(Parte II de III)
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
El horizonte es futuro. Sin embargo, desde que fui echado de mi casa-isla, no hago otra cosa que venir a los pies de este faro; a la orilla de esta playa-isla, para imaginar que la lejanía de ayer es el porvenir que me aguarda, Moisés, sin desprender la mirada del confín, rumia: Agua salada, cielo azul, costa que no diviso; hambre de todo lo que pudo ser y no fue; anhelos y amores que el desarraigo forzoso no permitió que, ni tan siquiera, tuviesen un final armónicamente adverso constituye, en mí y los míos, un limbo indescifrable para el futuro que, como espejismo irónico, cruza y se hace inalcanzable. No obstante, al profundizar en la cavilación encuentra motivos que justifican el comportamiento desdeñoso del mañana. La ocurrencia es tan fuerte que, por primera vez, en la tarde se hace palabras. Apenas un susurro que los labios atrapan.
—El futuro no quiere equipaje tan pesado. Bastante tiene con la incertidumbre de su destino.
Y andando la rutina que envejece con el cuerpo, aprovecha la menguada luz crepuscular para, en esfuerzo de vista retrospectiva, vencer el abrazo del cielo con el agua e incursionar, siguiendo la costumbre, en su futuro de pasado. El único tiempo que colma sus sentidos; le anima la existencia y realmente posee.
Y Moisés camina por las calles ataviadas de otoño. Un otoño que no permite otras estaciones y agota las hojas tristes en desesperanzador ronroneo vegetal, a impulsos de un viento desaparecido, sobre el adoquinado que lo deposita frente a la reja del jardín, nunca antes visitado por él, donde reina la anciana poeta. Con naturalidad traspone la verja que gime en goznes de herrumbre salada.
La señora de cabellos blancos, vistiendo una bata de dormir, púdica y ancha, color luz de luna, permanece sentada en el desvencijado banco de madera, junto a la estatua de piedra negra del güije cabezón al que le falta un trozo de nariz, arrancado por un viejo golpe de odio. El jardín de árboles marchitos y setos de flores secas, en algún escondrijo de la escapada naturaleza vital, atesora un destello del verde que fue.
La mujer de piel pálida y cuerpo frágil, al sentir las pisadas de Moisés, levanta la mirada e inquiere con afabilidad.
— ¿Nos conocemos…?
—No lo creo —responde algo azorado.
— ¿Acaso eres un marino del barco Euryanthe que regresa por mí…?
—No soy marino ni he venido en barco.
—Pensé que el Capitán volvía para revivir el amor que nos tuvimos —la poeta dice con hálito resignado. ¿Entonces, quién eres…? —recela.
—Soy un isleño que hace mucho vive del otro lado del Estrecho Florido. Nos separa un brazo de mar.
— ¡Ah!, tú debes ser víctima o un fugado del paraíso de Celso Trafid Zur.
— En mí se dan los dos calificativos —responde parco.
— ¿Qué razón tienes para, sorpresivamente, aparecer en mi jardín…? No es sencillo encontrar este refugio. La gente lo olvida o ignora.
—No fue mi intención entrar en su propiedad. El jardín, la casona y el pabellón, que se ve al fondo, forman parte de mi presente- pasado, Cada vez somos menos los que disfrutamos o padecemos esa coyuntura. Eso facilita topar con los iguales. El confín para nosotros, aunque engañosamente lo contemplemos al frente, siempre permanece a nuestras espaldas. Verlo en la distancia es espejismo.
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