(Parte II de XX)
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
AL MISMO ASUNTO
y en fin sonarlas con deleite raro; todo esto es describir en un soneto la vida miserable del avaro. Manuel de Zequeira y Arango.
Evelio, con astucia, desde que formó parte de la empresa y conoció, comenzando por el Alférez, nombres y preferencias de todos los integrantes del grupo, sin excluir a los esclavos, sintió interés por la servidora de Dios. Al cura Augusto, una noche serena de luna llena, fue a la primera persona que trató de sonsacarle información sobre la enigmática mujer: Hijo mío, le respondió el fraile de edad indefinida, complexión maciza y barba entrecana, el primer sorprendido, al verla entre nosotros, fui yo. Conozco a muchas siervas del Señor, pero a sor Eugenia nunca antes la había visto. ¿Y cómo se identificaron mutuamente? Un buen día, durante los preparativos finales, apareció en el cuartel en el que nos acantonábamos y se presentó ante mí. Sin rodeos, dijo que monseñor Espada, en persona, le había encomendado la misión de acompañarnos a Puertas Abiertas, para que ayudara en la localización de restos humanos y colaborara, para que nada del rito católico se omitiera, durante los enterramientos. ¿Usted habla del obispo Espada? ¿El del cementerio…?, Evelio precisó. Así es hijo. Me refiero a Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa. Obispo actual de la ciudad de La Habana. Evelio tuvo intención de interrumpir pero el cura, con un gesto, no lo permitió y prosiguió.
PEDÍ PRUEBAS
Le pedí pruebas que avalaran sus palabras y, sin pensarlo dos veces puso ante mis ojos el documento, con todos los requerimientos del obispado, incluyendo sello y firma de Monseñor que, por cierto, conozco al dedillo. ¿A qué hermandad ella se debe? Para mí es un misterio, el sacerdote, con rostro incrédulo respondió. ¿Cómo es posible que un servidor de Dios no sepa identificar, por la vestimenta, a qué cofradía pertenece una monja? La cuestión es, el padre Augusto precisó, que esa fue una de las primeras preguntas que le hice porque los hábitos que viste son una mezcla imposible de atribuirlos a tal o más cual orden monjil. ¿Cuál fue su respuesta?, el joven, oculto tras una sonrisa cándida, demandó.
En verdad no entendí muy bien, y sigo sin entender del todo lo que ella explicó. Se refirió a un propósito santo y no público, por el momento, que se gestó en el mismo Vaticano y que implica a la Corona Española; a las autoridades eclesiásticas de la Península y las colonias. ¿Qué propósito…? Habló, con autoridad, del rescate de osamentas y almas herejes y de la proliferación de cementerios católicos, a los que calificó como cantera futura de santos locales.
HERMANAS DE LOS
CAMPOSANTOS FLORIDOS
Y usted, ¿qué pensó? Vi que estaba tan imbuida de fe cristiana y labor misionera que lo único que atiné a preguntar fue el porqué de su abigarrada indumentaria. Contestó que pronto, gracias a la proliferación de cementerios, como el que íbamos a construir y santificar en Puertas Abiertas, el Vaticano anunciaría la fundación de una nueva congregación de monjas que eventualmente se llamaría: Hermanas de los Camposantos Floridos. ¿Y la creyó…? El documento que mostró es auténtico. Además, monseñor, el obispo Espada, es muy dado a la construcción, inauguración y santificación de cementerios. Por fe y obediencia acaté y desde entonces apoyo la misión de sor Eugenia, el cura fue categórico. ¿Y qué hay del alférez Gonzalo? Sé que, también, con ella sostuvo una charla, pero no conozco lo que trataron. Me basta con lo mío, apostilló.
TRAÍA RON CRIOLLO
Y como Evelio traía consigo una abundante provisión de ron criollo y conocía lo dado que al licor era fray Augusto, desoyendo el tono final del cura, sonrió y haciendo gala de esa campechanía estudiada, que tan buenos resultados le había dado a lo largo de su joven y activa vida de pillo consumado, invitó al cura: Padre le brindo uno o dos tragos de ron. ¡No! Este usted no lo ha probado. Es lo mejor que se ha destilado en el Valle de los Ingenios.
A LA SOMBRA DE UN ATEJE
Al día siguiente de la conversación con fray Augusto, en el descanso del mediodía, a la sombra de un ateje, preñado de frutos rojos, que los guarecía del implacable sol tropical y, aunque no los libraba de enjambres combinados de guasasas y mosquitos, atenuaba el calor húmedo del bosque, en tanto almorzaban tasajo y boniatos hervidos.
Evelio, valiéndose de que el alférez Gonzalo y él estaban un poco alejados del resto de los hombres, buscó la manera, de apariencia casual, para preguntarle al militar, aprovechando que la monja, a vista de todos, comía junto a los esclavos: ¿Qué le parece sor Eugenia? Es una santa, su humildad y devoción a Dios la acerca a los que menos tienen. ¡Mírela…!
¡Mírela entre esclavos! El Alférez exclamó. Eso mismo pienso. Evelio, sin tener alternativa, secundó la opinión del oficial. No obstante, se aventuró a hurgar. Por las facciones, de la parte descubierta de su rostro y vitalidad física, aunque el ropaje religioso no permite ir más allá, estimo que es una mujer joven. Su apreciación es cierta, coincidió el militar y acto seguido abordó un tema diferente.
ENCUENTRO CON LA MONJA
Y ahora, al percatarse de la manera inteligente con que la monja iba goloseando sus pisadas, las elucubraciones anteriores comenzaron a tomar cuerpo. De ser cierto lo que pienso, esta monjita viene buscando lo mismo que yo. ¿Cómo se habrá enterado de las macuquinas…? Esperar y darle cordel, hasta ver qué sabe y a dónde quiere llegar es lo único que, por el momento, puedo hacer, el joven conjeturó. Conforme me contó el mulato Falcón, una de las dos ruinas tiene que haber sido la vivienda de don Maximino. De todas maneras, la que bajo el piso tenga un soterrado de acceso oculto es la que guarda las macuquinas de oro. Las de plata y algunas doradas serán fáciles de encontrar. Esas servirán de pitanza, para que el Alférez y demás vampiros se destrocen o se den por satisfechos. ¡Cómo molesta la dichosa monja!
EVELIO DEL FERRO
El joven Evelio del Ferro, impelido por la muerte del padre, había regresado a La Villa de la Santísima Trinidad luego de pasar algunos años fingiendo que estudiaba en España la carrera de leyes. El padre, don Paco, peninsular tozudo y de poca educación, a fuerza de trabajo y habilidad para los negocios, había creado un patrimonio respetable que le permitió, ya en edad madura, desposar a una joven trinitaria, doña Asunción, con la cual procreó dos hijos. Evelio, el primogénito y Emelinda, dos años menor. El matrimonio, según la sociedad imperante, aplicaba la regla que rezaba: Las mujeres para la casa; los hombres para trabajar y crear el bienestar hogareño.
(Continuará la semana próxima)
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