Por Benito Novas (1958)
Circula por las biografías del Apóstol una figura que urge devolver a su real importancia y a su valor intrínseco: la de Don Mariano Martí.
Aún los cronistas más sensibles y penetrantes de la trayectoria martiana suelen pasar por alto los vínculos patentes de carácter, de temple moral, que partiendo del recio valenciano se repitieron en su hijo. Y es lamentable. Una de las pocas facetas que restan por escrutar en aquella existencia prodigiosa es la de su identidad filial básica.
Debiera ser innecesario señalar que José Martí “no cayó del cielo”, como se complacen en señalar sus beatos oficiales, influidos en el fondo por su inexcusable paralelo con Cristo, que una y otra vez se nos ofrece como el arquetipo de todo redentor de hombres en la época moderna.
Se tiende con exceso a dibujar un Martí exclusivamente debido a sí mismo, autocreado en lo moral, desarrollado incluso en forma de contrapunto inexorable con respecto a sus progenitores. Hay más indulgencia con la madre: se pone su nombre a las calles, se la evoca con tintes aún más significativos que los que tuvo en vida. El culto vivo de la maternidad, omnipresente en todo ser humano, ha iluminado tanto a Doña Leonor como el mito adverso del padre intolerante, despótico y cerril, fiel dechado del coloniaje ha oscurecido a Don Mariano.
Hay notoria injusticia en esa desigualdad de valoración. Tenemos el deber de rectificar. Cualquier momento es bueno, sobre todo cuando se ha tardado tanto en hacerlo.
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Antepongamos, por imperativo de sinceridad la imagen corriente del padre del Apóstol, así como el acervo anecdótico que ha inspirado hasta hoy los aguafuertes biográficos referidos a su persona.
El principal y hasta exclusivo, que parece haber sellado indeleblemente lo que debemos entender como el carácter de Don Mariano, pertenece a la adolescencia de José Martí. El mismo Apóstol ha dejado constancia discreta, pero sentidísima, del tremendo choque.
“Pepe” Martí atraviesa por entonces la fase estremecida, ardiente, irrevocable del adolescente idealista. Tiene dieciséis años, es estudiante, es patriota y vive espiritualmente prendido al ascua rebelde que incendia los campos de las provincias orientales. Sigue en secreto, con una esperanza centuplicada por la represión española, el mapa de la insurgencia capitaneada por Céspedes. En su lugar, la ilusión que conmueve su alma tiene que ser llama oculta bajo una reserva penosa, intolerable.
No se ha esclarecido aún bien si la oposición de Don Mariano a las actividades clandestinas de su hijo —las compañías levantiscas de su juventud estudiosa, el periodismo rebelde que se yergue en El Diablo Cojuelo y La Patria Libre—, dimanaba de un criterio cerradamente colonial o del simple desvelo paterno de los peligros que podía correr el joven. Ambas cosas pudieron influir, así como el temor materno y la preocupación por el cargo oficial que desempeñaba Don Mariano. Sería igualmente excesivo contemplar al celador como más o menos consecuente de lo que fue en realidad.
Lo cierto es que las tempranas actividades políticas y periodísticas de “Pepe” determinan el conflicto personal, cuyos detalles ninguno de sus actores divulgó jamás, entre Don Mariano y su hijo. Y resulta fácil imaginarse, como lo han trazado muchos biógrafos del Apóstol, el denuesto paterno, la admonición áspera, acaso ácida, la acusación, la exigencia, la prohibición, y luego, como reacción frente a la firmeza vertical del hijo, el castigo verosímil.
A esta escena responde la archiconocida carta de “Pepe” a Rafael María Mendive, fuente de la triste celebridad que desde entonces acompaña a Don Mariano:
“Me ha llegado a lastimar tanto —escribe, refiriéndose a su progenitor— que confieso a usted, con toda la franqueza ruda que usted me conoce, que sólo la esperanza de volver a verle me ha impedido matarme. La carta de usted, ayer, me ha salvado. Algún día verá usted mi Diario, y en él que no era un arrebato de chiquillo, sino una resolución pesada y medida”.
Ha bastado este documento histórico para que la opinión de muchos comentaristas martianos deje sentado a Don Mariano en el banquillo de los acusados. Y no se trata aquí de ensayar una disculpa en favor suyo. Los pleitos políticos extremos, sobre todo cuando son ventilados entre generaciones y nacionalidades distintas, no tienen solución a través del análisis. Sería tonto ponerse a discutir “quien tenía razón”, si “Pepe” o su padre.
En cambio, el paralelismo psicológico que cabe extraer de ésta y de otras anécdotas, tiene mucho mayor interés. Pues ese adolescente que confiesa la plenitud de su “ruda franqueza” y que sitúa el suicidio como “una resolución pesada y medida”, tiene profundos rasgos de carácter similares a los de su padre, objeto en aquel momento de su más dolida queja.
Aparte de las justificaciones que cabe hallar a su mutua intransigencia, resulta fácil mostrar, a través del choque ineludible, una común reciedumbre de temperamento y un hondísimo sentido ético que en ambos determinaba por sobre todas las cosas, inclusive por sobre los afectos privados, la conducta que siguieron en planos muy distintos.
Un dato posterior de la vida del Apóstol, cotejado con esta situación de 1869, ilumina perfectamente la raíz caracterológica de la discrepancia. En 1894, en vísperas de la Guerra de Independencia. Martí escribe a Máximo Gómez:
“El hijo que tengo, si me le falla a su país, o me lo engaña u oscurece, ni es mi hijo, ni lo defiendo contra mi patria”.
Por aquella fecha, el hijo del Apóstol tenía la misma edad que él tuvo cuando se enfrentó a su padre. ¿Recordaría Martí, al escribir las tremendas palabras, la actitud inflexible de Don Mariano, análoga éticamente a la suya de ahora, aunque de signo político opuesto?
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Revisar, aunque sea someramente, la biografía pública de Don Mariano equivale a tropezar con abundantes evidencias de integridad personal e insobornable firmeza, poco comunes. Es cierto que van acompañadas con frecuencia de una gran terquedad de ánimo, que desborda la energía serena para caer en la intemperancia autoritaria; pero jamás se le ve fallar en su entereza congénita y en su acusado sentido de la justicia. Torpe, indiscreto, sí, pero nunca indulgente con la inmoralidad, ni siquiera con la que amparaban las autoridades coloniales.
Para el efecto de destacar las analogías de carácter entre padre e hijo, basta señalar los rasgos de conducta más sobresalientes.
Se sabe que Don Mariano prefería las funciones que llevaran aparejado mando. Del ejército, donde alcanzó el grado de subteniente de infantería, pasó a la policía, donde ocupó el cargo de celador del barrio del Templete. Y aquí empezaron a mostrarse los rasgos que le darían relieve singular, como un funcionario a la vez chocante por su rudeza y respetado por su honestidad. La administración colonial en Cuba compartía con él la primera de ambas cualidades, pero estaba lejos de participar de la última.
En cierta ocasión, al celador le toca instruir de cargos a un liberto, acusado de sustraer varios cestos de champán. Durante la pesquisa, descubre que el delito ha sido exagerado. En consecuencia, entra en conflicto con su jefe superior, inclinado lógicamente a no otorgar el beneficio de la rectificación a gente de color, pero queda en su expediente, aunque con otras palabras, la constancia de su escrupulosidad, que el régimen hispano prefiere llamar “limitada capacidad”. En esta oportunidad, ser intolerante y rudo le hubiera ganado elogios, como el no serlo le atrajo censuras. Es algo que cabe anotar en su perfil psicológico.
Un suceso corriente de tránsito transparenta de nuevo la incompatibilidad de Don Mariano con el código no escrito de su tiempo, que manda preferir en todo momento a los poderosos influyentes. Disputan por la prioridad del paso un carretonero y un cochero. En el quitrín de paseo iba conducida una dama rica. Y a Don Mariano, que deambula por allí, no se le ocurre nada mejor que darle la razón al trabajador sobre la ociosa señora. Falta de malicia, y aun descuido del “deber” consuetudinario colonial respetado por todos. El “exceso” resulta agravado, según la querella presentada contra él, por el acto abusivo de haber apaleado al caballo del carruaje, a fin de hacerlo cejar.
Tal incidente, en el que se confunden un sentido elemental de la ética civil y una desorbitada energía de temperamento, colma la copa de la paciencia oficial. Don Mariano es destituido por haber “desconceptuado” a la dama, “de una manera que armoniza muy poco con el carácter e hidalguía española”, en un tiempo donde lo usual era “desconceptuar” al plebeyo. Los “principios de justicia y moralidad” corrientes entonces, invocados en la querella por la señora “damnificada”, militaban contra la sensibilidad de Don Mariano y lo invalidaron sin remedio.
Pasaron meses de penuria en el hogar del ex celador, hasta que éste, aprovechando determinados contactos personales, ingresa como capitán de partido en Matanzas. Apenas duró un año en el careo. El teniente gobernador estaba interesado en ciertos desembarcos clandestinos de esclavos. Don Mariano, por supuesto, no comulgaba con el inhumano procedimiento. De nuevo sobrevino la tajante disparidad de actitudes Martí, el perenne inflexible, se rompió antes que ceder.
Aquí aflora de nuevo el paralelo moral sutilísimo con el hijo. Promedia entonces la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, y “Pepe”, que apenas tiene diez años, discute con sus condiscípulos del colegio San Anacleto sobre la providencial contienda. En tierra castigada por la esclavitud y sedienta de redención humana en general, la identificación con la causa antiesclavista es frecuente en el patriotismo que surge “Pepe”, que acaba de leer el panfleto novelístico más célebre de la época. La Cabaña del Tío Tom, se pronuncia radicalmente por el gobierno de Lincoln, frente a los gratuitos “confederados” de su aula.
Coinciden en el tiempo y en lo trastemporal, las actitudes del padre y el hijo, orientadas según la misma brújula moral. Y de nuevo Don Mariano es arrojado de un puesto, precediendo a su hijo en el camino del fracaso honroso y del sacrificio por sus convicciones.
¿Será necesario revisar asimismo los casos en que el Apóstol dio constancia de su carácter indomable, obsedido por la justicia y la superación de sus semejantes, intransigente en lo esencial?
Lo innegable es que José Martí, del que resulta ocioso subrayar la superioridad espiritual que lo distinguía no solo de su progenitor, sino también de muchos de sus contemporáneos, se caracterizó siempre desde la adolescencia hasta la tumba, por la inflexibilidad de sus propósitos. Envuelto en las suavidades de su trato personal y las vivencias cristianas de su espíritu había un temple tan recio como el de Don Mariano, incapaz jamás de transigir un ápice en el camino elegido por él a la temprana edad de dieciséis años: una ruta tan rectilínea, tremenda y absorbente como las que únicamente transitan los émulos de Don Quijote, el arquetipo de conducta hispana por excelencia.
El hombre que no vaciló en enfrentarse a la mayor gloria de la emigración libertadora, al general Máximo Gómez, cuando creyó ver en la empresa de 1884 el peligro de una revolución autoritaria, engendradora verosímil de una república calcada en el régimen colonial; él que, sabiéndose principal depositario de la responsabilidad civil del esfuerzo emancipador, impuso su presencia en los campos de la insurrección, desoyendo todas las admoniciones y previsiones políticas, hecho que le costó la vida en la alborada de la independencia, tenía sin duda en su ánimo la indeclinable tenacidad heredada de su padre.
El Apóstol nunca permitió que nada ni nadie lo apartara de su obra, y supo imprimirle a su ejecutoria una firmeza de orientación excepcional. En el Partido Revolucionario Cubano, creación personal suya, actuó invariablemente como conductor exclusivo. Los que lo trataron de cerca supieron cómo las dulzuras de su palabra y de su trato íntimo no mermaban en absoluto la tensión con que su nerviosa mano sujetaba las riendas. Martí era un jefe político en toda la extensión de la palabra. Su autoridad, como la de un genuino apóstol, estaba envuelta en caridades inefables, pero relampagueaba como una espada en los momentos decisorios.
No puede negarse que por sobre todas sus dotes reinaba en él la virtud cristiana por antonomasia: la caridad de espíritu, y que su sensibilidad exquisita conocía modos inefables de acercarse al dolor y a la desnudez de las almas, ignorados por Don Mariano.
La justicia, no el amor, fue el rasgo sobresaliente del áspero celador valenciano. Pero si escrutamos detenidamente los resortes vitales que laten bajo el ánimo redentor de José Martí, descubrimos el mismo muelle de acero, idéntica voluntad inquebrantable, pareja fijación de propósito, desdeñosa de todo obstáculo y de todo reparo. Lo que en su progenitor fue obcecación frecuente, pasó a ser en él obsesión sin tregua, guiada por una idea. El vínculo, empero, es innegable.
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José Martí es lo que pudo ser su padre si hubiera pertenecido a otra generación, más cercana del cambio liberal que se avecinaba en Cuba y en el mundo; si la vida hubiera sido para Don Mariano, no la escuela ruda, sin ventajas ni amparos, que lo llevó del hogar valenciano a la emigración de Ultramar, de la cordelería a la marina, de ésta a la milicia, del ejército a la policía, siempre en tareas exigentes, ásperas, duras para él igual que para los que lo rodeaban; si hubieran pasado por su alma, como orearon la de su primogénito desde el momento de nacer, los aires libres y acariciadores de América.
Acunado en el trópico, como lo fue el Apóstol, por una atmósfera que ilumina y acaricia; envuelto en el afecto familiar y protegido por un mentor generoso como Rafael María Mendive, profesor de idealismo y poeta de gran sensibilidad. Don Mariano habría podido canalizar su sentido crudo y expeditivo de la justicia por derroteros más elevados.
No hubiera llegado a ser lo que fue su hijo, que ya traía en la frente, de nacimiento, “la estrella que ilumina y mata”; pero sus inconsecuencias y excesos de conducta, marginales y subalternos si se les compara con su intrínseco y puro sentimiento del deber humano, no habrían tenido la misma preponderancia en su conducta.
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El mejor homenaje a Don Mariano está en el comentario oral, la carta íntima, el verso revelador desperdigados por el Apóstol en la época de gestación de la Independencia
Los dos caracteres rectilíneos y enérgicos que chocaron, con timbre del mismo metal, en 1869 fueron descubriendo sus afinidades naturales en el curso de la existencia. Aquí actúa una ley psicológica que se repite casi siempre entre padres e hijos. La inexorable forja de la vida, que fue enseñando a José Martí la lección del sacrificio y nimbó su rebeldía nativa con el halo del amor a los hombres, operó en su progenitor un proceso sustancialmente análogo, aunque, por supuesto, de menores proporciones. Los años, la miseria, el exilio, la experiencia de tantas pruebas, dejaron poco del insufrible artillero, terror en su juventud de propios y extraños.
Jamás estuvieron ambos tan unidos como al participar de las amarguras y los fríos de la emigración. Las calamidades compartidas labraron entre ellos una comprensión que fue de las pocas dulzuras en el trayecto de dolores que les tocó transitar.
Y se dio entonces un fenómeno que sus fotografías nos revelan y que acompañamos como prueba gráfica en este artículo: llegaron a parecerse como nunca. La mirada fija bajo la ceja fruncida, el gesto melancólico de la cabeza algo ladeada y las mejillas hundidas, ascéticas, son rasgos que se repiten en ambos. Hasta el bigote frondoso —negro en el Apóstol, blanco en su padre —era una rúbrica de igual severidad en sus fisonomías.
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Una anécdota de la intimidad, transmitida por el mismo Apóstol, nos hace saber la transformación sufrida por el espíritu del anciano. Según ella, Don Mariano le habría dicho:
—¿Para qué crees tú que te eduqué, sino para que fueras un hombre libre?
No es preciso tomar al pie de la letra la expresión, fruto sin duda más de la imaginación que de la verdad. Don Mariano veía a la sazón su pasado como prefería contemplarlo, a la luz de su experiencia posterior. Es un suceso que ocurre a menudo en la vida. Y tampoco necesitamos darle a la frase un contenido exclusivamente político. Tiene alcance mayor.
La libertad, entendida dentro de la tradición hispánica, no se ajusta estrictamente al sentido institucional que le dio la democracia moderna. Coexiste perfectamente con un régimen de autoridad como el que prevaleció en España durante siglos, ya que radica más bien en la esfera moral que en la social; en lo interior y personal del ser humano, y no en lo exterior a él. El personaje central de El Alcalde de Zalamea, la perenne obra de Calderón, es tan libre como el rey a pesar de ser un villano.
Y en este sentido. Don Mariano se portó siempre como un hombre libre al modo español, que sólo admite a su propia conciencia —o en todo caso a Dios— como juez de su conducta. En lo hondo de sus determinaciones. Don Mariano fue tan independiente y soberano como el Alcalde de Zalamea. ¿Qué tiene de extraño que quisiera ver en su hijo a un dechado semejante de dignidad personal, y que al cabo lo viera cumplido en la realidad?
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Pero las entrañables palabras indican algo más: lo mucho que había andado la voluntad del viejo al encuentro con la de su hijo. En esa etapa definitiva de ambas vidas, ya no hay nada —ni nacionalidad, ni interés familiar, ni diferencias de credo —que los separe. Sólo queda, desnudo y patético, el amor de progenie. La semejanza fisionómica que señalamos no es más que el trasunto de su identidad fundamental.
“Tú no sabes, Amelia mía —manifiesta el Apóstol en una carta de la emigración—, toda la veneración y el respeto ternísimo que merece nuestro padre. Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos es un hombre de una virtud extraordinaria. Ahora que vivo, ahora sé todo el valor de su energía y todos los raros y excelsos méritos de su naturaleza pura y franca”.
Y a Fermín Valdés Domínguez, al fallecer Don Mariano:
“Mi padre acaba de morir, y gran parte de mi con él. Tú no sabes cómo llegué a quererlo luego que conocí, bajo su humilde exterior, toda la entereza y hermosura de su alma. Mis penas, que parecían no poder ser mayores, lo están siendo, puesto que nunca podré, como quería, amarlo y ostentarlo de manera que todos lo viesen, y le premiara en los últimos años de su vida aquella enérgica y soberbia virtud que yo mismo no supe estimar hasta que la mía fue puesta a prueba”. Finalmente, a su cuñado José:
“Yo tuve puesto en mi padre un orgullo que crecía cada vez que en él pensaba, porque a nadie le tocó vivir en tiempos más viles, ni nadie, a pesar de su sencillez aparente, salió de ellos más puro en pensamiento y obra…”
En estas tres citas que hacemos —y basta, a nuestro juicio, para dar por resuelta la cuestión—, aparecen destacadas por el propio Apóstol las virtudes que tenía en común con su padre y que le sirvieron para mantener enhiesta su existencia, bajo los mayores tormentos: la energía, la pureza y la entereza de carácter, puestas a prueba sin mengua en tiempos viles. Así, Don Mariano queda reivindicado.
“Nunca podré, como quería amarlo y ostentarlo de manera que todos lo viesen” … Esa confesión íntima de José Martí es como un mandato para que se haga lo que él no pudo hacer. Es uno de los cumplimientos necesarios del legado martiano.
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