LA VIDA “REMOVIDA Y TRITURADA” DE VINCENT VAN GOGH

Written by Libre Online

19 de septiembre de 2023

EMMA PÉREZ (1957)

Otra vez Van Gogh siempre Van Gogh. Veámoslo acercarse con la cabeza un poquito inclinada del lado donde le falta la oreja y no temblemos si nos dicen que llega de una de esas casas fuera del mundo que se llaman manicomios. En voz alta —ya que a Van Gogh no le gustaron nunca los tapujos—: el loco no es él. Es el universo alucinante en que todo pasa vertiginosamente, el universo que gira en espiral, con sus árboles que arden y se retuercen como llamas, su mar abrumado de cansancio, pero cargado de electricidad, su cielo palpitante como infinitas entrañas de bestias gigantescas, sus estrellas explosivas como millones de bombas atómicas, su terror. 

Si detrás de Vincent Van Gogh vienen muchachos gritando “¡Al loco, al loco!” (como le gritaban los hijos de los mineros del Borinage, a los que quiso consolar a toda costa de la miseria del mundo), sí todavía lo persigue ese grito —ese acoso que se produce contra todo el que es como es y no puede ser de otra manera— no nos dejemos impresionar. Aunque porfiando temerariamente por obtener de la Naturaleza y de los hombres las respuestas a las preguntas que lo torturan, Vincent Van Gogh no está loco, lector. Es la misma lucidez, pero además la misma bondad, la misma compasión, el mismo amor. Si sus contemporáneos se murieron sin saberlo, allá ellos, los sórdidos infelices. Nosotros no. Nosotros somos dichosos   porque lo queremos: “¡Buenos días, adorado Vincent!”

Cada año, cada mes, cada semana —no sería exagerado añadir «cada día— se publican libros y artículos, así como se abren exposiciones, del pintor más amado de la tierra, pero a quien este exaltado amor no le llegó a tiempo. Ya está desbocado el corazón. Porque no se puede precisar sin sentir martillazos de dolor contra el tórax, que fuera de su hermano Theo, a Van Gogh no lo quiso nadie mientras inclinó treinta y siete años su frente en el mundo. Porque no se puede ni sospechar, sin sentir coces de caballo en el pecho, que a Vincent Van Gogh, que tanto suspiró por la amistad, que decía: «Estoy soñando siempre en un cuadro con un grupo de animadas figuras de amigos», no se limitaron a no quererlo, sino que la jauría lo persiguió y fue devorado. Dice Bausse: «Por su aspecto y su manera de ser, Van Gogh movía a risa porque actuaba pensaba, sentía y vivía de forma por completo distinta a la de todos los jóvenes de su edad. En su rostro había siempre una expresión abstraída, reflexiva, grave, melancólica». No estoy de acuerdo. El retrato de Vincent a los diecinueve años es el de un hermoso adolescente con los rasgos marcados de los holandeses, que expresan una enérgica dulzura. Todos los jóvenes a esa edad son serios y graves menos los tontos). Sin que eso signifique que no sepan reír. Vincent sabía reír. Lo hacía jovialmente, con toda su alma y la cara parecía iluminársele, que eso es la risa. Lo que ocurría era que no era culpable y los culpables no lo perdonaban. Siempre lo mismo: «¡Perdonen a Barrabás y maten a Cristo!»…

—¿A quién bajamos de la cruz, a Jesucristo o a Barrabás?

—¡A Barrabás, a Barrabás!

En su último libro — “Liberez Barrabas”— Gilbert Cesbrón nos habla del clamor abominable que cada día exige que se mate al inocente y se libere al culpable. Cada día, bajo nuestra complicidad, el veredicto es el mismo.

Pero Van Gogh presintió que lo querrían. Escribió: “Me gusta más pensar en la próxima generación”. Sólo que fue como siempre humilde. No una generación, sino muchas, olas y olas de hombres —que se sustituyen con el inexorable ritmo de las del mar— “le aman y reparan— como dice Castillo Elejabeytia, periodista español —el desconocimiento y el olvido de sus contemporáneos, porque hasta el último año de su vida no se escribió sobre su obra más que una nota de un amigo holandés y sólo en enero de 1890, nueve meses antes de su muerte, apareció el primer artículo elogioso, escrito por un crítico de talento: Albert Aurier, en el ‘Mercure de France’, trabajo que alegró mucho al pintor”. ¿Alegró a Vincent? Al contrario. Podemos leer en una de sus cartas, a Theo: “Ruega al señor Aurier que no escriba más artículos sobre mi pintura; dile, con insistencia, que ante todo se equivoca a mi respecto, y que, además, me siento demasiado abrumado por la pena para hacerle frente a la publicidad”. ¿Qué podía producirle alegría al destrozado? Sobre los cimientos de una vida “tan removida y triturada” como la de Van Gogh, ¿qué no era triste?…

Muchos lectores—entre ellos usted con su pasión— me han preguntado qué pueden leer sobre el pintor de los girasoles. Creo que, sobre todo y para toda la vida, como un libro de cabecera, como una Biblia, al propio Van Gogh. Sus “Cartas a Theo” -el hermano las conservó todas, con el instinto seguro de guardar un tesoro— son inagotables. Trastornan muy profundamente, pero consuelan, que ese es su fin, como el de toda la obra de Van Gogh, como el de su vida. Leyéndolo a él, a Van Gogh mismo, lo tendrán mejor, lo conocerán sin mixtificaciones.

Lo que no les recomendaría jamás, lo que les suplico que no hagan, es leer libro alguno —salvo el rendidísimo de Karl Jaspers “Genio y Locura”— sobre la enfermedad de Van Gogh. Médicos, psiquiatras, psicoanalistas, buscando triunfar a base de la celebridad de Van Gogh, han escrito sobre “su caso”. Sin sensibilidad humana —porque no bastaría ni la sensibilidad artística, que ellos, por otra parte, tampoco tienen, esos autores— no han logrado sino demostrar que Van Gogh se les escapa. 

Dijo Arthur Adamov acerca de esta clase de estudios: «La patología no explica nada (ya que el espíritu no se enferma.) ¿Es mucho pedir que se exija el respeto, el silencio?»… ¡Quién va a exigírselo a una época escandalosa y morbosa, desenfrenadamente publicitaria, lo que quiere decir: sin piedad de nadie? Vi en México un libro de Pierre Marois consagrado al “Secreto de Van Gogh” … Para complacer el gusto por el escándalo de cierto público, su editor le había hecho poner una llamativa banda que decía en grandes letras rojas: “¿Mató Theo a su hermano Vincent?” No lo compré.

Otro libro sensacionalista —y me niego a decir “amarillo” porque para Vincent el amarillo era “el color de Dios”, “la suprema claridad del amor”— es el de M. Roelandt, también con una banda irresponsable: “Theo no comprendió el genio de Vincent”. Pasemos de largo.

No hay que desestimar el psicoanálisis. Freud le abrió ventanas hacia la luz a un mundo en sombras. Queremos a Freud. Por su genial contribución —la de Freud-, nuestro siglo será reconocido por la posteridad como aquel en que la liberación del hombre penetró en una fase decisiva. Las cadenas de toda suerte que aprisionan al individuo desde el día de su nacimiento se han sometido a análisis de un rigor sin precedentes. Freud lo hizo en el campo interior de la humanidad— en su subconsciencia, lector, y en la mía. Denunció la esclavitud que la ignorancia o la hipocresía de épocas anteriores había mantenido en secreto. Desconfíe de aquellos grupos o partidos que desprecien al psicoanálisis como “una ciencia idealista y reaccionaria” y bla, bla, bla. Esas gentes prefieren la horca —la horca para los otros— antes de permitir que se descubran las verdaderas causas de sus íntimos impulsos de poder, de crimen, de sadismo. La comprensión de la totalidad de la persona humana es para ellos el peor de los peligros.

Pero de la nobleza de Freud al sensacionalismo innoble de muchos psicoanalistas, hay un abismo. El psicoanálisis, empleado como instrumento de lucro, es una de las más terribles plagas de nuestra época. Pero hay más: empleado sin humanitarismo, en frío, es ya otra plaga. Particularmente en cuanto a Van Gogh se queda corto. Desde ningún solo punto de vista, por alto que sea, puede alcanzarse a Vincent Van Gogh.

Lector ¡la locura de Van Gogh! Jaspers, con su digna honestidad, nos dice que si la esquizofrenia de Strindberg, de Swedenborg y de Holderlin — otros genios — no le ofrece ninguna duda, la de Van Gogh sí, ligerísima, pero suficiente para permitirnos pensar que no se puede hablar de Van Gogh como de un loco. La fecunda enfermedad de Van Gogh —él la roturaba y la sembraba, la hacía fértil—es exclusivamente suya y hay que buscarle un nombre único. Jaspers le llama a Van Gogh “loco excelso”. Uno pide más.

Lo cierto es que las conocidas características de los locos no lo acompañaron a Vincent. Decía de los enfermos del manicomio de Saint Remy, donde fue recluido: “Enerva vivir con todos estos desdichados que no hacen absolutamente nada”. Pero él sí hacía, siempre, sin descansar, azotado por ráfagas de furia y trabajo. Tampoco tenía la astucia que generalmente determina a los locos, aunque sean genios. (La astucia de Strindberg era espantosa). Graguin contó que mientras estuvo con Van Gogh en la casa amarilla de Arlés —episodio que es del dominio del gran público desde que el director cinematográfico Minelli y Kirk Douglas llevaron la vida de Van Gogh a las pantallas del mundo—, lo vio a veces silencioso delante de su cama, dispuesto a herirlo. ¡Pero si se dejaba descubrir era que carecía de trastienda! 

No, no era astuto el transparente como el cristal, el claro como el agua Vincent Van Gogh. Todo lo contrario. Conociendo su temperamento fuerte que, si se le hostigaba o acorralaba, podía llegar a reaccionar con la mayor violencia, le escribía a Theo, su hermano, su sostén, la tierra misma que pisaba, el cielo mismo que lo amparaba: “Porque cuando las crisis se presentan no son cosa de broma y el riesgo de que me sobrevenda un ataque hallándome contigo o con otros, es grave”. 

En vez de astucia, esta precaución (la bondad es siempre precavida).  Sintiéndose culpable —el inocente—de darle tantos sufrimientos a Theo, le prometía curarse, como si de él, el pobrecito, dependiera. Cuando recaía y perdía él mismo la esperanza, pedía perdón: “Y si se reprodujera el ataque de nuevo, tú sabrías perdonarme”. Existe la tesis, desde luego debida a una psicoanalista, M. Algrisse de que Vincent se suicidó por no matar a Theo. 

Habiendo observado la coincidencia de las crisis de Vincent con los sucesos matrimoniales de la vida de Theo, la autora concluye que el complejo de Caín, que debió animar a Vincent cuando nació Theo, más joven que él y que se había transformado en amor filial, sufrió un choque en el momento en que la imagen del padre, bajo la forma dominante de Gauguin, provocó un desequilibrio que lo llevó primero a la automutilación (la oreja cortada) y lo mantuvo en un estado de agresividad, del que se liberó matándose, reclinando en el hielo del suicidio su sueño de volver al seno maternal. Todo esto ¿no es eximir al mundo de tu delito de dureza contra el hombre más suave y más dulce, contra Vincent? 

Si hubiera tenido un solo compañero, un pecho de mujer, una mano de hombre, un soplo de calor humano; si hubiera encontrado a Theo en su casa cuando fue a París porque el dinero de aquel mes se había retrasado y tenía que pagar la pensión: si hubiera estado el doctor Gachet—en cuya casa vivía en Auvers como pensionista—cuando él regresó del inútil viaje; si alguien lo hubiera llamado con voz dulce y tranquila por su querido nombre: “¡Vincent”,  si unos dedos hubieran alisado su rebelde cabeza de pelirrojo y refrescado sus párpados, ¿se habría suicidado Van Gogh..? No, pero entonces no hubiera sido él. Su destino—que jamás dejó de adivinar—tenía que ser como fue: dramático, trágico, digno de los héroes prometeicos que quieren socorrer, contra hombres y dioses, a los que sufren. 

Es verdad que nadie podría imaginarse a Van Gogh cubierto de honores, disfrutando en paz de la gloria, muriendo cubierto de cruces y condecoraciones en su cama muelle de sábanas finas. No él, no Vincent Van Gogh, del Bravante, de la provincia holandesa  estéril y dura, mojada a menudo por la lluvia, raptada demasiado frecuentemente por la niebla, pastada por vacas sombrías y “donde los pantanos ponen su tristeza”. No el segundo de los hijos llamados Vincent—el primero murió a las seis semanas de nacido—del pastor protestante de Groot-Zundert y la nerviosa, epiléptica, Anna Cornelia Carbentus, tres años mayor que su marido, terca y obstinada: no el hermano de Anna, de Elisabeth Huberta, de Wilhelmina de Cornelius y de Theodoro (Theo): no el mayor de los descendientes vivos de esa familia que él, Vincent, sacudiría como los vientos de las montañas azotan las alas de los cóndores. No aquel niño triste, taciturno, hermano inmediato del sepultado con su mismo nombre. Irónicamente “Vincent” significa “el vencedor”. 

Quien llevaba tan comprometedor nombre, supo, desde que tuvo idea del mundo, que él sería un vencido. Sólo que ¡cuánto hubo que acumular de incomprensión, de sordidez y miedo para vencerlo! ¡qué fuerte era, qué imposible de doblegar, qué difícil de inducir a la muerte! En la escuela fue un alumno sin brillantez, pero leyendo era insaciable, aprendiendo por sí mismo no tenía límites. Era inquietante su gran inquietud. Sólo hacía, desde muchacho, buenas migas con Theo. En fin, era “raro”. Ya tenía el rótulo en la espalda. 

Ya podía servir de blanco a la estupidez, al aldeanismo, a la hipocresía, a la maldad. A los 16 años — hay que trabajar, la familia es pobre, se espera de los hijos varones temprana ayuda—fue enviado a la Casa Goupil de la Haya, como dependiente. Lo que allí se vendía eran cuadros que fascinaron al chico Van Gogh. Sus entusiasmos, explosivos como las estrellas que pintaba después, asustaban — ponían alerta — a los dueños del negocio. Sin embargo, todo fue bien. La Casa Goupil de Londres, más importante, lo llamó, lo ascendieron. Veinte años, mayo, Londres en flor. Los museos, las exposiciones, los libros. Pero ¡ay! también Úrsula, el primer amor. 

Y también la primera carcajada brutal del rechazo. Porque Úrsula Loyer se burló de él. Por eso y porque en la tienda de Goupil se ponía a discutir con los clientes, no el precio sino el verdadero mérito de los cuadros, lo mandaron a la sucursal de París. París en otoño, cuando el viento tiene que arrastrar ríos y ríos de hojas doradas, cuando la soledad en la ciudad más difícil del mundo es menos resistible. Porque no consigue olvidar a la desdeñosa, regresa a Londres. Ella ha cambiado de dirección. No la encuentra. ¿Por qué —por qué, por qué— no pueden amarlo? Es entonces que se refugia en la religión, pero para quien ama como ama él, “el rostro de Dios es terrible”. Como empleado de la Casa Goupil, ya no es deseable. Provoca situaciones increíbles, insultando casi a los clientes cuando son estúpidos.

Vuelve a su hogar nómada, pues al pastor lo trasladan frecuentemente. Pronto ese padre se da cuenta de que aquel hijo es “una decepción”. Lo incita a volver a Londres y a buscar otro trabajo. Es en el internado escolar del pastor Stokes—un fantasma hipócrita— donde lo encuentra. Y donde no dura. De profesor es tan poco brillante como lo fue de alumno. Pero lo que hace que pierda el empleo es que lo mandan a cobrar recibos a los padres de los discípulos y que éstos son pobres de toda pobreza, habitantes de los “slums” que definió Dickens: “Cuchitriles privados de aire, carentes de agua, pesados de relente, donde no penetra la luz” … Adonde lo mandan a amenazar a los hombres con devolverles a sus hijos si no pagan los atrasos, es al infierno. Van Gogh no es capaz. ¡Mal cobrador se buscó el pastor! Lejos de exigirles pago alguno, les deja lo poquísimo que tiene. Por eso lo despiden. Quiere ser a su vez pastor para consolar a los hombres, no para expoliarlos. Estudia y se examina sin buen éxito para pastor — no sabe decir sermones sino leerlos. 

Pero al fin consigue que lo manden al Borinage, la región minera más desolada de Europa. Se diría un mundo abandonado, un mundo que sabe que lo han abandonado, donde “los techos de tejas rojas son lo único que pone una nota algo viva en esa extensión de hollín y miseria”. Tanta es la pasión que emplea Vincent en consolar, en cuidar enfermos, en enseñar niños, en socorrer, en amar a los hombres, que grandes y chicos, asustados por su frenesí de servirlos, se burlan de él. Pero eso no es lo que lo derrota, sino la jerarquía de la iglesia a que pertenece. Llegan a prohibirle predicar, le retiran la oportunidad de ayudar a los pobres, intentan cegar su corazón. Cuando se va, los mineros comprenden que están perdiendo a un amigo como jamás, tendrán otro y algunos lloran. Alguien murmura: «Quizás no era un loco sino un santo». Pero ya es tarde. Ya han vuelto a rechazar al hombre cuyo desgarrador grito de amor no será contestado, mientras él pueda oírlo.

Entonces es cuando Theo salva a Vincent. Lo cuida como a un niño y le promete ayudarlo a que sea pintor, no abandonarlo “no lo abandonó”. No se es pintor de la noche a la mañana. Cuesta ansias de muerte. Cuesta dejar toda otra posibilidad y salir al encuentro de todas las durezas. Ahora se trata del arte; cuesta llorar y gemir durante noches sin auroras. Al menos ese es el precio que está dispuesto a pagar Van Gogh, comprometiéndose para siempre a pintar telas capaces de consolar el corazón de los hombres. Theo ayudará. Trabajará para que él pinte—con lo caro que cuesta pintar—. Esto hará a Vincent sufrir hasta el espanto—ser esa carga, doblegar así— pero no incumplir el compromiso de pintar para siempre. “No hay misericordia; quien quiere alcanzar las profundidades debe pasar por calamidades y tormentos”. Esa decisión no incluía el nuevo rechazo de una mujer, de su prima Kay, viuda con un hijo: “No, no, jamás” y dicho con horror, para quemar mejor con hierros al rojo. Pero el destino de Vincent Van Gogh si lo comportaba: — “No, no, jamás”.

—Kay, reflexiona, Kay, te amaré de tal modo que llegarás a amarme, Kay, querida Kay…

—No, no, jamás.

Y no rio como Úrsula Loyer, sino huyó espantada. Sólo restaba el arte. A los 26 años—su vida fue tan corta que sólo le quedaban once para la terrible tarea—el verdadero destino de Van Gogh le sale al encuentro. Ya sólo pintar. El episodio de la prostituta Sien, a quien recogió con un hijo y estando encinta, y la que le sirvió de modelo para el inolvidable dibujo titulado «Sorrow», “Tristeza», «símbolo de la miseria», pasó sin más huella que la piedad que sintió después por la desdichada. Sólo pintar. Y soñar con una comunidad fraternal de pintores—para quebrar, vencer la soledad del hombre y la del artista, que son diferentes. Por eso la ida de Gauguin a Arlés, donde Vincent vivía en la Casa Amarilla y donde el dominante carácter del pintor de Noa Noa, provocó la primera crisis de Vincent, que ya no podía más. 

No alimentarse, beber ajenjo, fumar, trabajar como cien condenados, matarse, sufrir por agobiar a Theo, por no poder vender ni un cuadro para compensar al hermano, eran no poder más. Hoy sólo un millonario puede comprar cuadros de Van Gogh — y eso que dejó 850, sin contar los que se perdieron, hasta llegar a ¡tres mil! —pero, mientras vivió Van Gogh, no interesaron más que a un comprador, a una compradora, que adquirió, poco antes de Vincent suicidarse “Las Viñas Rojas” por 400 francos de entonces, unos 250 cincuenta dólares. ¡Sólo pintar! Y Theo siempre creyendo en él, guardando sus cartas como un tesoro, trabajando para los dos, sosteniéndolo.

 Aun cuando Vincent fue arrojado fuera del mundo de los hombres normales, Theo a su lado, firme, creyendo en él, en su lucidez y en su bondad. Aun cuando ocurrió lo irremediable, lo que fue recogido en una nota policíaca en la que apareció por primera vez en letra de imprenta el nombre de Vincent Van Gogh, Theo escudándolo, creyendo la verdad que Vincent tenía escrita en la pared de su cuarto de la Casa Amarilla: “Soy sano de espíritu”. He aquí lo que decía el periódico local de los artesianos pocos días después del escándalo de la oreja cortada: “El domingo pasado, a las once y media de la noche, el llamado Vincent Van Gogh, artista pintor originario de Holanda, se presentó en la casa de tolerancia número uno, preguntando por la llamada Rachel y le entregó su oreja diciendo: ‘Guarda este objeto preciosamente’. Después desapareció. Informada de ese hecho, que no podía ser sino obra de un pobre alienado, la policía se presentó al día siguiente por la mañana en casa de este individuo, encontrándolo acostado en su cama sin dar casi signo de vida. Este desdichado fue llevado de urgencia al hospital”. Hay que agradecerle al que redactó la nota, después de todo: contiene piedad.

Vincent es como un niño herido cuando lo llevan al sanatorio del doctor Rey. Tararea una canción que le cantaba su madre cuando lo dormía en brazos. Menos mal. Porque si la canción cesa, grita tanto que la garganta se le cierra, al silencioso, al cuando más, de pocas palabras Vincent Van Gogh. Lo peor es que, al volver a su casa, lúcido, le dicen que los vecinos, a instancias del alcalde, han firmado una petición de que lo recluyan definitivamente por peligroso. Y Theo va a casarse ¡y qué carga es! Quiere ahora más que nunca trabajar para pagar al hermano su deuda: “Si no es absolutamente necesario encerrarme en esa celda, entonces soy todavía bueno para pagar al menos en mercancías (en cuadros) lo que se considere que debo. Tú habrás sido todo el tiempo pobre para alimentarme, pero yo te rendiré el dinero o rendiré el alma”. Rendiría el alma y rendiría ríos de dinero que irían a parar al hijo de Theo (vive aún y se llama como él y su hermano muerto: Vincent Van Gogh).

Estamos en los dos últimos años de la existencia de Van Gogh. Los de la locura, los más fecundos. En cada uno de sus lienzos busca apasionadamente el secreto de la vida. Los colores resplandecen. Ya en los últimos meses la coloración se hace más intensa y algunos de sus cuadros del final son tormentosos como “Cuervos Sobre un Campo de Trigo”, que da terror. La tierra, las montañas — observa Jaspers– ‘parecen una masa que avanza arrolladora como una corriente de lava’. Pero Van Gogh no ha permitido que su enfermedad lo domine, él la domina a ella, hasta el fin. (Para conocer ese asombroso proceso, leerlo a él mismo, al amado, a Vincent, que quiere decir: “el vencedor”). Lo que sí no puede dominar es la melancólica idea de los sacrificios que le ha costado a su hermano. Pasa la raya y suma ¡qué pobre resultado cree obtener! Le llama entonces a la vida común de los hombres — casarse, tener hijos— “la verdadera vida”. Pero, aunque incluso llega a decirle a su arte “esa locura”, es su único camino, hasta el fin. Su persecución de los enigmas del universo lo arroja cada vez más lejos. Por entre cipreses que parecen llamas negras y torturadas, ¡hasta dónde llega, qué terror…! Agranda sus telas más y más, mientras se achica su esperanza. ¡Qué hijo diste al mundo, Anna Carbentus, cómo centuplicó tu obstinación, por qué senderos animados de un movimiento alucinante se alejó de ti, en una lucha que sobrepasó las fuerzas humanas! Pero las canciones que le cantaste no fueron olvidadas y, después de herido para morir, hablaba en tu lengua de su hogar y de tu regazo.

En un elogio a Picasso, dice Jean Cocteau: “En la iglesia de la pintura, Picasso es un Papa y Van Gogh fue un mártir”. Con lo que quiere significar que la pintura es ya una institución. ¿Es así? Y si lo es, ¿se les debe a los Papas, o a los mártires? Van Gogh, ni, aunque hubiera vivido hoy — en el caso de que el hoy sea mejor que el ayer— habría gustado de una fama patrocinada por snobs que no saben probablemente ni leer. El aborrecía la publicidad. A él su integridad le costaba lágrimas de sangre, pero las pagaba. Fue acosado y devorado por la jauría, pero dejó una obra que consuela el corazón de los hombres. Se sabe que la Iglesia de la pintura tiene mártires aún. No debió tenerlos. Vincent soñó que no los tuviera: “Al pintor del futuro— escribió— no puedo imaginármelo cual un individuo que, como yo, vive en pequeñas fondas y frecuenta los burdeles”. (Hay de todo, adorado Vincent).

Apréndase esto, lector: lo que diferencia a Van Gogh de los otros pintores es su ternura compasiva (mucho más compasiva que la de Millet). Pintaba para aliviar la tristeza humana, “que no acabaría nunca”. Sufría porque el arte era abstracto. Quería que lo entendieran los pobres aldeanos, el pobre cartero, las pobres muchachas del burdel de los zuavos, la pobre gente.

Cuando el Papa Pablo Picasso se defiende duramente de los que no comprenden sus cuadros, afirmando que tampoco pueden comprender a los chinos los que no saben chino, se sitúa en el extremo opuesto a Vincent el mártir. Este ansiaba ser entendido, pintar retratos con alma, que sus telas manifestaran a los hombres su sinceridad: “Lo que yo quiero es consolar a la humanidad de su destino en la tierra”. Para ello buscaba lo natural, lo sencillo — hasta zapatos viejos pintó Vincent—, lo cotidiano, lo accesible. Por eso ahondó tanto en la verdad, por eso la luz que mejor les venía a sus telas era la cegadora claridad del mediodía. Kart Jaspers, que adora a Van Gogh, dice en asedio de un libro científico: “Van Gogh me fascina. Tal vez y sobre todo a causa del logro que supone su existencia y de la idea del mundo que implica, pero también por el orbe espiritual que surge de su obra. Frente a él se siente como si se entreviera por un instante la última raíz de la existencia, como si las razones más ocultas de todo el ser surgieran de pronto a la luz. Se trata de algo enormemente excitante que produce en nosotros un efecto bienhechor”.

Después de haber convertido su propia vida en una de las llamas sombrías que fueron sus cipreses —para que los hombres pudieran entrever por un instante la última raíz de la vida—. Van Gogh cesó de vivir, sin una queja. «Ya sabía». Ya no tenía que seguir descubriendo terribles verdades a través de sus cuadros. Lo enterraron a 30 kilómetros de París, en el pequeño cementerio de Auvers. Sobre el trigo resplandeciente de agosto, trazaban círculos enloquecedores las alas negras de los cuervos. Menos de seis meses después, cayó Theo. Y, en 1914, sus restos fueron llevados a Auvers, para que las dos losas con sus nombres se acompañaran.

Hemos vuelto a evocarte, Vincent. Has llegado con la cabeza un poquito inclinada del lado donde te falta la oreja. En silencio, un tanto azorado, como andabas siempre. ¿A qué has venido sino a socorrernos, puesto que aún te necesitamos? ¿Puesto que la tristeza que dijiste no terminaría nunca está, en efecto, intacta? Gracias por acudir, por consolar. Por enseñar a resistir y a vencer, a pesar de todo. ¡Adiós, Vincent! ¡Hasta toda la vista, bendito amigo…!

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