LA MUERTE DE CÉSPEDES. EL HÉROE DE YARA CAE 21 AÑOS ANTES DEL GRITO DE BAIRE

Written by Libre Online

23 de febrero de 2022

Por Herminio Portell Vilá (1955)

A  la una de la tarde del viernes 27 de febrero de 1874, una columna de soldados y gue-rrilleros españoles sorprendieron en su retiro de San Lorenzo, en las abruptas serranías de Oriente, a Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, el primer cubano que con éxito pudo desafiar al poderío colonial y consolidar un movimiento revolucionario por la independencia y lo ultimaron a balazos, todos contra uno, hasta hacerlo desplomarce por un barranco del cual le extrajeron por el poco cristiano procedimiento de amarrarlo por los pies y de arrastrar el cadáver por sobre las piedras y las raíces, rompiéndole el cráneo contra las rocas y los troncos de los árboles hasta que lo tendieron sobre la tierra que él había querido libertar y con la cual se mezcló su sangre generosa de mambí.

 Despojado del traje pulcro y bien cuidado y cuya levita había sido confeccionada con la tela del uniforme de un oficial español muerto en campaña, el antaño elegante y atildado abogado bayamés fue llevado a lomo de mula y en bote hasta Santiago de Cuba para exhibirlo como trofeo de guerra, prácticamente desnudo, ya que sólo le dejaron los cal-zoncillos, los calcetines y los zapatos y de esa guisa lo tuvieron en expectación, pública en el Hospital Civil y en el edificio de la Intendencia, que le era contiguo, toda la mañana del primero de marzo y la tarde de ese día hasta las cuatro y media, cuando en un carretón fueron llevados los restos del Padre de la Patria al cementerio de Santa Ifigenia, para enterrarlos en una fosa común.

Han transcurrido ciento cuarenta y ocho años de los memorables sucesos, esclarecidos por Gerardo Castellanos, antes que por ningún otro historiador, en su libro, «En busca de San Lorenzo», donde demostró de manera irrefutable cómo había muerto el hombre de La Demajagua, el primer hombre civil de las revoluciones americanas, el que se despojó del generalato para ser primer ma-gistrado, víctima de las intrigas y las rivalidades que herían de muerte a la Revolución de Yara, y de la traición y de la delación, tanto como de las balas y del ensañamiento de los españoles. Después de que el libro de Castellanos había probado que Céspedes no se suicidó, sino que fue muerto por un fusil español en manos de un guerrillero.

 Ha habido otros historiadores y aficionados a los estudios históricos que han ratificado la tesis de Castellanos sobre el patriota que muere combatiendo y que debía haber destruido definitivamente el infundio sobre el pretendido suicidio de Céspedes, mucho más cuando el propio Castellanos expone que el doctor Carlos Manuel de Céspedes y de Quesada, presidente de la República que fue a la caída de Machado, le había confiado el secreto de que el suicidio de su ilustre padre había sido «inventado» por un insigne patriota cubano que había creído que de ese modo rodeaba de mayor grandeza la caída del Padre de la Patria.

No obstante todo lo que se ha publicado en ese sentido, con el respaldo de una documentación que nadie se ha atrevido a discutir siquiera, todavía existe la equivocada versión que hace de Céspedes un suicida cuando vio que estaba a punto de caer en manos de los españoles. Hay escuelas de nuestro país en las que aún se dice a los niños cubanos que Céspedes se suicidó y la opinión así formada en un pueblo que cada día sabe menos de su gloriosa historia libertadora y de los ho-rrores del despotismo colonial, es posible que llegue a hacerse inconmovible y hasta convertirse en verdad circunstancial frente a la verdad verdadera, que pudiéramos decir.

Céspedes fue destituído como presidente de la República por la Cámara de Representantes, reunida en Bijagual bajo la protección de las tropas del general Calixto García, el 27 de octubre de 1873. La destitución fue ilegal e injusta, además de ser perjudicial para la causa de la libertad cubana. La Revolución de Yara quedó herida de muerte cuando dejó el poder el único hombre civil que tenía la energía, el valor y el renombre necesarios para tener a raya a los militares levantiscos y a los civiles demagógicos. La mejor demostración de que Céspedes no aspiraba a la dictadura está en las anotaciones de su “Diario”,  en su actuación en la primera magistratura, y en el hecho de que pudiendo desafiar a la Cámara de re-presentantes y al general Calixto García para iniciar una guerra civil, dentro de la Revolución de Yara, aceptó el fallo adverso y las humillaciones, y los malos tratos con que lo acompañaron sus implacables adversarios políticos, todos ellos juntos muy inferiores a él, para no dividir el esfuerzo libertador en torno a banderas personales.

Los jueces de Céspedes, o cayeron en la demagogia, o transigieron con el autonomismo, o desertaron la lucha en la manigua, o fracasaron como gobernantes antes y después de la Paz del Zanjón y hasta en la era republicana, como ocurrió con Estrada Palma. Entonces, sin embargo, no se le perdonaba, como nunca perdonan los cubanos, al hombre recto, enérgico, que ve más allá de la generalidad, que se hace respetar por el ascendiente de su personalidad y no por la fuerza, y que comienza la disciplina de los demás por su propia disciplina, como ejemplo.

El general Calixto García, el último de los jefes militares que había chocado con el Presidente Céspedes, cuando éste tuvo que llamarle a capítulo a pesar de la amistad que les unía, hizo posible con la precensia de sus tropas en Bijagual, la destitución del gran rebelde; pero ese coronel Juan Cintra, cuyos restos acaban de ser traídos a Cuba, desde el presidio político de Chafarinas en el que los españoles le hicieron morir, tuvo una violenta explosión de protesta cuando los soldados de la unidad que él mandaba, antiguos esclavos libertados desde diciembre de 1868 por el decreto de Céspedes que manumitía a todo siervo que peleaba por Cuba Libre, se unieron a los aplausos que corearon la destitución de Céspedes en Bijagual. Al ver que sus soldados también aplaudían, se volvió a ellos y les increpó porque olvidaban que la condición de hombres libres y de ciudadanos se la debían al hombre que con dignidad y con patriotismo acababa de aceptar que se le despojase de la presidencia de la República.

Desde el 27 de octubre de 1873, la fecha de la destitución, hasta el 27 de febrero de 1874, la de su muerte. Céspedes vivió con el odio de sus enemigos políticos, que eran cubanos, un calvario peor que el que había sufrido desde que treinta años atrás, en las luchas del progresismo español contra la reacción, cuando era estudiante en Barcelona, se había consagrado a la empresa de luchar por la libertad, «dondequiera que ésta fuese oprimida», como después señalaría Martí que debe hacer todo hombre de bien.

Se lo hicieron exigencias humillantes de papeles, instrumentos, informes, etc., que llegaron a incluir un compás que utilizaba en las marchas. Se le ordenó que siguiese al nuevo gobierno, como si fuese un cautivo del mismo. Se le sospechó de contrarrevolucionario y se le vigiló con una desconfianza insultante. Se le negó la autorización para ausentarse del país. Hasta se le despojó de su escolta, a sabiendas de que le dejaban indefenso y expuesto a las iras de los españoles, quienes no perdonaban al jefe de la sublevación de La Damajagua, al que se había sobrepuesto al descalabro de Yara porque todavía quedaban doce hombres y eran suficientes para hacer la independencia de Cuba, al que los había vencido en Bayamo, al que había salvado a la Revolución Cubana con su actitud en Guáimaro, al que había rechazado la intimación de que se rindiese cuando la vida de su hijo Oscar, y la de su esposa Ana de Quesada, y la de su hermano, Pedro, pendían de la decisión de someterse a España. Si Ana de Quesada conservó la vida y recobró la libertad para dar a Céspedes sus dos hijos, Carlos Manuel y Gloria de Céspedes y de Quesada, Oscar de Céspedes y Pedro de Céspedes fueron implacablemente fusilados por los españoles.

Por todo eso pasó con firmeza invencible y con patriotismo ejemplar el Padre de la Patria. Se mantuvo dignamente frente a sus enemigos en lo que le exigían que era injusto o humillante, y acató lo que era disposición legal y respetable. Devolvía golpe por golpe con una tranquilidad imperturbable y que desesperaba a Félix Figueredo, al Marqués de Santa Lucía, a Francisco Maceo Osorio, a Vicente García y a los demás enemigos que tenía Céspedes. Nadie podía sospechar, de haberlo visto jugando al ajedrez con el diputado Ramón Pérez Trujlllo, uno de sus más violentos e injustos acusadores, a los pocos días de la destitución, que guardaba resentimiento alguno a quienes le habían librado «del gran peso que había gravitado» sobre él desde que el 10 de Octubre de 1868 había proclamado la independencia de Cuba.

El espionaje español pudo penetrar la realidad de los sucesos ocurridos en Bijagual y de la situación en que había quedado Céspedes. La imprudencia con que se conducían los enemigos del Padre de la Patria y las decisiones a las cuales forzaron a Céspedes para salir del país, llegaron al conocimiento de las autoridades coloniales. Dos o tres delaciones pagadas a precio de oro o arrancadas por las torturas, les revelaron que Céspedes se había refugiado en una pobre prefectura, en San Lorenzo, al pie del Pico de la Armería, para esperar la oportunidad de salir al extranjero cuando el gobierno de Cisneros Betancourt se lo permitiese.

Céspedes llegó a San Lorenzo el 23 de enero y fue a residir en uno de los siete bohíos que había allí, ocupados por familias de patriotas, cubanos de las muchas que se habían refugiado en los montes. Se dedicó a enseñar a leer y a escribir a los niños del  caserío, a poner al día su correspondencia, a galantear a una bella guajirita que llegó a interesarle, y a prepararse para el día en que pudiera embarcar para Jamaica. El Arroyo Manacal, afluente del Contramaestre, había formado junto al caserío una piscina natural en la que Céspedes, el formidable nadador que cruzaba en ambas direcciones el Bayamo, en sus crecidas, sin descanso, tomaba su baño diario. A un lado un barranco, aparentemente insalvable, permitía que quien lo conociese bien, pudiese bajar por sus laderas, vadear el rio y ponerse a salvo.

Días antes del fatídico 27 de febrero de 1874 se sabía que las tropas españolas merodeaban por los alrededores de San Lorenzo y que sus guerrilleros se acercaban todavía más. Céspedes no se decidía a buscar otro refugio porque esperaba la llegada del general Calvar, con sus tropas, y porque tenía la seguridad de que los vigías cubanos, colocados en posiciones estratégicas en las alturas circundantes, darían la alarma si llegaban los soldados españoles. No sucedió asi, sin embargo, porque los españoles lograron por el terror los servicios de prácticos de la zona de San Lorenzo entre los mambises prisioneros.

Cuando se dio la alarma en el caserío de San Lorenzo, ya la tropa que lo asaltaba estaba a pocos centenares de metros del lugarejo. Céspedes no pudo usar su gran caballo Telémaco, porque el corcel había sido herido de muerte a los primeros balazos. Huyó a pie, revólver en mano, hacia el barranco por el cual podía escapar, vestido de levita. La distancia era de unos trescientos metros y las balas no le alcanzaron sino cuando ya estaba cerca del barranco, cuando fue herido en una pierna; pero sin que la herida fuese lo suficientemente seria para detener su marcha. Disparó su revólver una vez y ya al borde del barranco se volvió contra su perseguidor más cercano, el sargento de guerrillas Brígido Verdecia, quien le iba a los alcance, y volvió a tirar; pero cuando lo hizo, quedó de frente a Verdecia y éste se echó el rifle a la cara y le atravezó el corazón de un balazo. Céspedes murió instantáneamente y su cadáver se despeñó hasta el fondo del barranco, de donde lo extrajeron los españoles a rastras.

Años más tarde, unos patriotas cubanos aprovecharon las sombras de la noche para exhumar los restos de la fosa común en que habían sido enterrados, y los trasladaron a una tumba previamente marcada y en la que estuvieron hasta que Cuba fue libre.

Fue después de ochenta años, que Carlos Manuel de Céspedes tuvo su primera estatua en Cuba. Hay bustos, lápidas conmemorativas, túmulos funerarios, etc., que recuerdan al héroe y al mártir de la independencia de Cuba; pero en este país en que se pueden recaudar con facilidad cien mil pesos para un monumento patrocinado por los españoles, nunca se le erigió una estatua, como una prueba más de la indiferencia con que se mira a la gloriosa epopeya libertadora y a los hombres extraordinarios que la hicieron posible con sus heroísmos y sus sacrificios.

La ciudad de La Habana, en la que Céspedes vivió como estudiante universitario desde 1836 hasta 1838, colocó en la antigua Plaza de Armas, frente al Palacio de los Capitanes Generales que fue el centro del despotismo colonial, la hermosa estatua de mármol de la que es actor el escultor cubano Sergio López Mesa, ganador del concurso convocado al efecto cuando se conmemoró el cincuentenario de la instauración republicana.

Con lo que el alcalde Justo Luis del Pozo ha representado en cuanto a la crisis del gobierno municipal libre, en nuestro país, y lo que para mí, personalmente, fue, cuando contra toda ley y toda justicia me despojó del cargo de concejal del Ayuntamiento de La Habana, que servía honradamente, nunca creí que llegase el momento en que tuviese que elogiarle por una iniciativa cubana. Me equivoqué, sin embargo, y desde aquí elogio su iniciativa y la resolución que ha necesitado para llevarla a cabo. Ante el coro de los defensores de la «reconquista». Fernando VII no fue un buen rey para España, para América o para Cuba, como se ha pretendido, y fue siempre un mal hijo y un mal hombre. Ya no habrá que explicar a los curiosos por qué en la Plaza de Armas se conservaba la estatua del «rey felón” que no fue parte de esa Plaza, de Armas hasta 1834, en tiempos de Tacón, pero al explicar que al fin y al cabo el Padre de 1a Patria tiene una estatua en La Habana, habrá oportunidad de hacer mucha historia de cubanía, que tonifique, y avive los sentimientos patrióticos de nuestro pueblo.

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