San Gregorio Magno, el sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia Católica Romana, fue quien seleccionó en el año 600 de nuestra era los siete pecados capitales, decisión en la que coincidieron los teólogos de la Edad Media. La lista ha permanecido intacta hasta hoy, y estos son los pecados que incluye: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Pudiera parecer que los señalados pecados son leves defectos del carácter humano, y que, sin embargo, se silencian pecados como el crimen, el aborto, el robo, la violencia, y paremos de contar.
Analicemos brevemente la mencionada lista. Creo que resulta lógico y oportuno que digamos que la soberbia conduce a la violencia y al crimen; la avaricia, al robo, los asaltos y a la acumulación de riquezas a base de extorsionar a los más pobres; la lujuria pudiera llevarnos al adulterio, la pederastia, el ataque sexual y la pornografía; la ira es la destrucción de la paz familiar, conduce al abuso de los fuertes contra los débiles y a las tragedias domésticas; la gula es un pecado que atenta contra nuestra salud de forma agravada, nos induce a desear lo que no debemos consumir y crea un sentido de inquietud que nos hace insoportable la vida; la pereza es la madre de todos los vicios.
El que no tiene su tiempo ocupado, piensa en el mal y cae en las tentaciones más peligrosas que podamos imaginar. Sobre la envidia vamos a hablar más detalladamente en este trabajo; pero confiamos en que antes de hacerlo hayamos expuesto claramente que los siete pecados capitales históricos de la iglesia no son tan leves ni inofensivos como se nos hubiera ocurrido pensar.
Quiero recomendar a mis amigos lectores la lectura de dos interesantes libros, entre muchos otros que tratan el tema de la envidia. El primero es “Abel Sánchez: Una historia de Pasión”, una novela de Don Miguel de Unamuno que data del año 1917 y que está inspirada en el relato bíblico sobre Caín y Abel. Es interesante pensar que el primer crimen de la historia se cometió por un acto de envidia.
El otro es “El Español y los Siete Pecados Capitales”, de Fernando Díaz Plaja, ilustre escritor y ensayista español, que ha producido una serie cautivadora que trata, entre otros, el tema de los siete pecados en relación con los franceses, los italianos y los estadounidenses. Los que han gozado de la colección completa de veras que han aprendido mucho de la psicología humana y de los aspectos culturales que separan, y a la vez, unen a las naciones.
Nuestra sugerencia de que leamos dos libros estrictamente seculares sobre el tema de la envidia tiene como objeto señalar el hecho de que la envidia suele verse fuera del sagrado ámbito religioso.
Para Díaz Plaja es una arista del carácter humano, y Unamuno, que reconoce que “es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual” la reduce a una desviación moral que aleja al ser humano de los preceptos éticos; pero bíblica y teológicamente la envidia es claramente un pecado. Y cuando de pecado hablamos, de transgresión, desobediencia y corrupción hablamos. En el calvinismo se menciona “la depravación total” de los que pretenden vivir fuera de la vida que imparte Jesucristo. La envidia es, pues, algo que no puede tomarse a la ligera.
La palabra envidia proviene del vocablo latino invidia, que entre los romanos también designaba sentimientos como “antipatía”, “odio”, “mala voluntad”, “impopularidad”, “celos”, “rivalidad”. Por ejemplo, “invidia Numantini foederis” significaba “impopularidad del tratado con Numancia”. En la epístola de San Pablo a los Gálatas leemos estas palabras: “los que siguen malos deseos cometen inmoralidades sexuales, hacen cosas impuras y viciosas, adoran ídolos y practican la brujería. Mantienen odios, discordias y celos. … son envidiosos, glotones, borrachos …”. ¿Nos damos cuenta el lugar que ocupa la envidia en la mente del Apóstol? No se trata de una modalidad del carácter ni de una distorsión de las normas sociales. Se trata de un pecado, y como tal tenemos que considerarla.
La envidia suele tratarse como un fenómeno psicológico comúnmente asociado al complejo de inferioridad o a algún trauma emocional sufrido en la niñez o en los años formativos. La persona envidiosa sufre de insatisfacción, frustración o represión. Hay casos en que cambios de fortuna o escenario que dañan el estilo de vida de una persona, la convierten en una víctima de la envidia.
La carencia de un talento que a otro le sobra, causa envidia en las personas que no disponen de un punto de apoyo para apreciar sus propios valores. Como dijo Napoleón Bonaparte: “la envidia es una declaración de inferioridad”. y lo que es más triste, también suele ser la perversión de la admiración. Pudiéramos repetir, como nuestras y de ahora, las palabras del libro de Job: “es cierto que al necio lo mata la ira, y al codicioso lo consume la envidia”.
En el “Catecismo de la Iglesia Católica” encontramos esta expresión: “las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico y social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones amenazan sin cesar la paz y causan las guerras”. Es evidente que el envidioso causa problemas, para sí mismo, y para las personas a las que envidia, pues clausura el amor, la amistad, la convivencia y la armonía.
Existen pruebas sicológicas para determinar nuestra medida de envidia, pues se supone que todos tengamos una dosis de la misma. Lo dijo de manera brillante Leonardo da Vinci, “antes habrá cuerpo sin sombra que virtud sin envidia”. Desde un punto de vista religioso la envidia se aniquila cuando una persona acepta sobre sí misma el amor y el poder de Dios. Es famosa la estrofa de Fray Luis de León cuando padecía injustamente la humillación de la cárcel:
“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso”.
La envidia es una enfermedad. Ocurre a menudo que el envidioso no es consciente de su pecado, porque, sin sentir que hace y se hace mal, emplea más tiempo en rumiar sus supuestas desgracias que en apreciar sus bendiciones reales; pero como pecado, puede ser perdonado, y como enfermedad puede ser curado.
Bueno es admirar el logro ajeno, observar con espíritu de aprendizaje el alcance de los demás, exaltar los méritos que engalanan la frente de los sabios y saborear el halo de luz que rodea la cabeza de los santos; pero cuando uno convierte la admiración, el aprendizaje y la devoción en envidia, convierte en arena el polvo de los diamantes. Voltaire lo dijo con deslumbrante brevedad: “distinguid bien la envidia de la emulación: una conduce al deshonor, la otra a la gloria”.
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