Por Eladio Secades (1957)
Una señora que padece a un esposo enfermo de los nervios me sugiere unas Estampas sobre la neurastenia. En la neurastenia, amiga mía, la mala educación adquiere la indulgencia de fenómeno patológico. Cuando se es neurasténico, se puede ser grosero. Como se puede ser mujer tonta cuando se es mujer bonita.
La educación es barniz que enseguida desaparece al contacto con la neurastenia. El jefe de oficina puede ser neurasténico, por lo mismo que es jefe. El jefe de oficina que tiene el sistema nervioso alterado por el orgullo del puesto pega puñetazos en el buró y los tornillos del mueble van cediendo, como ceden los tornillos de los automóviles modernos. De lo que se deducen los amigos que tienen un automóvil y enloquecen tratando de encontrar el sitio de donde sale un ruido.
Puede también ser neurasténica la esposa muy joven que tiene un marido muy viejo. Lo que se llama matrimonio hipotético. Aquel y ésta disfrutan del privilegio del mal humor. Solo dos cosas leen con interés los neurasténicos: Las obras de Freud. Que no entienden. Y el folleto de la última medicina, que les recomendó un amigo. Neurasténico también. Un neurasténico siempre es el médico de otro neurasténico. Es un intercambio de fe y de disparates científicos.
Los enfermos de los nervios quisieran que todo el mundo sintiera los temores que ellos sienten. Y que experimentaran los síntomas que ellos experimentan. Lo que significa la fe en eso que se conoce por grandes progresos de la medicina, lo comprueba el hecho de que cuando un médico se enferma, sale corriendo a buscar a otro médico. Porque ante el verdadero dolor, que es el egoísta que nos destruye, la primera fe que perdemos es la que tenemos en nosotros mismos.
El aumento actual de la neurosis se debe a los cambios progresivos que se han operado en la vida. Antes casi todos los ambientes respiraban una paz franciscana. Hoy toda alarma. Todo excita. Se vive a chillido limpio. El de ahora es un cuadro enervante, de tensión, de angustia, de dolor perenne. El divorcio al terminar la Luna de Miel. La paz amenazada. Las novelas del aire con esas actrices que solo paran de llorar para que el locutor les dé un consejo a las amas de casa.
Cruzar algunas calles se ha convertido en acción heroica. Llegamos a la acera del frente con júbilo de náufrago que ha ganado la orilla. No hay más remedio que recordar con cariño a aquellas familias criollas que cuando tenían visita dormían a los niños y se ponían a jugar a las prendas. Tiempos de gran cordura social. Cada invitado era una vianda. Le preguntaban a la señorita, dónde estabas tú y ella respondía que en casa de ñame. Al caballero que le tocase representar al ñame en la fiesta improvisada tenía que darse por aludido y ripostar enseguida que él estaba en casa de yuca. Luego venía el reparto de condenas, imponiéndoles los castigos más fuertes a aquellos que tenían la desgracia de caer más pesados. Como en los Juzgados Correccionales.
Atravesamos un siglo de enajenación mental y sexual. Lo que pasa es que como todos estamos un poco locos, la neurastenia no se nota. Parece de un ayer remoto, pero no olvidado, aquella época todavía reciente, en que el hijo mayor de la familia se ponía los pantalones largos por primera vez. Y esa noche iba al teatro «Alhambra». Y tres días después al médico.
La neurastenia, o se adquiere en el trote de la vida o se recibe como un triste legado de los padres. El neurasténico por herencia, como el elefante, nace cansado y nace viejo.
Los que viven sufriendo de los nervios dicen a modo de consuelo, que Alejandro Magno y Julio César eran epilépticos. Y que Napoleón era un caso franco de vagotonía, con solo cuarenta y cinco pulsaciones por minuto.
A Napoleón le sobraban las pulsaciones para ganar las guerras que ganó y le faltaban pulsaciones para no ser en el amor lo desdichado y lo resignado, que dicen los historiadores, que fue. Lo que a las mujeres les gusta de los guerreros es el pecho lleno de condecoraciones.
Y parece que Napoleón cometía el gravísimo error de quitarse el uniforme para hacer el amor. Hay hombres que viven encantados del espectáculo de su neurastenia, porque oyeron decir que es padecimiento de gente intelectual, o de gente rica. La gente rica es gente intelectual que guarda la cultura en el banco. Hay algo que se estima mucho en la vida y que se conoce por cultura general.
Es un mal pedazo de cada rama del saber. Como el entremés variado es un muestrario de todas las porquerías que hay en el lunch. Es el despliegue de un sándwich. Sin pan. El campo sintomatológico de la neurastenia es infinito. Abarca todas las enfermedades, sin abarcar ninguna.
Hay neuróticos que están esperando la embolia cuando se meten debajo de la ducha. Otros se sienten rondados por la muerte repentina y temen quedarse dormidos, porque ese sueño puede ligarse al sueño de la muerte. La neurastenia degenera en estúpido afán de querer ser médico de sí mismo. Por eso el neurasténico puede estar tuberculoso por la mañana. Tener asma al mediodía. Y obsesión de locura por la noche. Claro que tiene que existir un bárbaro desequilibrio en la tranquilidad del hogar donde se deslicen esos tres diagnósticos en veinticuatro horas.
La verdad es que la neurastenia es un mal que no padece el enfermo y que acaba con la vida de los demás. Un caballero de educación esmerada, pero neurasténico de remate, no puede soportar las vaciedades de su mujer. La mira y remira de abajo a arriba y hace un gran esfuerzo por contenerse. Es muy gran señor para levantarle la mano. Por eso la trata a patadas.
Hay deportes sedantes que son muy recomendables para la neurastenia. Como el golf y la pesca. Pasatiempos para ejecutar, los cuales no hace falta juventud. La juventud es una prueba continua de la relatividad. Un atleta empieza a ser viejo a los treinta años, mientras el farmacéutico todavía es joven a los cincuenta y cinco.
Los deportes le han hecho un bien grande a este siglo, aun en el orden terapéutico. El jugador de golf es el agrónomo con alma de peón caminero. En el peor de los casos, los deportes masculinizan a algunas mujeres y afeminan a algunos hombres. Pero esos casos son los peores y los menos. Hay gente vulgar que no sabe elogiar de otra forma la obra de los deportes que repitiendo aquello de «mens sana in corpore sano».
Su construcción benefactora no estriba precisamente en que hayan hecho mentes sanas y tarzanes en series rigurosas. Los deportes han servido también para convencer a la humanidad de que debe bañarse todos los días. Han terminado aquellas personas humildes que se lavaban con alcohol de la cintura para arriba. Y las señoras que al volver de las tiendas se lavaban los pies en una palangana. La historia más fiel puede escribirse con la tesis de que los sports han creado mentes sanas y axilas frescas.
Es necesario no haber sido nunca neurasténico para afirmar que la neurastenia se cura con dinero. El dinero puede servir para pasear la neurastenia, cambiarla de camino y aburrirla de horizontes. Tampoco se cura la neurastenia cambiando de mujer. Ni cambiando de cocina.
Algunos neurasténicos siempre llegarán a la conclusión de que de la mujer sirve todo, menos la cabeza. Al revés del espárrago, que es la cabeza lo único que sirve. Lo otro se mastica y se bota, porque de tanto masticarlo degenera en chiclet.
Un filósofo de lechería, uno de esos cubanos que todavía usan camiseta de media manga,
calzoncillos hasta las rodillas y tirantes. Me ha dicho casi con melancolía: “Yo visto, calzo, alimento y divierto a esta mujer a veces. A veces mido el gran tiempo en que yo le sirvo a ella y lo comparo al escaso tiempo en que ella me sirve a mí (tres minutos y pico) y comprendo que no es honesta la recompensa”.
No sería justo comparar el sacrificio de él al sacrificio de ella sin antes conocer al autor de la frase, que es un reverendo picúo que, a fuerza de sacrificios, se ha comprado el panteón para el orgullo de morirse sin deberle nada a nadie.
El neurasténico es un alma al garete. Es un temperamento insufrible, es una cosa incontrolable y llena de mortificaciones que solo pueden padecer las personas que mucho lo quieren. Yo soy neurasténico.
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