Aunque se le quiera disfrazar con todo tipo de excusas, no se le puede ignorar. Está ahí, presente, corroyendo el bolsillo de cada consumidor. Es como el comején que devora, no la madera, sino el dinero. Destruye día a día, el poder adquisitivo de la clase pobre y media, sin excluir a la clase pudiente o adinerada, que, aunque también afectada, puede soportarla con menos sacrificio.
Existe una especie de frenesí en una ascendente carrera para ver quién sube más alto en la escala inflacionaria. Nadie se escapa a su arrebatado espiral paso. La gasolina, la carne, el pollo, el puerco, los automóviles, la ropa, los zapatos, todos los artículos, sin excepción, están afectados por este perverso desgastador. Cuando se produce un declive del salario real, como está ocurriendo en estos momentos, el resultado inevitable es una economía debilitada y una población sufriente por la erosión de su poder adquisitivo y un consecuente freno al crecimiento económico.
En términos prácticos, con la inflación, se le está imponiendo un nuevo impuesto al consumidor.
Incluso, con el aumento de salario que se ha producido para atraer y mantener el personal necesario para el funcionamiento empresarial, y un ritmo productivo aceptable, los trabajadores, a lo largo de toda la economía, están en peores condiciones por la mordida de la inflación. En efecto, el Labor Department, ha reportado que el salario real, después del impacto de la inflación, ha caído 0.5% de septiembre a octubre.
Los negocios minoristas se quejan de estar pagando históricamente altos precios por las mercancías que proveen al público. Por su parte las empresas que producen los productos que éstos venden, alegan, con cierta credibilidad, que el aumento en el costo de la transportación, y distribución, unido al notable incremento en los salarios, se traduce en un alza que siempre se transfiere al último en la fila, que es el consumidor. Así trabaja el destructivo efecto de la inflación. Siempre en vertical, de arriba hacia abajo, pegándole a este último, con una inclemencia, que no le da otra alternativa sino pagar para subsistir.
Un síntoma de que la inflación se ha atrincherado, y que lo que parecía “transitorio” ya dejó de serlo, es la decisión del Federal Reserve Bank, de echar a un lado el calificativo de “transitorio”, que ofrecía como un sutil optimismo, para crear un limbo silencioso en cuanto a la aceleración, y duración del problema que amenaza a la canasta popular.
La cadena minorista de precios módicos, “Dollar Tree”, ahora se llamará “Dollar and a Quarter Tree”. Sus artículos subirán un 25% comenzando en enero, y el resto de los negocios, en todos los capítulos de la economía, pasarán el aumento de sus costos, como es costumbre, al residente en el sótano de la estructura social, que no es otro que el consumidor.
El índice de precio al consumidor muestra en su último reporte, que el mismo subió 6.2% en octubre, comparado con el año anterior, reflejando el salto más alto desde diciembre de 1990. Y las proyecciones para el futuro inmediato no son alentadoras.
La compañía General Mills, que produce una extensa variedad de productos alimenticios como Betty Crocker, Progresso y Pillsbury, anunció que, comenzando el año 2022, aumentará el precio de todos sus artículos hasta el 20%, y lo mismo se espera de otras empresas en el sector alimenticio.
Como se puede apreciar, la inflación, no discrimina. Desde la energía, hasta el vestuario y el calzado, sin olvidar la alimentación, todo, sin exclusión, será engolfado por ese pulpo que destruye salarios y ahorros, con la complicidad del gobierno que, por un lado, verá sus arcas robustecidas con un aumento salarial que no llegará a las manos del trabajador, porque la inflación se lo arrebatará, y por el otro, se beneficiará del aumento en los precios de todos los productos sujetos a impuesto. La ecuación es simple: precios más altos, recaudación más alta. Resumen: un nuevo impuesto, no legislado, sobre la población.
El individuo común, con la lucidez de la sabiduría popular, muchas veces más clara que la que ofrecen algunos libros, se pregunta, ¿por qué este estado inflacionario cuando un año atrás el índice estaba a menos del 2%?
Hay varias explicaciones. Pero la más simple y obvia es: porque el gobierno la quiso. Es todo cuestión de política. Los gobiernos tienen el poder de crear y frenar la inflación con todas las herramientas en su poder. Una de ellas es la implementación de la política monetaria, ejecutada a través de la Reserva Federal, que inyecta, o retira, dinero de la circulación, a través de la compra, o venta, de bonos, para impulsar, o reducir, la inflación.
La causa primaria de la inflación que experimentamos en nuestros días es exactamente lo antes expuesto.
Primero surge la pandemia que desató un trastorno monumental en la economía y en nuestras vidas. El americano, es decir, una parte del pueblo americano, aunque no todo, necesitaba asistencia; y el gobierno, siendo de inclinación populista, la brindó indiscriminadamente, tocando en la exageración. Se abrieron las compuertas de unas arcas casi vacías, y se desbordaron cientos de billones, (que no teníamos) en las calles, dándoles a todos, necesitados o no, regalos, en forma de ayuda, incluso a millones de personas que devengaban sus salarios porque aún continuaban trabajando. ¿Fue necesaria la ayuda? ¡Sí! ¿Fue exagerada, injusta y desproporcionada? ¡Sí! Debió haber sido más equitativa, racional y prudente para prevenir el desequilibrio financiero que hoy afecta al consumidor de recursos bajos y medianos.
En síntesis, tenemos galopante inflación por los acostumbrados factores de siempre. Una súper abundante circulación monetaria persiguiendo un número limitado de artículos. El gobierno así lo ha querido. Y la Reserva Federal, una de cuyas funciones es la de mantener estabilidad en los precios para prevenirla, nos ha fallado.
Dentro de unos meses, si todavía existe algún respeto por la transparencia, el gobierno tendrá que reconocer, si es que se publica, un sustancial aumento en su recaudación por concepto tributario, debido, en buena parte, a ese nuevo impuesto que constituye la inflación.
BALCÓN AL MUNDO
El Partido Demócrata, y el presidente Biden en particular, están en estado de desesperada ansiedad por pasar la parte final del proyecto de Infraestructura, aquella que encierra la parte social del plan. El senador por West Virginia, Joe Manchin, le niega su voto por entender que es estratosférico en su monto, muy superior a las necesidades que pretenden cubrir, y que afectará el déficit y elevará más la inflación. También se opone la senadora por Arizona Kristen Sinema.
Por su parte, los senadores demócratas hacen extremos esfuerzos por encontrar alguna provisión a su alcance para pasarlo, prescindiendo del apoyo de los republicanos. Para ellos, el tiempo es vital. El 2022 se acerca.
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La oposición venezolana va de mal en peor. Se ha convertido en el mejor punto de apoyo que tiene la satrapía de Maduro y Cabello. El liderazgo oposicionista ha sido un fiasco. Cada uno por su lado. Y todos quieren ser presidente.
En un caso singular, histórico en esta parte del continente, desperdiciaron masivas demostraciones de repulsa al régimen, de cientos de miles de venezolanos. Tuvieron el control de la calle, factor determinante en la lucha por la reconquista de la libertad, y no supieron canalizarlo. Se les fue de las manos y ya no les queda otra esperanza que un viraje en la cúpula militar para deshacerse de la pandilla de delincuentes que aniquila, vertiginosamente, a la que fuera, tal vez, la nación más rica en el sur de América, o, un arreglo político, amasado en el extranjero, con poca aportación de una oposición cuya credibilidad se ha disminuido considerablemente.
Todo muy lamentable.
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El presidente Biden nomina, como controladora de la moneda, a Saule Omarova, profesora de Carnell University, quien aboga por el desmantelamiento de los grandes bancos, y otras locuras soñadas por la izquierda radical. Varios miembros del Senado la rechazan, y ella, ante la imposibilidad de ser confirmada, le pide al presidente que retire su nominación, a lo que éste accede.
Una prueba más de la sabiduría de los Padres Fundadores, en la creación de un sistema de gobierno asentado en la división de poderes.
El presidente no tiene siempre la última palabra.
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La nueva crisis de Ucrania, digo la nueva, porque esta es una crisis perenne que se adormece y despierta con repetida periodicidad, y que, por supuesto, pasará como las otras, con más ruido que nueces.
No hay que ser un politólogo, ni un astuto estratega en el ajedrez geopolítico, para entender que no habrá guerra porque no está en el interés de los actores del drama. Ni a Biden, ni a Putin, les interesa una guerra. Ambos están jugando su respectiva parte en un show de macabra publicidad atemorizante.
De la videollamada entre los presidentes, Putin, después de lo expresado por Biden de que “EEUU no entraría en una defensa militar en favor de Ucrania, porque ésta no es parte de la OTAN”, escuchó lo que quería oír de un presidente americano al cual considera débil. Las amenazas de sanciones, le preocupan, pero, en verdad, no le roban el sueño. Puede vivir con ellas.
La preocupación real de Putin es una OTAN a la orilla de sus fronteras y Biden no tiene la intención, ni el liderazgo, ni la autoridad, para impulsar la admisión de Ucrania a esta organización.
Así las cosas, el mundo puede seguir durmiendo tranquilo. Putin no va a invadir a su país vecino, y en el remotísimo caso de que sucediera, Biden no va a mandar a un solo asoldado en su ayuda. Tal vez unos cuantos tanques y cohetes, y que Dios los ampare.
Contar con el liderazgo de Joe Biden, sería ignorar la humillante debacle de Afganistán.
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