Por Lfovrdrain Denvte
(1938)
Y aquellos nombres prodigiosos de países lejanos, de ciudades desconocidas, resonaban en sus oídos.
¡Qué lindos viajes iban a emprender, ellos que no habían visto nada!
–Pero eso no es todo – explicó el agente–. Ustedes pueden coger todas las estaciones de Europa. He aquí Viena, Bruselas, Sttutgart, Berlín… Después, en un segundo volvemos a París. Ahora tenemos la Torre Eiffel: una conferencia sobre la educación de los hijos.
Una voz clara, y comprensible, decía:
“A veces los padres cometen el error de querer matar en sus hijos la “vocación”. Quieren conducir a sus hijos por un camino que ellos repudian por no estar de acuerdo con sus aptitudes. De esa manera los padres suelen ser dedicados a sus hijos para toda su vida. Nadie debe contradecir la vocación de los jóvenes, esa vocación que parece dictada por una voluntad ineluctable y que convierte a ciertas personas en seres privilegiados”.
Con la mirada fija en el aparato radiofónico, los esposos escuchaban. Luego se miraron, asombrados de que una voz extraña le dijera lo mismo que habían pensado a través de los años, pues el tiempo los había obligado a rectificar.
¿No eran ellos los únicos responsables de su propia desdicha? ¿No eran ellos quienes, con sus manos destructoras, guiados por un espíritu estrecho y atrasado, habían sido los autores de tantas miserias?
Cuando se fue la gente, el viejo volvió a acercarse a la máquina mágica. Sus manos vacilantes temían tocar aquellos botones, de dónde surgía el misterio.
Sin embargo, se atrevió, y se reanudó el encantamiento.
Desde entonces, su existencia se modificó. Ya no estaban solos. El instrumento, en su interior, contenía centenares de vidas.
Poco a poco, aprendían a descubrir el verdadero sentido de la existencia. Charlas agradables instruían sus espíritus. Y ellos, que habían pasado tantos años detrás del estrecho mostrador de una oscura tienda, decían ahora con pesar:
-Nosotros no hemos vivido; no conocemos nada. Hemos vivido en París ignorándolo como el último habitante de una ciudad lejana. ¡Y queríamos hacer de nuestra hija un ser semejante a nosotros! ¡Qué aberración!
Así, poco a poco, reconocía tardíamente su error. Y sus corazones ulcerados experimentaban cierto alivio, cuando hablaban de ello en voz alta.
Ahora hablaban de su hija. Y de tanto evocarla, la hacían revivir. No, ella no estaba muerta. Ella estaba en todas partes: en cada detalle de aquel humilde hogar. Allí estaba el búcaro que sus padres le habían comprado en su cumpleaños. Y del fondo de los armarios, ellos habían extraído viejas fotografías de niña y de muchacha. La ampliación de una de ellas adornaba la pared; y sobre casi todos los muebles, a las efigies de Magdalena sonreían dulcemente.
En el jardín, su padre había sembrado las flores que ella prefería. El color y el perfume de aquellas flores le hablaban de ella.
Una noche, mientras que los árboles se quejaban bajo el viento, los dos viejos estaban sentados cerca de su aparato de radio, hicieron girar el botón y detuvieron la aguja en la estación “Bruselas” … -dijo una voz-. Vamos a transmitir la partitura de “Mignon”, que comienza en él “Teatro de la ópera”, con la célebre cantante Madelena Delleversa.
Los esposos Dellervers se miraron, temblorosos.
– Así mismo- dijo el viejo.
John ¿No será nuestra hija Magdalena que ha variado su nombre, para actuar en el teatro?
-No sé, vamos a escuchar.
De pronto, una voz de mujer, grave, profunda, deliciosa, se elevó.
Desde las primeras notas, el corazón de los viejos suspendió sus latidos. Era su hija la que cantaba. Aquella era su voz, embellecida, más formada, con más calor en sus acentos nuevos. Ellos la reconocían. Entre mil otros cantos, la hubieran reconocido.
Entonces, acercando aún más sus sillones al aparato, e inclinándose hacia adelante, los dos viejos escucharon, con las manos sobre el pecho para contener su emoción.
No había ningún otro ruido en la casa. Afuera, solo los árboles, sacudidos por el viento, y lloraban en la noche fría. Y los corazones de los viejos, al ritmo de la voz. Sollozaban de alegría y de pena al mismo tiempo.
Las notas se sucedían. Mignon gritaba su dolor al anciano errante que buscaba su hija; y más tarde, al joven que había conmovido su corazón por primera vez.
Una romanza decía: “¿Conoces el País donde florecen las naranjas? Allá es donde yo quisiera vivir, amar y morir…”
Los dos viejos lloraban. Sus ojos, que habían permanecido áridos durante largo tiempo, dejaban ahora brotar a raudales las lágrimas.
¡Ah, si hubieran podido prolongar indefinidamente aquel canto!
¿No vivían, ellos también el drama conmovedor del libreto de “Mignon”?. Ellos habían encontrado su hija perdida. Ahora sabían dónde estaba ella.
Las ondas magnéticas, conduciendo en el espacio la voz de su hija, les habían proporcionado la única alegría que ellos hubieran podido desear en la tierra; habían realizado “un milagro”.
***
Las últimas vibraciones acaban de extinguirse. La ópera ha terminado. Pero, en la casa de los viejos, las paredes han conservado el sonido de las notas queridas y lo repiten aún a los viejos, que permanecen en sus sillones.
Ahora, ellos hablan: su felicidad se traduce en palabras atropelladas, en proyectos, en esperanzas…
¡Su hija, cantante del Teatro de la Ópera, de Bruselas! ¡Qué sueño tan maravilloso!
Todos sus prejuicios se han desvanecido…
– ¿Voy a escribirle…? ¿Qué te parece? – dice la vieja.
Y el viejo contesta, tembloroso de emoción:
– Eso es. Espera… Ahí está la tinta, la pluma… Debe decirle, antes que nada que la hemos perdonado, que queremos verla… Que venga a descansar aquí… de cuando en cuando… Bruselas no está lejos… Además, los teatros de París no tardarán en llamarla… Nuestros sueños antiguos pueden realizarse todavía…
FIN
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