Por Agustín Pérez de Regules (1953), biznieto de la distinguida dama española doña Marcelina Aguirre y Constanza.
Marcelino de Aguirre nació en Astillero un pueblito de pocos vecinos, formado al extenderse el caserío de Guarnizo. Está Astillero frente a Santander, España. Su tierra es como un ancho brazo de la santandería, que se adentra ondulante por el valle. En el siglo XVIII Guarnizo y Astillero ofrecieron días prósperos.
Cerca estaba la Peña Larga, espeso monte de robles. De los Astilleros de Guarnizo eran, en ese siglo, los buques de la Armada Española.
El día del Corpus Christi, nació en Astillero, el tercero de los hijos del matrimonio de Ramón de Aguirre, y Josefa Constanza. El padre era también marinero, nacido en Astillero, como su abuelo y bisabuelo. Josefa gallega, coruñesa (quisiera ahora poder
detenerme a delinear la personalidad de esta mujer). Delicada, encantadora, Josefa era una mujer dulce, llevaba el cabello dividido en dos trenzas rubias, murió siendo muy joven al nacer su hija Marcelina quien siendo ya una anciana, hablaba de su madre, y repetía lo que escuchaba de su padre don Ramón.
La madre de don Ramón cuidó en lo adelante de los pequeños: José Antonio, el mayor, y de Marcela, una niña rubia, de ojos vivos, muy azules y naricilla respingona.
Don Ramón –¡qué había de hacer!, marinero de profesión, después de algún tiempo volvió a navegar. El capitán torna de nuevo a pasar y repasar el Atlántico en los bergantines de nombres poéticos: “El Volador”, “El Ulises”, “Serafina”. Dos, quizás tres veces al año, don Ramón desembarca y se viene a Astillero. La abuela va criando a los pequeños. La buena de doña María reúne por la tarde a sus nietos y tras las oraciones cotidianas les hace rezar –como todos los días– un Padrenuestro “por los caminantes, navegantes, ausentes”. Don Ramón se percata entonces de que, mientras él va navegando a miles de leguas de distancia, sus hijos piden a Dios aleje a su padre de los peligros de la mar.
Así van pasando los primeros años de Marcela, los días corren mientras ella y José Antonio, cinco años mayor que la hermana, se divierten viendo trabajar a los carpinteros de la ribera; charlando con los marineros, que ríen de las ocurrencias de aquella niña rubia y menuda.
El periódico local santanderense
publicaba, en la primavera de 1848 un suelto que decía: “La veloz fragata “Santander” saldrá para La Habana del 15 al 20 de abril. Admite pasajeros a quienes dará un elegante trato su capitán don Ramón Aguirre”.
Sí, ya se sabe que anuncios como este se incluían a centenares en la prensa de aquellos años. Mas si se reproduce aquí es, no tanto por añadir a este bosquejo un trazo gracioso, de época, como porque en ese viaje de la fragata “Santander” marchó a Cuba Marcelina Aguirre.
“…con nuestro señor padre” –decían las líneas que ella escribiera dos meses antes. Cincuenta años después doña Marcelina, escribiría sobre aquella travesía. Un día a finales de abril, por la tarde embarcaba Marcelina en la fragata “Santander”. Pero dejemos que sea ella misma quien les cuente.
¡… mi viaje a La Habana, solía ella recordar, duró casi tres meses. Una travesía mucho más larga de lo normal. En la cámara o en la cubierta mi padre me contaba muchas cosas que había aprendido en el mar. Venían en el buque, en el rancho de proa, numerosos muchachos, casi niños, que iban a trabajar a Cuba, algunos a casas de parientes conocidos, otros sin destino aún fijado. Mi padre se interesaba por la ocupación que en adelante iban a tener y para animarlos les contaba invariablemente la vida de dos o tres
“indianos” que él conocía, y a los cuales había llevado en barcos de su mando.
No fue aquel lo que llamaríamos un viaje aburrido. A una goleta inglesa con pasaje, las calmas la detuvieron también. Y los capitanes de ambos buques, el de la goleta y el de la fragata “Santander”, después de hablar largamente –¡qué gritos a través de las bocinas!, decidieron que los dos navíos se abordaran. Las veladas fueron desde entonces, sobre todo, para Marcelina, más agradables.
“…el capitán y algunos pasajeros venían a nuestro barco. En la cámara mientras algún niño se entretenía viendo caer el hilo de arena de una ampolleta y las señoras y los señores charlaban de mil temas; en la cámara, digo, los más jóvenes proponíamos acertijos que los ingleses no lograban acertar, o nos
maravillábamos con los juegos de manos que alguno de éstos hacían. En honor nuestro, el capitán del buque inglés organizó un baile”.
Finalizando el mes de julio el “Santander” llegaba a Cuba.
“En el trinquete de la fragata ondea ya la contraseña. Y desde el mirador del Morro, el vigía, con una gran pértiga, advierte a la fragata “Santander”, que puede entrar en puerto.”
¿Qué emociones, que recuerdos sobrenadan en la memoria de doña Marcelina cuando evoca, ya octogenaria sus años juveniles pasados en la Isla de Cuba? Según se los dicta la memoria, sin demasiado orden, pero siempre con viveza, muchas veces con nostalgia, suele ella relatar su vida durante aquellos años. Las reuniones de sociedad a que asistía; su vida en casa de los primos Aguirre, en La
Habana, o en el ingenio que éstos tenían en Matanzas; su conocimiento con la madre de José Martí.
“…todo el mundo me atendía en aquellas reuniones. El Gobernador me llamaba “la perla de la Montaña”, el brillo de los pocos años, digo yo, que verían en mí.
Y en el plácido recuento de recuerdos, mientras sonríe, sonríe casi siempre, doña Marcelina habla de sus días en Matanzas.
“…José Antonio, los primos y yo íbamos a la hacienda, donde yo aprendí a montar caballo. Rara vez ellos me dejaban sola, más un día que lo hicieron, marchaba yo a caballo por el ingenio cuando el animal comenzó a galopar desatadamente. Un negro oyendo el galope, levantó la cabeza y dejó inmediatamente su trabajo. Con expresión de terror, las manos alzadas, corrió hacía el caballo: –Tírese, mi niña tírese –me dijo mientras tendía sus brazos. Me arrojé como mejor supe. El caballo, yo no me había dado cuenta, iba desbocado. Sí, los negros me querían mucho esa caja de cedro, tan tosca, y la banqueta de caoba cuyo asiento bordé más tarde, ellos me las regalaron”.
De los distintos ambientes que viviera Marcelina de Aguirre, ésta de Cuba fue acaso, el que quedó impreso en su alma más profundamente. Estrechas, irregulares calles de La Habana, que tantas veces recorriera; la de O´Reilly, la Obrapía, la de Ricia, la de Obispo. Gustaba ella en sus últimos años de repetir estos nombres, que traían a su imaginación las costumbres, el comercio, la vida toda de La Habana.
En el otoño de 1852 –hacía casi un año que Marcelina se había casado con José María Vázquez, un español avecindado en La Habana desde hacía algún tiempo; en el otoño de 1852 Marcelina entró en relación con la familia Martí.
“… Buscaba yo por entonces una costurera. En casa de los primos me hablaron de Leonor, buenísima mujer casada con un sargento valenciano. Vivía el matrimonio en la calle de Paula y esperaban su primer hijo. Hicimos buena amistad. Me pidió Leonor que fuese madrina de bautismo…”
Y he aquí por qué, pocos meses después Marcelina de Aguirre sostenía en sus brazos a un pequeñín José Julián, hijo del simpático matrimonio Martí, que acababa de ser bautizado en la iglesia del Santo Ángel Custodio. Mas, junto a los recuerdos
agradables, alguna vez le viene a doña Marcelina momentos muy dolorosos, como el que le hizo abandonar La Habana.
“… íbamos aquel día a ver pasar una procesión. Desde la azotea de nuestra casa a la de otra que estaba frontera, sobre un estrecha calle, se habían colocado varios tablones. La gente iba pasando. Mi hermano José Antonio, dándoles la mano, ayudaba a las señoras, y cuando pasaba la última, se dispuso él mismo a pisar aquella y pasarla; la maderas cedieron y José Antonio cayó a la calle…”
En el último cuarto del siglo XIX don José María de Pereda escribe una novela llamada a hacerse famosa: Su título “Sutileza”, y el escenario de la misma, ya es sabido, el Santander, de mitad del ochocientos: “Aquel Santander –escribe Pereda –sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles, ni tranvías urbanos, el Santander de la casa de Botín, inaccesible, sola…”
Elemento indispensable para trazar la silueta del Santander de esa época debió de ser la llamada casa de Botín, puesto que el novelista, gran recreador de ambientes, evoca en otro lugar la casa Botín, con las tabletas de las persianas verdes en cada uno de los balcones. En los frecuentes días de lluvia, mientras el agua salpicaba en el empedrado de la calle resuena en esos soportes persistente, el repiqueteo seco del agua en la madera.
Para esa casa –en la que hoy se redactan estas notas; a esa misma casa que más tarde será conocida por los “Arcos de Botín” viene a vivir doña Marcelina cuando su hija única, Carmen se casa en Santander con don José Jerónimo de Regules. Y es aquí donde doña Marcelina recibe la visita de su ahijado.
El 11 de octubre de 1879 entraba en el puerto de Santander el vapor Alfonso XII. Aquel sábado hervían los muelles de actividad, junto a los vapores se veían corbetas, fragatas, bergantines. Aún podían convivir pacíficamente los buques de vapor con los veleros. En el Alfonso XII, desterrado de Cuba, había llegado José Martí. Las gestiones del yerno de doña Marcelina, cerca del Gobernador de la provincia, hicieron posible que Martí se quedase en casa de su madrina.
“…Pepe se vino a casa aquella tarde, recuerda ésta–, y aquí estuvo dos días antes de marchar para Madrid. Era un hombre nervioso, preocupado, al parecer, pero sin dar muestras de aplastamiento. Hablemos de los suyos; le conté mis años en Cuba y cómo había nacido mi amistad con su familia.
En los días de los que venimos hablando, acababa de cumplir un año el primer nieto de doña Marcelina. Martí sentado junto a la cuna del niño, le miraba pensativamente. Decía que le recordaba a su hijo, que había quedado allá en Cuba.
Y el autor de estas líneas, al repetir
las palabras de doña Marcelina, piensa si no sería acaso en esos momentos, en que Martí permance al lado de la cuna del pequeño Regules, cuando comenzarían a burbujear en la mente del poeta –a lo mejor en su corazón– algunas estrofas del librito que, dos años después, aparecería en Nueva York con el título de “Ismaelillo”. Mas el autor lo indica solamente a título de conjetura.
Pepe sale para Madrid dos días más tarde. Doña Marcelina no volverá a ver a su ahijado. Mas en los días tan breves, que éste pasa en Santander, ella ha sentido renovarse el afecto por aquella familia, los Martí que conociera en Cuba.
Con tembloroso pulso y ortografía vacilante, al dorso de un retrato del poeta, niño aún, que años atrás le enviara Leonor, Marcelina de Aguirre ha escrito tres renglones, sólo trece palabras. Es ya muy anciana, pasa de los ochenta años, y nunca ha sido muy aficionada a escribir. ¿No parece transparentarse una soterrada en este lacónico apunte una entrañable emoción?
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