabundo aprovechándose de que el marido salió a cazar una foca, obligase a la mujer a dormir la siesta con él, tenga usted la seguridad de que el esposo, al sorprenderles, haría brotar en la nieve una enorme amapola. ¿Tiene usted algo que objetar a la educación de los esquimales?

-Nada. Me parecen unos perfectos caballeros. Pero yo no soy una mujer esquimal, ni la finca de mi marido está en el Polo Norte. Cuando viajamos juntos jamás se nos ocurre llegar hasta los 60 grados de latitud. Permítame regresar a mis 20 grados tropicales. Y ya de regreso en mi país, lo primero que echo de menos es al policía a quien entregar a ese insolente empeñado en levantar mi mundo moral con una palanca imaginaria. Sobre que no hay ley que se lo prohiba. Quizá me sepa casada. Quizá conozca la afición más apasionante de mi esposo. Mi esposo es un paciente y pacífico coleccionista de sellos de Correo. Pero ese hombre ignora, sin duda, que mi marido, además de coleccionar sellos, también colecciona blancos. Como otro tropical cualquiera es campeón de revólver. Y el tiro al blanco le pasiona tanto como los sellos de Correo. Pero más que a los sellos ama a su mujer, a la que no trata como hembra, sino como dama. Una dama a la que no tiene durmiendo en la yacija de una cabaña perdida en el desierto gélido como usted dice. Y si en el Polo Norte pueden brotar las amapolas, aquí la flor de marpacífico, tan roja como la amapola, se da silvestre. ¿Comprende?

-Si nos apasionamos no habrá manera de entenderse. Si no le molesta le diré que usted, como mujer es también un poco esquimal. Su pudor-óigame tranquila, hágase la sueca-varía algo de la noche a la mañana. Usted no se atrevería a lucir ese mismo escote en las tiendas al mediodía. Ese joven de encontrarse con usted en la tienda, tal vez pasase indiferente a su lado. Tengo la seguridad que no se acercaría a decirle que le hiciera el favor de desabrocharse los botones de la blusa para confirmar la belleza del escote que le había visto la noche anterior. Nuestros “gangster” son un poco agríos, pero son nuestros “gangster”. Usted es muy pudorosa pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones con el pudor. Es una cuestión de pulgada más o menos. Los vestidos de las mujeres siempre tienen la misma tela. Por la noche bajan y por la tarde suben. A unas horas el pudor está en las piernas y a otras en el escote. Y en cuanto al matiz del ajustador…

-¿Quiere usted hacerme el favor de quitarse las gafas oscuras?

Obedecí, me miró a los ojos, hizo una mueca muy graciosa con los labios y me dijo:

-No se tiña la partida de nacimiento. A su edad son muy peligrosas las expediciones árticas. Dedíquese a coleccionar sellos de Correo.

Y volviéndose en voz alta a la tertulia:

-Señores: recuerden que aquí hay un hombre de negocios que tiene la buena costumbre de levantarse a las seis y media de la mañana. Y quedan todavía muchos conciertos de la Orquesta Filarmónica. Mi esposo debe estar impaciente esperándome, porque también madruga. Sale de casa al amanecer. ¡Es un tirador formidable! Apaga un cigarrillo de un tiro a cincuenta pasos de distancia.

Cuando nos levantamos ya no estaba allí el joven de los ojos indecentes.

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