Otro relato Histórico en LIBRE
Las aventuras y las vicisitudes del héroe francés que ayudó a los americanos a conquistar su independencia no caben en un breve artículo. El historiador G. Lenotre se limita aquí a relatar las peripecias más sobresalientes de su existencia, pero evoca al mismo tiempo una de las figuras femeninas más ilustres de la historia de Francia: la señora de La Fayette.
Por G. Lenotre (1955)
¿La Fayette! Una escapada genial hizo popular este nombre, desconocido hasta entonces, Fue en la primavera de 1777: el marqués de La Fayette tenía veinte años; a los dieciséis años se había casado con la señorita De Noailles de Ayen, que sólo tenía quince. Oficial desde esa época, vivía con ella, cuando no estaba en el regimiento —y no lo estaba casi nunca en su castillo de Chavaniac, en Auvernia. sólida construcción señorial con cuatro torres y un campanario.
Iba poco a la Corte, donde no agradaban mucho, a pesar de su exquisita cortesía y su afabilidad a toda prueba, la libertad de su lenguaje y la indocilidad de sus ideas.
Aunque adoraba a su joven esposa y a su hijo, estos afectos no eran suficientes para llenar su vida. ¿Qué seria esa vida? Igual que la de mucho», sin duda sin sorpresas, sin grandes acontecimientos, sin aventuras.
La impaciencia y la arrogancia de su carácter se rebelaban ante la perspectiva del camino tan fácil y uniforme que le ofrecía el porvenir y que se prolongaba, hasta perderse de vista, sin un obstáculo que vencer, hasta la lejanía de la vejez. Su ardiente imaginación soñaba con un camino más accidentado y menos directo que le mostrara aspectos imprevistos. Pero, ¿dónde podía encontrarlo y qué azar tomaría por guía?
Se hablaba entonces en las gacetas, de cuando en cuando, de acontecimientos ocurridos en América, tierra de ensueño que muy pocos franceses habían explorado todavía.
Las poblaciones del nuevo continente luchaban por conquistar su independencia; pero eso acontecía tan lejos de Vcrsalles y de la Opera que no despertaba el interés de los parisiense. El joven marqués de La Fayette, abrumado por la ociosidad de Chavaniac. vio allá el empleo de su exuberancia y su necesidad de acción y decidió ir a combatir por la causa de la federación americana.
Equipó por su cuenta, secretamente, un barco destinado a transportar bajo su dirección a varios oficiales instruidos, capaces de formar y disciplinar las tropas federales. Después de seis meses de espera y de preparativos, se embarcó en Burdeos el 26 de abril de 1777.
Llevó con él cincuenta nobles que seguían su ejemplo huyendo de la vida demasiado plácida del viejo mundo, en busca de aventuras bajo otro cielo.
La travesía fue favorable: después de siete semanas de navegación, el barco que llevaba a La Fayette y a sus entusiastas compañeros, ancló frente a Georgetown. Carolina del Sur, y enseguida el Marqués partió para Filadelfia, donde estaba reunido el Congreso de la Unión.
Solicitó dos favores; el de servir como simple voluntario y el de no recibir ningún sueldo.
Lo nombraron mayor general del ejército americano; Washington le ofreció la rústica hospitalidad de su casa, y de un extremo al otro del país, un inmenso clamor de alegría acogió a aquel joven que aportaba a los insurgentes el apoyo de su espada y el saludo fraternal de Francia.
Pero, enfrascándonos en el relato de las proezas del hombre a quien llamaron «el héroe de ambos mundos», nos arriesgaríamos a remover toda la historia de las postrimerías del siglo XVIII y de la mitad del siguiente.
Más vale volver a Chavaniac para encontrar allá a la señora de La Fayette y para seguir en esa admirable figura de francesa el reflejo del brillante destino de su esposo.
María Francisca de Noailles de Ayen, Marquesa de La Fayette. aceptó dócilmente el éxodo de América; se quedó en su castillo de Auvernia, ocupándose de la educación de sus hijos: Jorge y Anastasia.
Lo mismo que las esposas antiguas, que se consagraban pacientemente al hogar mientras los hombres estaban en la guerra, la joven Marquesa se resignaba a la soledad y esperaba confiadamente que los acontecimientos le devolvieran a su amado.
Las noticias de América eran escasas y lentas en llegar, y las cartas que afortunadamente se recibían, tenían varias semanas de retraso.
Pasaron los días, los meses, los años; La Fayette apareció al fin, a principios de 1779, pero para irse nuevamente; volvía en busca de refuerzos y a defender en Francia la causa de los insurrectos. Apenas tuvo tiempo para abrazar a su esposa y a sus hijos. Pronto se marchó de nuevo. Lo acogieron en Boston con entusiastas aclamaciones; ganó tres batallas y tomó por asalto los reductos de Yorktown, victoria que decidió a Inglaterra a concertar la paz.
De regreso nuevamente en Francia. el joven vencedor fue recibido en París como un héroe: el rey lo nombró mariscal de campo —¡a los veintiséis años!— las pescaderas del mercado le ofrecieron un ramo de laureles, suprema consagración de la gloria, y la reina María Antonieta quiso conducir a través de París, en su propia carroza, a la Marquesa de La Fayette hasta el palacio de Noailles, favor sin precedentes.
Esta, habituada desde la infancia por la prudente Duquesa de Ayen, su madre, a «desconfiar de las ilusiones», preveía ya los Ineluctables reveses de esa formidable popularidad; hubiera preferido a todo ese ruido la tranquila vida familiar, lejos del tumulto y las aclamaciones de la multitud; desconfiaba instintivamente de esos arrebatos populares, pero se resignaba a eso porque le agradaba a su esposo.
Cuando su marido se embarcó por tercera vez hacia el territorio, ella hubiera deseado con toda su alma retenerlo, conservarlo a su lado. ¿Pero de qué manera?
Esta vez la apoteosis esperaba allá al libertador. Washington se apresuró a recibirlo y le ofreció la hospitalidad de su retiro de Mount-Vernon: el Congreso de la joven república le confirió, para él y sus descendientes perpetuamente, el título de ciudadano de los Estados Unidos; le dieron su nombre a varias ciudades de la Unión, el estado de Virginia regaló a los habitantes de París un busto de mármol del héroe, y la provincia de Nantucket le rogó que aceptara un queso gigantesco, fabricado con leche de todas las vacas de la región.
Regresó, por fin, a Francia en el verano de 1784; había terminado su obra en el extranjero y se veía nuevamente en el viejo mundo un poco asombrado de los prejuicios seculares que encontraba y haciéndose sospechoso —hay que decirlo— a todos los partidarios de las antiguas tradiciones, que consideraban como un peligroso aguafiestas a ese revoltoso fundador de repúblicas y ese emancipador de pueblos.
En Francia, país de la cortesía, no le manifestaban sino con amables reticencias esa inquietud justificada; pero en Prusia se practicaba menos los buenos modales.
Una vez que La Fayette pasó por Berlín, mientras viajaba a través de Alemania, el viejo Federico II quiso verlo y, después de haber contemplado pensativamente las facciones de aquel aventurero francés, le dijo en tono de guasa:
—Yo conocí a un joven que, habiendo visitado regiones donde reinaban la libertad y la igualdad, intentó establecer todo eso en su patria, ¿Sabe usted lo que aconteció?
-No.
—¡Pues lo ahorcaron!
¡Lo ahorcaron! ¿Qué probabilidad habla de que se realizara algún día la predicción del cernícalo filosófico? La Fayette se echó a reír.
Ignoraba aún que el entusiasmo de las multitudes tiene flujos y reflujos más pérfidos que los del mar No tardó mucho en saberlo.
La popularidad
Pasaron siete años.
La señora de La Fayette permanecía sola en su castillo de Auvernia. Durante esos siete años, el renombre de su esposo había aumentado continuamente: el pueblo de Francia soñaba a su vez con la independencia y estimaba que el hombre que había roto las cadenas de los americanos estaba destinado a procurarle la libertad.
El castellano de Chavaniac era el ídolo de los multitudes, desde el primer día de la revolución Adorado como nunca lo había sido el rey, era como una especie de Mesías libertador para todos los que esperaban, de los grandes cambios que se preparaban, el retorno estable de la edad de oro.
Era el dueño de París; siempre que salía por las calles, una muchedumbre delirante rodeaba su caballo blanco.
Desconfiada, la Corte lo trataba con consideración y lo mimaba. Era comandante general de las guardias nacionales y por lo mismo, jefe de un poderoso ejército dispuesto a marchar a su primera señal. Su retrato estaba en todas las casas humildes, su nombre en todas las bocas, su culto en todos los corazones.
El dotó a Francia de una nueva bandera azul, blanca y roja: presentándola a los electores parisienses, predijo que esos tres colores darían la vuelta al mundo .
Y luego, de súbito, el viento cambió y se convirtió en tormenta: en octubre de 1791. La Fayette se vio obligado a renunciar a la milicia burguesa y lo enviaron al ejército del Norte. Pero la monarquía cayó; ahora el héroe despertada sospechas por su condición de noble. A punto de ser arrestado “como rebelde”, llegó a la frontera con veinte oficiales; un destacamento alemán lo detuvo y lo condujo a Namur.
Aristócrata para los revolucionarios franceses, fue tratado como revolucionario por los enemigos, quienes se alegraron de poder castigar al fin a aquel hombre que había perturbado el nuevo y el viejo mundo.
El 10 de octubre de 1782 el castillo de Chavaniac fue cercado por la fuerza armada de una banda de revolucionarios.
La Marquesa de La Fayette fue arrestada en calidad de esposa de emigrado, conducida al Puy y retenida como rehén.
Acogió buenamente la catástrofe que esperaba desde hacía tiempo: se mostró altiva y hasta insolente con las autoridades de que dependía su libertad, y su valor resultó tan impresionante que le permitieron regresar a Chavaniac, donde quedó prisionera bajo palabra.
Allá supo que La Fayette, detenido por las vanguardias enemigas, había sido conduco a Bruselas, donde gobernaba el príncipe de Sajonia teschen.
Este alemán suponía que la Fayette poseía el tesoro del ejército le sugirió que se lo entregara; pero el general francés le contestó que había salido de Francia sin dinero y que de ningún modo se hubiera atrevida a robar la caja que contenía la paga de sus soldados.
– Seguramente en mi lugar Vuestra Alteza se lo hubiese llevado – agregó.
Inmediatamente lo enviaron a la fortaleza de Wesel y lo encerraron en un calabozo. Sus carceleros le aconsejaron que suministrara al rey de Prusia algunos informes, que ese monarca necesitaba, acerca de la fuerza y las posiciones del ejército francés: La Fayette replicó fríamente:
– El Rey de Prusia es bastante impertinente.
Lo llevaron a Magdeburgo y lo metieron en una sombría celda subterránea; le negaron papel, tinta y plumas, para comunicarse secretamente con algunos amigos, utilizó pedazos de su ropa y un palillo de dientes mojado en hollín desleído.
Del registro de su maleta había podido salvar dos libros: “El Sentido Común” y “La Inteligencia”. Que pronto le fueron confiscados, lo que lo indujo a decir festivamente, en presencia del suboficial que lo vigilaba, que la inteligencia y el sentido común eran en Prusia objetos de contrabando; y le demostraron que tenía razón castigándolo por esa ocurrencia: Lo trasladaron a Neiss, región pantanosa de Ilesia, a doscientas leguas de Magdeburgo, y lo encarcelaron la fortaleza.
De allá logró hacerle llegar a su mujer, por conducto del embajador americano, unas breves palabras casi ilegibles, trazadas sobre un pedazo de tela: “Estoy vivo todavía”.
Lo tenían encerrado en una celda de tres pasos de ancho y cinco de largo, sin aire y sin luz; parees enmohecidas, heladas, cuatro puertas provistas de candados; no le permitían libros ni periódicos; lo vigilaban de día y de noche. Estaba enfermo, tosía, tiritaba de fiebre.
La Marquesa pensó enseguida en partir para reunirse con su amado cautivo. ¿Pero cómo podría irse de Chavaniac donde la retenía su palabra de honor? Además se hallaba sin recursos suficientes para emprender un recorrido tan largo y arriesgado, pues no recibía ya ninguna renta y tenía deudas.
Comprendió que debía resolver ante todo esta dificultad: la falta de dinero. Se dirigió a gouverneur Morris, representante de los Estados Unidos, quien le contestó generosamente enviándole cien mil libras.
La Marquesa pagó sus deudas más imperiosas se guardó el resto de esa suma, esperando una ocasión que le permitiera ir a ver a su esposo. La idea de que su compañero vivía en una tumba lejos de ella, ponía a su corazón “en un estado tan desgarrador que ninguna expresión podía describirlo”.
El terror fue “puesto a la orden del día” el 5 de septiembre de 1793: el 17, la Convención decretó la terrible ley de los sospechosos. El 12 de noviembre la Marquesa de La Fayette fue arrestada de nuevo y encarcelada en Briude, donde permaneció seis meses; luego llegó la orden de trasladarla a París.
Antes de separarse, probablemente para siempre, de sus hijo Jorge y sus hijas Anastasia y Virginia. Esta última, nacida después de la guerra americana, llevaba el nombre de una provincia de los Estados Unidos, les recomendó que si ella moría, trataran por todos los medios de reunirse con su padre.
Llegó a París después de nueve días de viaje y la encarcelaron en la prisión de La Force.
Morada horrible: las presas estaban alojadas allí más o menos como las fieras en las jaulas de un jardín zoológico; los enormes perros del portero ladraban sin descanso; el alboroto no cesaba nunca; los carceleros, armados con barras de hierro, daban tremendos golpes en las rejas de las ventanas.
Al cabo de unos días la condujeron al Plessis, depósito de presos donde Fouquier-Tinville, el acusador público, escogía a los infortunados que iban a perecer en la guillotina.
Estaba allí muy cerca del patíbulo en el cual caían diariamente las cabezas de los que fueron amigos de su esposo.
Todos los días, al anochecer, entraban carretas llenas en el patio de la prisión, llevándole al alcalde nuevos “huéspedes”, y todas las mañanas penetraban bajo el pórtico otras carretas, en busca de los que debían ser decapitados.
Los ujieres del tribunal recorrían los pasillos pronunciando veinte nombres; los nombrados tenían un cuarto de hora para prepararse.
Los rodeaban, los exhortaban a la resignación, se colocaban en fila para verlos pasar, para saludarlos por última vez, para recibir sus supremas recomendaciones.
En aquel vestíbulo de la muerte, la señora de La Fayette vivió durante largas semanas. Sabía que detestaban su apellido tanto como lo habían adulado, y todos los días esperaba oírlo resonar a la hora de la llamada.
Le servían la comida – potaje de judías mal cocinadas- sobre una mesa común, sucia y fea, en una escudilla y con una cuchara de madera.
Las comensales pertenecían a todas las clases de la sociedad. Condesas y marquesas se sentían al lado de actrices de la Opera; la señora de Richelieu tenía su asiento la lado de una mujer de apellido Moreau, una giganta que había matado de un puñetazo a su rival, durante una riña. Había rameras, marquesas, verduleras y burguesas, algunas puleras y coquetas; otras, andrajosas y llenas de parásitos.
En ese revoltillo la señora de la Fayette encontró a su prima, la Duquesa de Duras; las dos parientas, que la vida mundana había distanciado, se reconciliaron allí y renació entre ellas un afecto perdurable.
Unos días después de ese encuentro, tuvieron que darse pruebas de su mutua amistad. La señora de La Fayette se encargó de comunicarle a su prima la noticia de que el padre y la madre de ésta, el mariscal y la mariscala de Mouchy, habían perecido en un cadalso. Poco más tarde, la señora de Duras se encargó de una misión igualmente dolorosa respeto a la señora de su prima: la guillotina acababa de decapitar a la abuela, la madre y la hermana de las señora de La Fayette.
Cuatro días después el terror finalizó de pronto.
Se abrazaron alegremente en los pasillos del Plessis: a cada momento la puerta se abría, y se oía a la multitud gritar en la calle: ¡Libertad!
Más de mil presos libertados sin juicio en los primeros días de Fructidor: la señora de La Fayette no figuraba en la lista de esos afortunados. Su nombre, que tanto la enorgullecía, la hacía sospechosa aún.
A instancias del embajador de los Estados Unidos, obtuvo el favor de “continuar su arresto” en un sanatorio, donde pasó el otoño de 1794, rudo tiempo de hambre y privaciones de que se consolaba pensando que pronto podría seguir su camino hacia Alemania, con el fin de reunirse con su esposo que Prusia, cansada de torturarlo, había cedido a Austria que ahora estaba preso secretamente en la ciudadela de Olmutz.
El socarrón Emperador de Austria
Una de las constataciones más interesantes de esta dramática historia debe ser que la república americana no abandonó a la esposa de su libertador: El Ministro de los Estados Unidos se ocupaba de ella con perseverancia; al reconocimiento de ese noble pueblo tanto como a los esfuerzos de la señora de Duras, la señora de La Fayette debió su liberación definitiva.
Se refugió primeramente en casa de su tía, la Condesa de Segur; la miseria era tan grande que la ilustre familia vivía del producto de los sainetes que escribía el Conde de Segur y que representaban con éxito los pequeños teatros de París; los muchachos cultivaban hortalizas y recogían leña seca.
La señora de La Fayette se apresuró a proteger a su hijo Jorge de las perturbaciones que su alma inquieta presentía aún: decidió enviarlo a los Estados Unidos. El joven se embarcó en Burdeos, con nombre supuesto, en compañía de un profesor encargado de presentarlo a Washington y de no dejarlo hasta el momento en que toda la familia pudiera, según los deseos de la Marquesa, encontrarse reunida en “la tierra de la libertad”.
Tranquila así respecto a la suerte de su primogénito, corrió a Chavaniac donde permanecían sus hijas pero estuvo con ellas solamente ocho días. En torno a la mesa familiar había un puesto vacío, el puesto de ausente. Hacía cerca de un año que no tenía noticias de su esposo.
¿Este había sucumbido a los malos tratamientos? ¿Vivía aún? Nadie lo sabía.
La Marquesa salió de Auvernia con sus hijas. Al pasar por París, tomó un pasaporte para Filadelfia, continuó su camino y se embarcó ostensiblemente en Dunkerque en un buque americano que partió enseguida y se dirigió hacia Hamburgo donde ella sus hijas desembarcaron unos días más tarde.
Por fin iba a poder realizar el piadoso deseo que, desde hacía tres años, más que las catástrofes y los peligros personales, había ocupado todos sus pensamientos y guiado todas sus acciones.
En Hamburgo obtuvo del cónsul de los Estados Unidos un pasaporte para Viena.
Admirable y rarísimo ejemplo de gratitud política; dondequiera que la república americana tenía un agente, a la esposa de La Fayette le bastaba presentarse para ser protegida.
Con un pasaporte a nombre de la señora Motier, ciudadana americana, con este nombre atravesó toda la Europa, llegó a Viena y obtuvo una audiencia del Emperador de Austria, quien la recibió con cortesía y ante el cual se prosternó implorando la libertad de su esposo.
Francisco II, emperador de Austria, estaba dotado de una singular propensión a la ironía, según su comportamiento con aquella madre y aquellas niñas infortunadas; guardaba un feroz rencor al hombre que los soberanos de Europa usaban de haber desencadenado sobre sus cabezas el huracán revolucionario, sembrando locamente a través del mundo ideas de independencia.
Se excusó de no poder conceder a la esposa de aquel temerario el favor que solicitaba, alegando que “eso no dependía de él”, que “el asunto era complicado…”
Pero para darle a la Marquesa una prueba de su interés y mostrarle que apreciaba realmente su abnegación conyugal, consintió en ordenar que la encarcelaran con el hombre que ella reclamaba y que particpara en los sucesivo de su cautiverio.
Además, lo encontrará bien alimentado, bien tratado – le dijo-. Su presencia será para él otro placer.
Reunidos en Olmutz
Alegremente, la marquese se encaminó enseguida con sus hijas hacia Olmutz.
El 24 de octubre de 1795, cuando divisó en el horizonte las paredes y las torres de la vieja ciudad morava. Sintió una especie de desvanecimiento y se preguntó “si tendría la fuerza de soportar la inmensa dicha que iba a experimentar”.
Después de haber atravesado los puentes levadizos y los fosos, se hallaron en el patrio de la ciudadela. Un oficial las recibió y las entregó inmediatamente al carcelero.
En efecto, no eras visitantes sino prisioneras las viajeras que acaban de llegar, pues la orden del Emperador era formal. Las registraron les quitaron el dinero que llevaban y sus estuches de viaje: las empujaron hacia un oscuro pasillo; vieron un patio donde vigilaban treinta hombres armados y una especie de claustro rodeado por las puertas de los calabozos.
El carcelero buscó la llave que convenía; la cerradura rechinó; se abrió una puerta y luego otra. ¡Qué emoción!.
“Bien alimentado, bien tratado”, había dicho su Majestad el Emperador, burlón o mal informado.
Bajo una bóveda de escasa altura, apareció sentado un hombre flaco; estaba pálido, encorvado, patilludo, vestido de lienzo gris; miró, sin comprender, a aquellas desconocidas que entraban.
¿Quién era aquella señora de pelo canoso? ¿Y aquellas jóvenes, casi mujeres?…
La Marquesa no pudo relatar a su esposo las peripecias de su vida pasada sino por la noche, después de la comida. El ignoraba todo lo que había ocurrido en el mundo desde hacía tres años; ignoraba los peligros que habían amenazado a su mujer y sus hijos, las persecuciones sufridas, y también los acontecimientos políticos, los cambios, las guerras, los horrores del Terror y la gloria de nuestros soldados.
Fue necesario hacerle saber todo eso de una vez, sin orden , al azar de los recuerdos.
Ella le relató su miserable vida en el Plessis, su agonía de varias semanas, con el temor, al despertar todas las mañanas, de no poder ver la puesta de del solo. Y quiso que él también le contara sus sufrimientos, los refinamientos de crueldad de los carceleros prusianos, y además una tentativa de evasión combinada por Huger, un joven americano que fue condenado por ese motivo a trabajos forzados. Pues hay que reconocer, una vez más, que los americanos, agradecidos a su libertador, no lo abandonaron nunca.
¿No sería esa protección oculta lo que salvó del patíbulo a la mujer? ¿No fue esa lejarna asistencia lo que impidió a Alemana hacer desaparecer al esposo, como hizo desaparecer a numerosos presos en los subterráneos de Prusia y Austria?
La felicidad en el fondo de un calabozo
Los “placeres” prometios por el emperador Francisco II eran bastante reducidos.
No le permitían ninguna comunicación con el exterior, ningún auxilio religioso, ni siquiera ir a misa, aunque la celebraban un una capilla contigua al edificio: ningún servidor, hombre o mujer; tenían que servirse de una sola cuchara de estaño, sin tenerdor ni cuchillo.
Ni pluma, ni papel, ni tinta; la señora de La Fayette escribió la vida de su madre, con un palillo de dientes y un poco de tinta de China, al margen de las hojas de un volumen de Buffon, cuidadosamente escondido.
Pero el duro cautiverio en el húmedo calabozo acabó por dañar la salud de la Marquesa: estuvo enferma durante once meses, sin disponer siquiera de un sillón para aliviar la incomodidad del camastro sobre el cual pasaba los días y las noches, asistida por un médico que se expresaba en latín y entraba en la prisión bajo la vigilancia del oficial de guardia.
La prisionera se dirigió al Emperador, solicitando la autorización de ir a Viena con el objeto de consultar a un médico que hablara de manera comprensible.
Le contestaron que si salía de Olmutz no se le permitiría regresar.
La Marquesa prefirió quedarse.
La hora de la liberación
Más allá del mar, los ciudadanos de la libre América se indignaban sabiendo que el hombre a quien debían su independencia continuaba encarcelado.
Washington, presidente de los Estados Unidos, daba la orden a todos sus representantes acreditados ante las diferentes cortes de Europa, de no dejar ignorar la inquietud del pueblo americano por la suerte de La Fayette. Hasta le escribió una carta confidencial al Emperador de Austria “suplicándole que concediera al prisionero permiso para ir a los estados Unidos con la condición o la restricción que se le antojara”.
El Soberano austriaco continuó implacable.
Las señora de La Fayette no permanecía inactiva; se ha dicho de esta mujer enérgica que, desde el fondo de la tumba donde la habían sepultado voluntariamente dirigía toda una diplomacia para luchar contra la de la Corte de Viena”.
Precisión de pensamiento, límpida rapidez de la forma, lógica tenaz, prudencia, ingeniosidad para sugerir proyectos ya argumentos, todo eso estaba en las cartas patéticas y firmes “que conseguía escribir, a pesar de la vigilancia de sus guardianes, y remitirlas a las cancillerías extranjeras”.
Tantos esfuerzos tuvieron al fin su resultado. Bajo la presión de la opinión unánime, el general y sus familia fueron puestos en libertad.
Salieron de Olmutz, el 19 de septiembre de 1797; el padre enflaquecido, extenuado; la madre, arrastrando sus piernas roídas por las llagas; las hijas con fiebre y casi paralizadas.
El viaje duró quince días. Cuando llegaron a Hamburgo, fueron entregados por el residente austriaco al ministro d elos Estados Unidos. Había allá americanos que celebraron esa liberación tan deseada.
Después de cuarenta y ocho horas de descanso, La Fayette y su familia fueron a Dinamarca y se quedaron en Witmold donde los esperaba la hermana de la Marquesa, la señora de Montagu.
Nuevamente en París
A principios de 1800, La Fayette obtuvo la autorización de regresar a Francia; pero Bonaparte, temeroso de que otra popularidad perjudicara la suya, concedió el favor con una condición: el proscrito se comprometía a vivir retirado, lejos de París, y a no intervenir en los asuntos públicos.
La familia de La Fayette se instaló en un lejano castillo, propiedad que poseía por la herencia de la Duquesa de Ayen.
Pasaron los años. La Marquesa murió, el 24 de diciembre de 1807. Después de los funerales, La Fayette hizo tapiar la puerta de la habitación donde había muerto. Hablando de su difunta esposa, le escribió a un amigo unos meses más tarde:
“Durante treinta y cuatro años, su ternura, su bondad, su abnegación su generosidad encantaron, embellecieron y honraron mi vida, y yo estaba tan habituado a todo lo que ella era para mí, que no la separaba nunca de mi propia existencia. Cuando nos casamos, ella tenía quince años y yo dieciséis; desde entonces se consagró totalmente a mí, y mi vida era lo único que le interesaba…”
La Fayette retirado de todo hasta el fin del Imperio. Los grandes acontecimientos de 1814 y 1815 lo despertaron de ese letargo, pero pronto reconoció que no ha´bia sitio para él en el nuevo orden de cosas.
En 1824 quiso volver a ver la tierra americana, teatro de su gloria más pura. El congreso puso a su disposición un barco del Estado, que entró en las aguas de Nueva York el 16 de agosto de 1824; una escuadra de nueve buques empavesados, preparados por los supervivientes de las guerras de Independencia, lo acompañó hasta el puerto.
El recibimiento revistió un carácter de extraordinaria grandeza. La estancia de La Fayette en los Estados Unidos se prolongó durante catorce meses que constituyeron una marcha triunfal en los veinticuatro Estados de la Unión.
La Fayette regresó a Francia en octubre de 1825.
Cuando murió, a los setenta y siete años de edad, el 20 de mayo de 1834, la muchedumbre parisiense se mostró más curiosa que entristecida; con esa actitud contempló el paso del cortejo fúnebre en el cual marchaba una delegación de los Estados Unidos; varios americanos llevaban abierta la bandera mortuoria. Y así el acompañamiento atravesó toda la capital hasta el cementerio.
La tierra de Francia cayó sobre el féretro mezclada con tierra americana “especialmente envida para el caso”, según dijeron los periódicos.
Allá, del otro lado del mar, se celebró una grandiosa manifestación fúnebre; el Congreso otorgó a la memoria del libertador los mismos honores que a la del ilustre Washington.
Esta perennidad del reconocimiento de todo un pueblo a un extranjero, es único en los anales del mundo, y es esa gratitud lo que embellece más aún la célebre frase pronunciada hace tiempo por el representan de los Estados Unidos, sobre la tumba de La Fayette.
A principios de julio de 1917, cuando llegaron a París los destacamentos de tropas que acudieron a ayudar a Francia a triunfar sobre la barbarie, hicieron su primer peregrinaje al cementerio lejano y casi desconocido por los parisienses donde duerme el vencedor de Yorktown, bajo una lápida que los americanos nunca han dejado sin flores y sin banderas estrelladas; y allí el jefe de nuestros valientes aliados, como si respondiera a una llamada, lanzó este grito sublime, este grito de fidelidad y agradecimiento: “¡Aquí estamos, La Lafayette!”
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