La puntualidad es una expresión de buena educación y de respeto al derecho ajeno. Hace mucho tiempo fui invitado a predicar a una determinada iglesia, cuyo Servicio de Adoración había sido anunciado para comenzar a las 11:00 A.M. Habían transcurrido más de veinte minutos sin que se iniciara el mismo y finalmente me acerqué al pastor para preguntarle acerca de la demora. “El problema es que las personas empiezan a llegar cerca de las 11:30 A.M. y hasta esa hora generalmente no comenzamos”, me explicó con la mayor naturalidad del mundo. “¿Y por qué no anuncian entonces que es a las 11:30 AM la hora del culto?”, le pregunté. Su respuesta me dejó desarmado: “¡Ah, no!, entonces llegarían después de las 12”.
¿Es la impuntualidad parte de nuestra idiosincrasia?, suelo preguntarme. Yo tenía entendido que en Estados Unidos la puntualidad era una virtud social; pero eso era antes de que inventáramos la llamada “hora cubana”.
Los hispanos, debido a esa “invención”, nos hemos canjeado la fama de que no le hacemos caso al reloj. Me molesta mucho llegar a un sitio a la hora y tener que esperar por los que no se preocupan de darle la apropiada atención a sus compromisos.
Participé hace poco de un almuerzo convocado por una organización dirigida principalmente por clérigos norteamericanos. Llegué, como es mi costumbre, a la hora fijada, lo que me permitió tener algunos momentos de reflexión solitaria. ¡No había nadie, ni aún los “americanos” que suelen hacer chistes por nuestro singular manejo del tiempo!
Aunque estoy ciento por ciento en contra de la impuntualidad, voy a confesar que la misma me ha producido algunos beneficios colaterales. Lo primero es que siempre llevo un libro o una revista, y mientras espero suelo leer. ¡No sé cuántos libros he leído a lo largo de más de medio siglo! ¿Puedo deducir que los que llegamos a tiempo somos más cultos que los que llegan tarde? Sería vanidad reconocerlo; pero de vez en cuando nos gusta ser vanidosos.
Lo malo de ser puntuales es que no hay testigos para comprobarlo; pero además del tiempo extra que se nos da para leer, los que llegamos a tiempo nos entretenemos en observar las características del sitio en el que estamos.
Recuerdo que en una oficina médica, en uno de esos pequeños cuartos en los que se nos quiere dar la impresión de que somos atendidos mientras esperamos a solas por la aparición del facultativo, me puse a observar los cuadros en los que se exponían las características de un corazón normal. Me dio tiempo para aprenderme de memoria los nombres técnicos y hasta las señales de la compañía productora de los rótulos.
Al poco tiempo de conversar con el doctor le hice una mención “casi” profesional de lo que aprendí observando sus carteles ilustrativos. “¡No sabía – me dijo que usted supiera tanto de medicina!”. Mi respuesta le hizo escapar una carcajada, “No, yo no sé nada de medicina; pero si sigo viniendo aquí y cada vez que vengo me colocan en una habitación diferente, le aseguro que al cabo de un año me gradúo de M.D.”.
Voy a mencionar otra ventaja que nos conceden los impuntuales: ¡generalmente nos permiten encontrar el espacio de estacionamiento más cercano, y a la sombra! He perdido la cuenta de los programas de “La Tremenda Corte” que he disfrutado en mi automóvil mientras espero que abran la puerta del sitio al que me invitaron para la 1:30 PM, pero que no suelen abrir hasta después de las 2:00 PM.
Pero volvamos al tema de la puntualidad. Hoy día hasta el Papa escribe decálogos, y a mí se me ocurrió escribir, salvando la distancia inmensa que me separa del Sumo Pontífice, lo que he llamado “El Decálogo del Puntual”, y que gustosamente comparto en primicias con mis amigos de LIBRE.
1) Reconozco la justicia divina, pues a todos los seres humanos por igual, Dios les ha dado la misma cantidad de tiempo.
2) Mi reloj marca mi tiempo igual que el de todos los demás, por lo que entiendo que mi obligación es la de regirme por su autoridad.
3) Debo aprender a relacionar mis hábitos con las demandas del tiempo. Las cosas que debo hacer antes de acudir a una cita tienen que ser hechas con suficiente antelación.
4) Tengo que prepararme para llegar a tiempo, conociendo de antemano el sitio al que voy, y cómo ir, evitando, además, convertir mi automóvil en salón de belleza o en cafetería.
5) Mi respeto a la propiedad ajena es virtud de la que me enorgullezco, siendo así que debo tener en cuenta que cuando llego tarde a un sitio estoy robándole tiempo a los demás.
6) Hay cosas que se pierden y se recuperan, como la salud y las propiedades; pero el tiempo que se pierde es irrecuperable. Eso debe hacerme sentir más responsable en su manejo.
7) No debo echar la culpa de mi impuntualidad a otros. Si mi cónyuge tiene más lentitud que yo, debo insistir en que se apresure a riesgos de que no siga yo esperando; pero no debo irme jamás por la línea fácil de echarle la culpa de mi impuntualidad.
8) Hay que desechar las excusas. Si el tránsito era insoportable, si hubo un accidente, si están arreglando una vía, son excusas, que por repetidas, carecen de validez. El quid de la cosa está simplemente en salir más temprano.
9) No tire a broma su impuntualidad. Llegar tarde y hacer de eso un chiste es una falta de respeto para los que están ahí antes que usted.
10) Finalmente, preocúpese de construir una imagen propia de seriedad, y de responsabilidad. Una vez que le echen encima el “San Benito” de la tardanza, nunca más pierde la mala fama.
No pretendo haber resuelto el problema de nuestra impuntualidad; pero por si acaso se le ocurre ser más puntual después de haber leído este amistoso artículo, déjemelo saber. A lo mejor organizamos la primera Comisión Nacional de Hispanos Puntuales.
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