LA MUERTE DE CHIBÁS

Written by Libre Online

10 de agosto de 2022

Por Fulvio A. Fuentes (1953)

Otros necesitan de la perspectiva del tiempo para poder ser valorizados en toda su significación histórica. Chibás no.

Aquel propio 16 de agosto de 1951, cuando la República conmovida, despertó a la noticia de su muerte el pueblo supo que acababa de perder a su más esclarecido defensor. Había caído para siempre el noble paladín de la decencia y el decoro, para rubricar con su sacrificio la límpida trayectoria de su apostolado y de su vida.

Una muchedumbre impresionante le acompañó a la tumba para rendirle el tributo de las flores y las lágrimas.

Las ideas y principios rectores de su prédica perdieron el aliento vigoroso de su acción y de su voz, pero, en cambio, por el duro camino de la inmolación quedaron sembradas para siempre en el corazón de las multitudes. Chibás, vivo, fue un gran líder. Chibás muerto, se covirtió en un símbolo.

En esta fecha de recordación, el alma popular evoca con nostalgia y pesadumbre la figura generosa de Eduado R. Chibás. Su obra y su nombre han echado raíces profundas y forman definitivamente en los destinos históricos de Cuba.

En aquel hombre de pronunciado mentón y candorosos ojos azules había algo más que un político, algo más alto que un candidato presidencial o que una importante figura nacional. Allí latía una preocupación obsesa y atormentada por dignificar nuestra vida pública hasta darle un noble contenido de moral y de decencia.

En un medio descreído y escéptico, en el que se había hecho tabla rasa de todos los valores éticos, donde triunfaban el hedonismo y la impudicia y donde tantos eran a tomar el camino fácil de la transacción y el acomodamiento, Chibás se alzaba como el símbolo más puro del decoro patrio, empeñado en poner la virtud tan alta como las palmas. A conseguirlo consagró  su vida. Y cuando entendió que no bastaba en un minuto dramático cuyas secretas motivaciones se llevó a la tumba, se inmoló voluntariamente.

Por un período de diez días, Cuba vivió pendiente de aquella cámara de óxigeno en el Centro Médico Quirúrgico, donde Chibás estaba librando su última batalla. Iban a resultar inútiles los esfuerzos y la ciencia de los médicos, y el 16 de agosto de 1951, exactamente a la 1:51 de la madrugada, vino el colapso fatal.

Antes, en el postrer segundo de lucidez, envuelto en las sombras de la muerte, había murmurado una sola y hermosa palabra: “¡Gracias…! ¡Gracias! A los médicos que estaba tratando desesperadamente de sujetarle a la vida ¡gracias! A la adhesión de las multitudes que le acompañaron en toda su carrera, ¡gracias! Al fervor popular que adivinaba flotando en torno a su cama moribundo. Acaso ¡gracias! a su propio destino que le había deparado una existencia y una muerte digna de un romano.

En la colina universitaria se había gestado la popularidad de muchos hombres. Por sus escalinatas habían bajado a la plaza pública pero muy pocos para honrar y enaltecer la Univerisdad. Muchos fueron a plegar sus ideales juveniles al contacto con las impurezas y realidades del medio y quedaron moralmente proscritos del Alma Máter. Pero Eduardo Chibás al cabo de los 25 años de haber iniciado en el mismo lugar la parábola extrordinaria de su vida, si podía regresar al Aula Magna limpio y puro a clausurar el ciclo de su carrera y a recibir el homenaje emocionado de  todo el pueblo. La Universidad enlutada, abría sus puertas para recibir el cadáver de uno de sus mejores hijos. Allí quedó por unas horas, en su féretro abierto a la contemplación reverente de sus compatriotas, el rostro apacible, como en reposo revestido de la majestuosa serenidad de la muerte.

Nunca había presenciado Cuba una más apasionada y fervorosa demostración de cariño y de dolor. Y luego de los discursos y juramentos, al disolverse la enorme multitud, una vaga sensación de desamparo, de indefensión, como si al faltar el gran capitán del pueblo, los destinos de la República quedaran a merced de la ambición de cualquier grado.

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