La Educación de los líderes

Written by Libre Online

9 de junio de 2021

Por Francisco Ichaso (†)

El Renacimiento y su preocupación por la pedagogía principesca. — Gobernar es un arte y una ciencia; requiere por lo tanto un mínimo de habilidad y de sabiduría. — La sobrevivencia monárquica ha sido posible en países donde la dinastía hunde sus raíces en la historia y en la tradición nacionales. — El principal problema de la democracia es conciliar el número con la eficiencia, hacer de la elección una selección.

EN OTRA ÉPOCA

ASÍ como en los tiempos del esplendor monárquico fue preocupación de espíritus prudentes la educación de los príncipes, hoy debiera inspirar cuidados semejantes la educación de los líderes, es decir, de aquellos hombres que, dentro de los regímenes populares, ejercen funciones de dirección y mando.

Mientras se atribuyó a los reyes un mandato divino, la mayor o menor preparación del gobernante era cosa secundaria. Dios había elegido al monarca como instrumento de su poder en la tierra y ya su propia omnisciencia se cuidaría de iluminarlo en los momentos decisivos, no fuese a quedar mal la divina encomienda.

Cuando aquella idea entró en crisis —sin duda por las pobres demostraciones de algunas testas coronadas— se pensó que el gobernar un pueblo era, a un tiempo mismo, arte y ciencia, y requería por lo tanto un mínimo de habilidad de conocimientos. Es en el Renacimiento, época que. como se sabe, exalta las facultades naturales del hombre, colocándolas por encima de las que so suponían transmitidas sobre naturalmente, cuando cobra auge excepcional la pedagogía principesca. Toda Europa se llena de tratados sobre el modo cómo ha de ser educado el que ha de gobernar. “El Príncipe”, de Maquiavelo, constituye el arquetipo. Suele ser denostada esta obra por el oportunismo político que prevalece en sus página». Sin embargo, su verdadera finalidad fue establecer un orden, un sistema, en un campo donde sólo contaban las pasiones humanas, con su carga inevitable de arbitrariedad e injusticia.

Desde entonces la monarquía busca justificarse por la especifica dotación espiritual de las familias reinantes. En un régimen de élite, la dinastía representa el summum de la selección. Una estirpe de reyes es como un equipo especialmente adiestrado para la función de gobernar, con la particularidad de que, por mera hipótesis, esa destreza resultaba transmisible hereditariamente. Claro que la experiencia probaba a menudo lo contrario: los matrimonios por razón de Estado o entre parientes, para no enturbiar la pureza de la sangre, engendraban  con  harta frecuencia criaturas débiles, hemofílicas, sifílico o mentalmente degeneradas. Pero la ficción se mantenía por altas conveniencias públicas y la monarquía, aunque iba perdiendo autoridad y fuerza con los compromisos constitucionales, no acababa de desacreditarse. La misma Revolución Francesa no pudo barrer con ella. Fracasó el sistema en los casos de dinastías exportadas, de reinos postizos, sin arraigo en el pueblo. El ejemplo más trágico y también más próximo a nosotros es el de Maximiliano de México, inmolado por la ambición y la estulticia de sus mandantes europeos, típicos ejemplares de un imperialismo caduco. Donde la monarquía logró fundirse con la nacionalidad y se puso al servicio de ésta, subsiste aunque sea como un mal menor. Ahí están los casos de Inglaterra y de los países escandinavos. En ellos se prefiere no discutir el mando en lo que tiene de personal: dejarlo a la pura inercia histórica. Con esto se consigue la unanimidad del pueblo en torno a una institución que tiene mucho de simbólica y se reservan las discrepancias para el plano político, cambiante por su propia naturaleza. Educar al Soberano.

La democracia sustituye el régimen de élites por el régimen de masas. La función de gobierno, que había sido patrimonio de un contado número de familias, pasa a ser derecho donde todo hombre, por humilde que sea su ubicación social. Así en los Estados Unidos tiene un directo reconocimiento a través del voto,  llega Abraham Lincoln, a la presidencia de la república.

Ahora bien, este fenómeno que ocurre en el campo de la política, ¿Se observa parejamente en el campo de la educación y la cultura?

Durante mucho tiempo el saber había sido también privilegio de las minorías. Sólo por excepción podía un plebeyo tener acceso a ciertas disciplinas o a determinadas profesiones. La gran masa era analfabeta o poco menos.

La democracia se preocupa naturalmente por orientar de otro modo la enseñanza. Se instituye la escuela pública, se hace obligatoria la instrucción primaria, se facilita la difusión del libro, el folleto y el periódico, se multiplican las bibliotecas, los museos, los centros todos de dispensación cultural.

¿Se ha conseguido con todo eso que la expansión de la cultura a través del pueblo sea pareja a la evolución política operada en el mundo? La respuesta tiene que ser negativa. Pocas son las naciones de las que pueda asegurarse que la mitad siquiera de su población adulta esté preparada para ejercer con plena consciencia y cumplir con cabal sentido de responsabilidad los derechos y los deberes del ciudadano. Esta situación carecía de importancia cuando la política era ocupación de minorías selectas, cuando el gobierno era una institución aristocrática. Pero es cosa fundamental desde que se instaura el sufragio universal, desde que se proclama la igualdad de todos los ciudadanos, desde que la organización de la sociedad y la dirección del Estado son asuntos en que interviene la totalidad de los habitantes de un país. Ya lo dijo Sarmiento en una de sus síntesis magistrales: “Puesto que la soberanía radica en el pueblo, no hay más que un camino: educar al soberano”.

El Pastor y la Grey

Ese camino es ambicioso y largo. No se puede esperar a que el último de los súbditos alcance un nivel mínimo de cultura para echar a andar la compleja maquinaria democrática Hay que confiar en la intuición del hombre de la calle, en cierto instinto de selección que se afina con el uso y que permite a cualquiera orientarse de modo certero en medio de las encrucijadas; hay que contar, en suma, con aquella cultura de algunos analfabetos a que se refirió Chesterton, sorprendido ante las actitudes, modales y reacciones de los labriegos castellanos.

Lo que sí parece más urgente y resultaría, sin duda, más viable es la educación de los líderes. En el antiguo régimen el conductor del rebaño no pertenecía propiamente al rebaño. Era un individuo surgido de otro grupo, adscripto a otra clase social y que había tenido el privilegio de recibir ciertos conocimientos que casi siempre le daban superioridad sobre la grey. En los tiempos actuales el pastor sale del rebaño mismo, es uno más en él que supo destacarse por su mayor inteligencia, por su más fina intuición, por su laboriosidad, por su valor, por su audacia. Ahora bien, esas cualidades que determinaron la elección gregaria, ¿garantizan en todos los casos el mínimo de aptitud que se requiere para ejercer mando o dirección?

He ahí, quizás, el principal problema que se le plantea a la democracia. Puede enunciarse de muchas maneras: conciliación del número con la eficiencia, articulación de la popularidad con la técnica, sublimación de la elección en la selección. Todas las fórmulas conducen a la misma meta: la necesidad de producir dentro del régimen democrático una aristocracia de la inteligencia y de la conciencia.

La mitad más uno de los votos de un pueblo no basta para asegurar que el gobernante electo posea las calidades intelectuales y morales necesarias para conducir rectamente los asuntos del Estado y ejercer la autoridad legítima sobre todos sus conciudadanos. Es indispensable ofrecerle al electorado listas de candidatos cuyo nivel medio de preparación garantice que cualquiera que sea el resultado del escrutinio, se habrá elegido bien. Y para esto es requisito previo lo que ya habíamos  establecido: la educación de los líderes.

 La Escuela Comunista

Con frecuencia el líder es el producto de un acto audaz o de un golpe de suerte. Las masas se dejan deslumbrar fácilmente. Ese líder, una vez en el poder, se comportó como el clásico elefante en la locería. Y si fue fácil auparlo hasta esas alturas, resulta luego muy difícil apearlo de ellas.

Cuando hablamos de la educación del líder, claro está, que nos referimos por igual al líder político y al líder social, aunque es bastante corriente en la democracia de hoy hallar fundidos los dos atributos en una misma persona. Recientemente pasó por La Habana, rumbo a la América del Sur, el profesor peruano Julio Romero. La UNESCO le ha confiado la misión de dictar conferencias y promover movimientos en nuestras repúblicas con la finalidad de implantar la educación del trabajador como una rama especial y hasta cierto punto autónoma de la pedagogía. Tuvimos la oportunidad de cambiar impresiones con este misionero social.

La idea es precisa y atinente el propósito. Tal como se desenvuelven hoy las cuestiones laborales, no le basta al obrero conocer la técnica de su oficio; es indispensable que posea, además, una formación de tipo general, una mínima cultura de base humanística. En cualquier momento cualquier obrero sindicado puede llegar a ser el líder de sus compañeros. Desde ese instante sus responsabilidades serán mucho mayores: tendrá que representar al grupo, que orientarlo en situaciones difíciles, que discutir con los patronos y con las autoridades, que intervenir constantemente en la política social. ¿Puede hacerse todo eso sin cierta preparación? ¿Debe confiarse una tarea de esta índole a las luces naturales, a la pura intuición?

El comunismo se percató muy bien de esto y su principal cuidado ha sido siempre formar líderes proletarios. Los partidos comunistas tienen sus secciones de educación y cultura que funcionan con estricta regularidad. En horas de la noche se imparte a los obreros, en los locales de los sindicatos, la instrucción necesaria para que sobresalgan entre sus camaradas, para que ejerzan sobre ellos una especie de liderazgo natural, para que la masa los seleccione como jefes y para que, una vez seleccionados, puedan habérselas sin timideces con los representantes de la clase patronal y de los poderes públicos. Por este medio los comunistas lograron crear en Cuba una casta de líderes que durante mucho tiempo gobernó el movimiento obrero del país y tuvo en sus manos todas las riendas del Ministerio de Trabajo. La educación comunista de los líderes es parcial, dogmática y autoritaria. Consiste  fundamentalmente en manejar un juego de consignas, cada una de las cuales se aplica a una situación dada. El objetivo de esa educación es convertir al jefe sindical en un agitador, en un combatiente por la causa soviética.

La Formación Democrática

Frente a este tipo de formación hay que crear otro en consonancia con los ideales de la democracia. Pero hay que crearlo sin pérdida de tiempo, pues una jefatura proletaria sin preparación es fácilmente desalojada por otra de superior bagaje, no importa cuál sea su ideología.

El trabajo organizado constituye una fuerza demasiado poderosa para que la dirijan hombres  improvisados, advenedizos que en cualquier debate lo primero que ponen de manifiesto es la indigencia mental. No se trata de exigirle al líder obrero que sea un filomático; pero sí que se coloque en condiciones de poder reflexionar sobre les cuestiones de su incumbencia y argumentar sobre ellas sin necesidad de suplantar la razón con el improperio.

Y si necesita cierto adiestramiento de la mente el líder obrero, ¿qué no decir del líder político? La Revolución fue un revulsivo enérgico. Sacó de los bajos fondos sociales muchos individuos audaces y los situó en los primeros planos de la vida pública. Poco a poco las aguas fueron tomando su nivel; pero queda todavía mucha escoria flotante. Ahora mismo estamos abocados al peligro de que el primero de noviembre sea electo un Congreso de promedio intelectual y moral mucho más bajo que el de los peores padecidos por la República.

La democracia se opone a los privilegios, no a la constitución de grupos selectos. Esta selección, por otra parte, nada tiene que ver con la sangre ni con los blasones ni con el poderío económico. Es cosa de cultura. Entendiendo la cultura como ciencia y conciencia a un tiempo.

Los mentores del Renacimiento, al propugnar la educación de los príncipes, previeron algo que en un futuro iba a tener extraordinaria importancia, porque andando los siglos todos los hombres llegarían a ser príncipes. Y un príncipe mal educado es la mayor amenaza que puede gravitar sobre un pueblo.

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