LA EDUCACION DE LOS HIJOS Y… DE LOS PADRES

Written by Libre Online

15 de agosto de 2023

Por GUSTAVO TORROELLA (1955)

La educación de los padres es, sin duda alguna, uno de los adelantos más importantes de la educación moderna. De poco vale que la educación de los niños trate de desarrollarlos y mejorarlos si esta obra se ve a veces impedida o malograda por la personalidad y actitudes indeseables de los padres y por el ambiente familiar desfavorable.

En vista de esto, los maestros y psicólogos han comprendido la necesidad de empezar por educar, o mejor, reeducar a los padres, por inculcarles principios sanos de crianza y disciplina para que los puedan aplicar con éxito a sus hijos.

Los educadores, médicos, psicólogos y todos los que tratan a los niños han observado a menudo que los niños y jóvenes que revelan problemas, que mienten, roban, agreden, que son turbulentos e irregulares en otras formas, son simplemente reflejos de los problemas que presentan sus padres. Los conflictos y problemas emocionales sin resolver de los padres, las ideas erróneas que mantienen sobre la educación y la disciplina, los rasgos y actitudes indeseables que presentan son frecuentemente las raíces de la conducta problemática de los hijos.   

Se han realizado investigaciones psicológicas que demuestran que los niños neuróticos o irregulares tienen a su vez la mayoría de las veces, padres neuróticos o que manifiestan discordias matrimoniales o cuyas relaciones con sus hijos son a veces indeseables. En un estudio desarrollado en un centro infantil se comprobó que el setenta por ciento de los niños que no decían la verdad sufrían una disciplina caprichosa, variable por parte de sus padres quienes eran de emotividad inestable. Estos niños, por ejemplo, se refugiaban en la mentira como una defensa frente a la conducta imprevisible, e inestable de sus padres. En cambio, el grupo de niños no mentirosos, provenían de hogares que eran más bien armoniosos y consistentes. Al compararse a los jóvenes que están en instituciones correccionales con colegiales de la misma edad, se ha observado que los delincuentes provienen de familias desajustadas en mayor número que los no delincuentes.

¿Qué significación tienen estos datos para la educación de los padres? Las implicaciones resaltan a la vista. Los padres, así como los maestros, deben conocerse a sí mismos, a sus virtudes y deficiencias, deben reconocer sus problemas y dificultades, tratar de solucionarlos, y procurar desarrollar una personalidad bien ajustada y equilibrada, pues estos requisitos son indispensables para poder cumplir sus deberes paternales satisfactoriamente. 

No es suficiente el sacrificio de salud física para estimarse apto para la formación de una familia y la educación de los hijos: la salud y armonía mental son necesarias también. A diario vemos los casos de padres que infectan a sus inocentes hijos con todas sus taras psicológicas y defectos morales, lo que se trasmite de generación en generación, en fatídica cadena, causando males incontables. Todo padre infeliz o neurótico, con conflictos emocionales, impide y tuerce —quizás inconscientemente— el desarrollo normal de sus hijos, por modos a veces ostensibles, otras veces sutiles, pero no menos efectivos.

Entre todos los factores del desarrollo de la personalidad y conducta de un individuo, los que juegan un papel más significativo y dejan una huella más profunda, son sin duda, el hogar en que se ha vivido durante la infancia, el carácter de los padres, las relaciones de ellos entre sí, y las actitudes y tratos que se reciben de ellos en la niñez.

Influencias del Hogar

Veamos aquellos hechos y actitudes indeseables de los padres que puedan tener influencias perjudiciales en el desarrollo del niño y repercutir, después, en la vida adulta.

Si observamos el hogar de cerca veremos que la clase de actitudes, creencias, aficiones, lenguaje, gustos y aversiones del individuo reflejan, en alto grado, el estado y condiciones de la familia en que se ha desarrollado. Si estudiamos completamente a un niño comprenderemos mejor a los padres y viceversa. Pero a su vez, las actitudes y características de los padres son el resultado de su historia pasada. El padre cuyo temprano hogar era dominado por un padre duro y autoritario, a menudo cae en la misma actitud en sus relaciones con sus propios hijos. Y así la cadena de influencias se remonta, hacia atrás y hacía adelante, ilimitadamente.

Además de las influencias que individualmente ejercen los padres, cada uno por su parte, se ha demostrado que el trato y relaciones de los padres entre sí, constituye una fuente de problemas en el niño. El hogar verdadero y esencial que siente el niño descansa en el trato que se brindan los padres entre sí. Los desajustes y fricciones en las relaciones entre los padres, el antagonismo, los celos, los resentimientos, las discordias que ellos manifiestan puede causar en los niños males incalculables, desde el retardo escolar o mental hasta las neurosis y la delincuencia. En cambio, la mutua comprensión, la cooperación, la armonía conyugal crean una atmósfera más importante para el desarrollo normal y feliz del hijo que el alimento o la casa.

La armonía entre los padres es la base de la salud mental de los hijos. La armonía de los padres implica una actitud de reciprocidad, de dar y recibir, de cooperación en cada uno de ellos. Para la felicidad conyugal es esencial esta convivencia solidaria y cooperativa. A menudo, sin embargo, notamos la ausencia de esta actitud en los hogares modernos: cada uno tira por su lado, cada cual piensa, dice y hace lo que tiene por conveniente, sin tener en cuenta la personalidad de la pareja y sin procurar armonizar con la misma. El resultado de esto es el distanciamiento progresivo de los consortes, o la tendencia de uno de ellos a dominar, a imponer su personalidad, y poco a poco, su dominio conyugal se extiende a la dominación de toda la familia.

A causa de esta dominación que impone uno de los cónyuges o por la indiferencia o el distanciamiento que se establece entre ellos, sobrevienen a veces peleas y discordias en el seno del matrimonio que suelen producirse a la vista de los propios hijos. Este tipo de relación conyugal discorde, antagónica, caracteriza a los hogares psicológicamente rotos y fracasados, aunque no halla la separación física y legal. Ahora bien, todas estas actitudes y desarmonías afectan notablemente la personalidad y conducta del niño, que es el aspecto que nos interesa tratar ahora.

Ya en proceso de desintegración, el siguiente paso de estos hogares quebrantados, sería la ruptura efectiva, de hecho. Se habla entonces de «hogares rotos», como si la «grieta» o ruptura no existiera, también de hecho, pero sólo psicológicamente, desde antes. Estos hogares rotos por separación o divorcio presentan generalmente una historia previa de discordia y disensión. Durante este proceso preliminar de antagonismos y en el momento mismo de la separación, el niño sufre graves crisis en su personalidad y conducta: con frecuencia su lealtad y simpatía alternan, ora con la madre, ora con el padre, acabando por desconfiar y perder la fe en los dos, muchas veces. No comprende el niño cómo la estabilidad y las relaciones entre sus padres se pueden esfumar súbitamente como el humo. Esto le torna pesimista, inseguro, desconfiado. Ya se han sentado las bases, probablemente, para un adulto infeliz.

Hasta aquí hemos visto aquellas actitudes indeseables de los padres entre sí y hechos desfavorables del hogar que influyen nocivamente en el desarrollo de los niños. Veamos ahora aquellas actitudes y relaciones de los padres hacia los hijos que afectan también perjudicialmente el desarrollo de estos. Podemos clasificar en cuatro grupos las actitudes negativas de los padres hacia los hijos: la sobreprotectora; el rechazo, la sobre dominante; la disciplina irregular.

Los padres sobreprotectores a medida que el niño crece y se desarrolla, la necesidad de protección y cuidado inmediatos disminuye poco a poco. Es natural que, en los primeros años de vida, el niño deba permanecer, digamos, atado a las faldas de la madre, hasta por propia conveniencia; pero estas ligazones deben irse estirando, soltándose poco a poco hasta que finalmente se independice el muchacho y alcance lo que se ha llamado el «destete psicológico». Pero en los padres, especialmente en las madres, actúa una fuerza en dirección opuesta que tiende a impedir o a demorar la emancipación psicológica del hijo, para prolongar la satisfacción que implica el hecho de la dependencia y el control del mismo. 

Hay padres que llegan a más, llegan a creer que no se debe promover la emancipación del niño, que no se debe alentar su libertad para decidirse y elegir, sino que, al revés, acentúan la dependencia, las ataduras del niño. Estos son los padres sobreprotectores que se caracterizan por el control rígido que ejercen sobre la vida del hijo. El niño no puede elegir ni sus comidas, ni sus trajes, ni sus juegos, ni sus amigos. El niño es un satélite que gira en torno a sus padres. Estos lo controlan como a una posesión personal y le exigen a cada paso un comportamiento modelo e impecable.

El pobre niño sometido a la excesiva sobreprotección de sus padres se le priva de la libertad que necesita para desarrollar su personalidad, para hacer las cosas a su manera, para ejercer su iniciativa. Los padres lo deciden y hacen todo por él. Cuando ellos le falten en el futuro, el niño, ya convertido en joven o en adulto, será incapaz de hacer y decidir las cosas por sí mismo.

¿Cómo reacciona el niño a estos mimos y sobreprotecciones de sus padres? Se suele volver reservado y cohibido, no juega con los otros, acata sumisamente lo que le ordenan, aunque hay otros que se vuelven agresivos por las frustraciones que experimentan. El niño sobreprotegido se siente en el fondo inseguro, ansioso. Esta inseguridad se revela en forma de temores y aprensiones que coartan o inhiben sus acciones. Temen andar con los otros niños por temor a que se burlen de él; teme jugar por temor a quedar mal o a ensuciarse; no habla por temor a hacerlo mal y se vuelve a la postre tartamudo. Se inhibe y traba para toda acción espontánea ya que se siente inseguro y desconfiado de sí mismo. Termina volviéndose un miedoso y tímido habitual. Le brotan sentimientos de inferioridad, se siente desvalido e incapaz de hacerle frente a las cosas. A la larga este niño sobreprotegido acaba siendo un «niño problema». Se puede volver neurótico, maniático, tartamudo.

La razón última de la sobreprotección hay que buscarla en los padres. Estos, por algún motivo, tienden a compensar en la excesiva atención y protección del niño, algún déficit sentimental de su vida. Quizás la madre o el padre tienen una experiencia conyugal desafortunada y lo compensan queriendo y cuidando demasiado al hijo. Se resarcen de su infelicidad concentrando toda su atención en el vástago.

La solución del problema de la sobreprotección debe comenzar pues por el reajuste en la personalidad de los padres. Se debe ofrecer libertad al niño para que afiance su individualidad, y capacitarlo para que decida y actúe por sí mismo. Se le deben ofrecer oportunidades para que decida y actúe por sí mismo. Se le deben ofrecer oportunidades para que exprese y proyecte sus sentimientos de agresividad acumulados por la larga represión de la sobreprotección, como se abre un tumor para que se descargue del humor retenido.

Las Padres Agresivos: El Rechazo

La actitud de rechazo es el extremo opuesto a la sobreprotección. Es la aversión y la agresividad que siente y muestra un padre hacia el hijo. El padre que está en este caso no le brinda al hijo la atención y protección que éste necesita. La actitud de rechazo implica el abandono o repudio del hijo, la negativa a satisfacer sus necesidades y deseos, el castigo, el maltrato y la humillación frecuentes, los vejámenes y las críticas negativas constantes. Esta es quizás la señal más evidente de rechazo: la tendencia a criticar, a antagonizar, a reprochar al niño a cada momento.

¿Cómo puede un padre llegar a rechazar, a repudiar a su hijo? Varios son los factores que provocan en un padre la actitud de rechazo. Se puede repudiar al hijo –aunque sea inconscientemente– por constituir una carga económica, porque el niño dificulta u obstaculiza las actividades y aspiraciones de los padres, porque los padres tienen que ausentarse del hogar para trabajar la mayor parte del día, o porque se llevan mal y no se quieren complicar más la vida con hijos. A veces el niño se parece a un pariente que desagrada al padre y esto es suficiente para enemistarse con el hijo; otras veces sucede que el niño no colma las esperanzas que se depositaron en él, o no cumple los deseos u órdenes de los padres. En ocasiones la aversión al hijo es un modo de expresar un sentimiento semejante, reprimido, inconsciente, hacia algún familiar. Todos estos factores pueden determinar una actitud de rechazo y antagonismo hacia el hijo.

¿Cómo responde el niño que se siente rechazado, hostilizado por el padre? En estos niños es frecuente que se desarrollen sentimientos de inseguridad. A menudo reaccionan con una actitud de alarde y jactancia con lo cual quieren provocar la atención de los padres al menos. Los sentimientos de inseguridad y de frustración que padecen suelen desembocar en actitudes de agresividad, de crueldad con otros niños menores o con otras personas. Es un modo de venganza. El rechazo conduce también a tendencias neuróticas y hasta psicopáticas. Los niños rechazados se vuelven inquietos y sobre activos; se les dificulta la concentración, se distraen a menudo, asumen actitudes llamativas para atraer la atención y se pueden convertir en personas muy agresivas. Muchas veces la conducta antisocial y delincuente de algunos jóvenes se origina en el repudio y el abandono que han sufrido de sus padres. Los hay que se defienden de su interna agresividad y resentimiento, asumiendo una apariencia de sumisión y afabilidad.

Los padres deberían tratar de alcanzar un equilibrio entre la sobreprotección que niega la libertad del niño y el abandono y la dejación completa a que conduce el rechazo. Atención, vigilancia, orientación; no sobreprotección que anula la libertad, ni tampoco rechazo que desatiende y abandona al niño.

Los Padres Sobre dominantes: la Dictadura Paterna

La sobre dominación paterna es un factor importante en la formación de ciertos problemas, esencialmente relacionados con los hábitos de nutrición, reposo y eliminación. Muchos padres actúan con los hijos como si fueran una posesión o pertenencia personal. Estos deben cumplir todos los deseos y normas impuestas por sus padres, sin tener en cuenta las diferencias y preferencias individuales. Estos padres son seres despóticos que exigen que todos los aspectos de la vida del niño se adapten a sus deseos y criterios.

Son seres con hipertrofia de la voluntad de poderío que tratan de desahogarse, de compensar sus tendencias al predominio, probablemente frustradas en otros sectores, ejerciendo una tiranía en la vida de sus hijos. Así se sienten más seguros y satisfechos. Quieren que el niño juegue con los juguetes que ellos quieren, que diga las cosas que ellos desean, que haga las cosas que se les antojan. Ejercen una intervención totalitaria en la existencia de los hijos que anula la personalidad de los mismos.

Pero los hijos disponen de ciertos aspectos de sus vidas en los cuales no puede intervenir ni el padre más dictador: son los simples hábitos fisiológicos de las comidas, el sueño y las eliminaciones. En efecto, el niño resentido se defiende de la sobre dominación paterna controlando a su antojo las funciones referidas. Se da cuenta que puede disgustar a sus padres negándose a comer, a dormir, y a evacuar o haciéndolo inoportunamente. De este modo se venga y reacciona contra la sobre dominación. Es el mismo método de la resistencia pasiva que se emplea a veces en los países dominados por una autoridad indeseable y tiránica.

Los Padres Inestables: la Disciplina Inconsistente o Irregular

Hay padres de carácter inestable que tienen el defecto de ser vacilantes y caprichosos en la concesión de recompensas y libertades, así como en la imposición de castigos y restricciones. Así, por ejemplo, hay padres que unas veces celebran la gracia y ríen porque el nene se sube a la mesa mientras los demás están comiendo y coge un pedazo de pastel con las manos. Pero en otras ocasiones el niño hace lo mismo y, sin embargo, el padre, en vez de agradarle la ocurrencia, se molesta y regaña al pequeño. En el cerebro infantil cunde la confusión pues no se explica cómo la misma acción unas veces es aceptada con agrado y otras provoca un regaño. Esta forma de criar y disciplinar al niño, acogiendo la misma acción, ora con gusto, ora con disgusto, alternativamente, es probable que engendre un sentimiento de inseguridad y perturbación en el niño.

El niño necesita saber y acostumbrarse a que el mundo en que vive no es un mundo de sucesos caprichosos, irregulares, sino que hay un orden que preside las cosas y que siempre puede esperar aproximadamente las mismas reacciones de las personas, de los padres, frente a acciones semejantes, aunque la respuesta paterna consista en castigos. Lo que perturba al niño no es la reprimenda, sino la arbitrariedad, la irregularidad en las reacciones de los mayores, el no saber a qué atenerse, el que un día se le dé un premio y otro un castigo por la misma acción, el que un día se le conceda y otra se le prohíba realizar la misma cosa.

Por esto el niño necesita un régimen ordenado, de hábitos, de rutinas básicas, de 

recompensas y disciplinas para inculcarle sentimientos de seguridad y de confianza en sí mismo. Esto no significa que los padres deben aferrarse tercamente a un sistema de disciplina, de retribuciones, si comprueban que en la práctica ha fallado. Lo correcto e inteligente es asumir una actitud experimental de ensayar nuevos métodos de disciplina, de orden, de hábitos, cuando hayan fracasado los anteriores. No hay dos niños iguales y lo que aciertas con uno puede fallar con otro. Pero esto es diferente a ser vacilante e inconsistente en la disciplina o trato hacia el niño. El padre vacilante y caprichoso carece de todo sistema de disciplina; el padre que ensaya nuevos hábitos de crianza sabe que es más sensato reconocer un error y procurar subsanarlo, que aferrarse a hábitos y sistemas empleados para «no dar su brazo a torcer».

La sobreprotección, el rechazo o abandono, el sobre dominio y la disciplina inestable o inconsistente: éstas son las actitudes y reacciones indeseables de los padres que frecuentemente frustran y malogran el desarrollo personal de sus hijos.

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