Por Álvaro J. Álvarez. Exclusivo para LIBRE
En su extensa obra periodística y literaria José Martí usó varios seudónimos, entre ellos: Orestes, Anáhuac, John Mantell y M. de Z.
En La Edad de Oro, José Martí le dedicó el poema Los Zapaticos de Rosa a “Madeimoselle Marie” la niña María Mantilla Miyares (1880-1962).
En el poema IX, de los Versos Sencillos, Martí habla de una “almohadilla de olor” que le regaló María García Granados, La Niña de Guatemala.
Al parecer, la belleza y erotismo de la dama Carolina Otero, más conocida como La Bella Otero, inspiraron al Apóstol a escribirle los conocidos versos de La Bailarina Española, luego de asistir a una de las presentaciones de la artista, quien estaba de gira por Nueva York en 1890.
La pinareña Paulina Hernández de Pedroso es considerada “la madre negra de Martí”, pues en ella el Apóstol encontró los cuidados y el amor de una madre, una figura clave dentro de la emigración revolucionaria de cubanos en Tampa.
El sábado 23 de diciembre de 1893, el dominicano Fernando Figueredo Antúnez (1879-1972) (hijo de camagüeyanos) se convirtió en el primer niño que dibujó a Martí, durante un viaje en tren que ambos hicieron entre Cayo Hueso y Nueva York.
Diez de sus frases célebres:
• Cada persona debería hacer en su vida 3 cosas: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro.
• Los que no tienen el valor de sacrificarse, han de tener al menos, el valor de callar ante los que se sacrifican.
• Dios tenga piedad del corazón heroico que no halla en el hogar acogida para sus nobles empresas.
• El único autógrafo digno de un hombre es el que deja escrito con sus obras.
• El que tiene un derecho no obtiene el de violar el ajeno, para mantener el suyo.
• La ignorancia mata a los pueblos, por eso, es preciso matar a la ignorancia.
• Hacer es la mejor manera de decir.
• Pueblo que se somete, perece.
• Haga cada uno su parte de deber, y nada podrá vencernos.
• Haga hombres, quien quiera hacer pueblos.
Después de este recordatorio sobre el más brillante de los cubanos, vamos a conocer esta controversial historia que le sucedió a nuestro Apóstol en Nueva York. Martí llegó allí en 1875 pero como vivió en varios países, realmente estuvo desde 1880 hasta 1895, aunque debido a su papel de líder revolucionario viajaba a otras ciudades para luego regresar.
Martí desde sus días en el presidio en La Habana (en la cantera de San Lázaro situada en lo que es hoy, la calle Hospital entre Príncipe y 27 de Noviembre) tenía problemas de salud.
El intenso trabajo desarrollado debilitó las fuerzas del ilustre cubano y su médico de asistencia, Dr. Eligio María Palma Fúster, le indicó reposo, la enfermedad diagnosticada por el galeno fue Broncolaringitis aguda, Martí se trasladó a una casa en Haines Falls en las Montañas Catskill en el centro del estado de Nueva York, al oeste de Central Valley donde vivía Tomás Estrada Palma.
Necesitaba respirar el aire puro de aquellas empinadas lomas. Vale señalar que la noticia apareció publicada, el 6 de agosto de 1890, en el periódico El Porvenir que se editaba en Nueva York.
Rodeado de la tranquilidad del monte escribió la mayor parte de los poemas que agrupó en sus conocidos Versos Sencillos. Estos fueron conocidos el 13 de diciembre de 1890, cuando Martí se los leyó a un grupo de amigos que se hallaban reunidos con él en Nueva York.
Los 46 (XLVI) poemas que conforman los Versos Sencillos se publicaron por primera vez el 6 de octubre de 1891 por la imprenta Louis Weiss & Co.
La obra que nos atañe es el poema X, El Alma Trémula y Sola y comienza así:
El alma trémula y sola
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española
Ahora vamos a saber quién fue esa bailarina española que lo inspiró, basado en lo narrado por Blanche Zacharie de Baralt, su amiga que escribió en 1945 su libro El Martí Que Yo Conocí.
Esta señora nació en Nueva York el 17 de marzo de 1865, era hija de Anna Zacharie y tenía varias hermanas. Había estudiado en París y hablaba el francés correctamente.
Fue precisamente ese día de 1884 que conoció a Martí, cuando le presentaron al santiaguero Dr. Luis A. Baralt y Peoli, al poco tiempo se comprometieron y a finales de 1886, fue la boda, Martí fue el padrino. Luis era un gran amigo de Martí, además de patriota, poeta, profesor y médico.
En los Estados Unidos tuvo a sus hijos: Blanca, Adela y Luis Alejandro Baralt y Zacharie.
Martí llegó a Nueva York, el 3 de enero de 1880 al poco tiempo fue a residir en la casa de huéspedes de Manuel Mantilla en la calle 29 quien estaba casado con Carmen Miyares Peoli, la prima hermana del Dr. Luis A. Baralt y Peoli.
En ese momento los Mantilla tenían tres hijos: Manuel, Carmen y Ernesto.
Eran aquellos tiempos en que los cubanos, debido a la represión colonialista, emigraban a Nueva York. Allí vivían los Quesada, los Miranda, los Carrillo, los Goicuría, los Ponce de León, los Guerra, los Zayas, los Baralt y Peoli y otras familias patriotas.
Aquel día que conocí a Martí, cuenta Blanche, había una soirée musical en la que me habían invitado a cantar. Yo no tenía referencias de él, era para mí un señor cualquiera, un encuentro fortuito de sociedad. Mas, a los pocos minutos de conversación, con habilidad que no he visto igualada, había averiguado, sin interrogatorio, cuáles eran mis gustos, mis inclinaciones, mis esperanzas.
Tocó la nota del arte, me habló precisamente de las obras que me apasionaban. Había estado yo en París, Martí estaba al tanto de todo. Discutió conmigo cuadros, música y libros, de la manera más natural, con absoluta sencillez, sin hacerme sentir la diferencia que había entre una niña y un sabio.
Del mismo modo se hizo conocer de mí. Pude apreciar al instante que era un hombre superior, de vastos conocimientos y de alma grande. Nunca desmintió aquella primera impresión. No quisiera dar aquí una idea de frivolidad en Martí, sino indicar las mil facetas de su espíritu abierto a todas las manifestaciones de la vida, y al punto me permitiré contar una anécdota que de seguro sus biógrafos desconocen.
Pocos días antes de mi matrimonio me dijo Martí: “Blanche, voy a pedirle un favor, quiero que me deje ver su trousseau (ajuar de boda). Llegó y con mi madre y mis hermanas, estuvo examinando como un chiquillo, ropa, vestidos y sombreros, haciendo un fino comentario y poniéndole nombre a muchas cosas.”
Un tiempo después, encontrándome con mi marido, recordó la prenda que había visto y me dijo:
“Veo que lleva usted el sombrerito casto.”
“En otra ocasión reconoció el vestido discreto o el abanico perverso (nombres puestos por él aquel día de la exposición del trousseau)”.
Esto confirma lo que, con gran acierto, dijo Gabriela Mistral: “Martí era un hombre, mujer y niño en uno.”
Blanche Z. de Baralt regresó a Cuba con su esposo e hijos al terminarse la guerra, después de largos años en la emigración.
Constituido su hogar en la Isla, educó a sus hijos a la manera de las prestigiosas familias cubanas de su época. No obstante, su papel de madre y esposa matriculó en la Universidad de La Habana y fue la primera mujer graduada en Filosofía y Letras de ese alto centro docente.
A mediados de 1947, Blanche ya anciana, pero todavía con el espíritu juvenil, se marchó a Ottawa, Canadá, para visitar a sus hijos. Allí murió. Había pedido que al morir la enterraran en Cuba junto a su esposo. Embalsamado su cuerpo, fue traída a La Habana y sepultada el domingo 16 de noviembre de 1947.
Agustina Carolina del Carmen Otero Iglesias nació el 4 de noviembre de 1868 en Valga una humilde aldea gallega en Pontevedra.
Su madre Carmen Otero Iglesias (1844-1903) fue de una madre soltera muy pobre que tuvo cinco hijos: Gumersindo, Valentín, Adolfo, Francisco y Agustina.
Esta apenas tuvo acceso a una educación académica. El 6 de julio de 1879, a los 10 años, fue violada por Venancio Romero, zapatero del pueblo, que la dejó desangrándose y con la pelvis rota a la vera de un camino a las afueras de la aldea. Según el parte médico del 6 de agosto de 1879, la violación fue acometida de forma tan brutal que tuvo que ser trasladada de forma urgente al hospital Real de los Reyes Católicos de Santiago. Otero estigmatizada para siempre.
El violador desapareció para no responder de los cargos que se le imputaban.
El sumario de este caso se instruyó en el Juzgado de 1ª Instancia de Caldas de Reis en el año 1879, se publicó en FARO DE VIGO.
Al cumplir los 12 años, Agustina ya no soportaba más el rechazo y abandono de su familia tras la desgracia acaecida. Fue entonces cuando pasó por Valga un teatro de cómicos portugueses, donde conoció a Paco, barcelonés de 15 años. Se hicieron amantes y huyeron juntos, de manera que Agustina dejó atrás todas las habladurías y miserias y cambió su primer nombre por el segundo: Carolina.
Paco la enseñó a bailar flamenco y a cantar, así como la introdujo en la prostitución, hasta que un día la joven de 15 años cayó muy enferma y el médico que la atendió se escandalizó de su estado y su forma de vida a edad tan temprana, denunciando el hecho a las autoridades, quienes la devolvieron a su pueblo natal.
Sin embargo, su madre la rechazó por estar embarazada y ella volvió a irse para nunca más volver.
Buscó a Paco y lo encontró en Lisboa. Éste la ayudó a abortar con una curandera que la acabó dejando estéril, según ella misma contó después en sus memorias.
Tras este episodio, dejó a Paco y se fue a Cataluña.
En 1888, en Barcelona conoció al banquero Ernest Jurgens, quien la ayudó a iniciar su carrera como bailarina en Francia. Luego abandonó a Jurgens, que acabó en la ruina y suicidándose. Se cree que Agustina fue la causa de otras seis muertes voluntarias y por este motivo se le apodó como La sirena de los suicidios.
Su exotismo y carisma la llevaron a presentarse como andaluza de origen gitano, una imagen que cautivó al público parisino. Se convirtió en una estrella del Folies Bergère y fue allí donde en 1889 nació el mito: La Bella Otero, una mujer de magnetismo incomparable, sensualidad flamenca y gran talento escénico, que conquistó los escenarios más célebres, ante los ojos fascinados del público europeo.
A pesar de sus éxitos profesionales, Otero había conseguido ascender en el mundo artístico prostituyéndose y haciéndose amante de hombres influyentes, se convirtió en un auténtico símbolo sexual de su tiempo.
No era una práctica extraña que las artistas ejercieran de cortesanas para aumentar sus ingresos. En la Belle Époque era habitual y los hombres que podían pagar las astronómicas sumas que cobraban estas cortesanas conseguían prestigio. Otero era una de las más famosas y cotizadas de la alta sociedad parisina.
Su talento excepcional y belleza hicieron que conquistara fama, y en unos cuantos meses encantó a todo París. En su salón se daban cita pintores, escritores y artistas famosos.
Fue amante, entre otros, del Kaiser Guillermo II de Alemania, del Zar Nicolás II, del Rey Leopoldo II de Bélgica, del Rey Alfonso XIII de España, del Príncipe Alberto I, de Mónaco del Rey Eduardo VII de Inglaterra, cuando aún era príncipe de Gales. Lo cierto es que no mantuvo ningún contacto íntimo ni con el soberano español ni con el Zar pero habría que añadir a este libro de visitas al príncipe Nicolás de Montenegro (que le regaló una joya de la corona) y al gran duque Pedro Nikoláyevich de Rusia.
Con Arístides Briand (1862-1932) mantuvo una relación entrañable que duró hasta la muerte del político francés.
Otero también sirvió de musa para escritores como Gabriele D’Annunzio y pintores como Renoir y Toulouse-Lautrec.
Las cúpulas del Hotel InterContinental Carlton de Cannes están inspiradas en sus pechos pues el arquitecto que lo diseñó, Charles Dalmas, bebía los vientos por la Bella Otero.
Su gran amiga la novelista Colette recoge en su libro Mi aprendizaje, que sus senos “eran de forma curiosa, recordando a limones alargados, firmes y con pezones dirigidos hacia arriba”.
Otero llegó a reunir una fabulosa fortuna que pudo haber llegado hasta los $16 millones. La colmaron de joyas, fortunas e incluso, cuenta la leyenda, uno le regaló una isla.
“He sido esclava de mis pasiones, no de los hombres”, reconoció alguna vez Otero.
Algunos historiadores dicen que sus pretendientes la cubrieron de joyas de la cabeza a los pies, le donaron sus fortunas, pero ella nunca prometió exclusividad.
Maurice Chevalier, que la trató, escribió: “todo se reducía a sexo, sólo a sexo.
En septiembre de 1890 llegó en barco a Nueva York y debutó el 1 de octubre en el Casino Edén Museé de la calle 23.
Blanche Zacharie cuenta en su libro esta interesante anécdota: José Martí, muy apreciador del arte y de la hermosura, ardía en deseos de ver bailar en vivo a la Bella Otero. Pero, por desgracia, en el teatro donde actuaba, el Eden Musée, en la calle 23 habían puesto sobre la puerta una gran bandera española y Martí no podía entrar en un edificio cobijado por el estandarte de España.
Un día, no se sabe por qué motivo, los empresarios arriaron la bandera. El camino, estaba, pues, libre y fuimos Martí, mi marido, mi cuñada Adelaida Baralt y yo a verla bailar.
José Martí quedó tan impresionado con su presencia que la describió como “la Virgen de la Asunción, bailando un baile andaluz”.
Como Martí vio a la Bella Otero aquella noche de miércoles 1 de octubre de 1890 pudo muy bien incorporar su poema X antes de leerle Los Versos Sencillos a sus amigos el sábado 13 de diciembre de 1890.
A la Bella Otero, mujer inteligente, parecía no interesarle la riqueza, gustaba de bailar y jugar a los naipes. Pasó incontables noches en Monte Carlo, perdiendo enormes sumas. Toda la naturaleza de la hermosa mujer la quemaba la pasión insaciable por los juegos de naipes.
En 1913, cuando se encontraba en la cúspide de la fama y su talento florecía en plenitud, Otero abandonó la escena, pero no le resultaba fácil renunciar a su pasión fatal. Pronto sus riquezas quedaron en manos de los acreedores. El gobierno francés le asignó una pequeña pensión, que no le permitía superar las dificultades.
Con el correr del tiempo la gente se olvidó de Carolina Otero.
En 1954, la actriz mexicana María Félix decidió realizar una película sobre la famosa bailarina, reservándose el papel central. Fue grande el asombro de la actriz cuando durante la búsqueda de información sobre la vida de la bailarina la encontró viviendo en Francia.
Las fotos donde están ellas dos fue el 4 de abril de 1954 durante el Festival de Cannes.
Por mucho tiempo se creyó de forma errónea que la bailarina que había inspirado a Martí no había sido La Bella Otero, sino la andaluza Carmencita Doucet Moreno (1868-1910) que también se presentó en la misma época en Nueva York.
La confusión se produjo por un artículo aparecido en el periódico El Triunfo de La Habana en 1908 y que fue luego reproducido en las Obras Completas por el discípulo de Martí, Gonzalo de Quesada.
El error quedó aclarado por la señora Blanche de Baralt en 1945 en su obra “El Martí que Yo Conocí”, donde explica en ella que “La Bailarina Española” fue inspirada por La Bella Otero durante su gira de 1890 por Estados Unidos.
Hoy mucha gente no hubiera conocido el nombre de Carolina Otero y se hubiera olvidado para siempre de no haberla visto una sola vez en su vida el gran poeta cubano para darle la eternidad con sus hermosos versos, en el tiempo de floreciente esplendor de Carolina Otero cuando Martí la vio bailar durante su larga, angustiosa y febril etapa de preparación de la guerra necesaria.
José Martí, en una carta al Director del periódico La Nación, el 13 de noviembre de 1890, le dice: Está Nueva York en el verano indio, y aún verdea el arbolado, en pleno noviembre; el Parque, por la entrada de la Quinta Avenida, es a media tarde, como una fantasmagoría: desde los bancos del paseo de a pie ven los irlandeses retirados, los patriarcas hebreos, los tenedores de libros en asueto forzoso, los mocetones alemanes que están de paso para la tierra nueva del Noroeste, aquel brillante y revuelto séquito de los carruajes, la dama de pelliza blanca, que guía cuatro ponies, el secretario ruso, que luce la troika, el landó de blandos muelles, donde triunfa la Otero, la española de cara de virgen, la que cuentan que vivió en amores con el rey Alfonso, la que seduce con el poder de los ojos más que por el de su canto, y baile, al público enamorado del museo del Edén.
Después de haber tocado el cielo del espectáculo con la punta de todos y cada uno de sus dedos llegó a convertirse en el mayor atractivo del Folies Bergère y de la alta sociedad decidió retirarse al inicio de la I Guerra Mundial.
Desde entonces se dedicó a lo único que le hacía feliz: apostarlo todo al rojo.
Despilfarró toda su fortuna en la ruleta del Casino de Montecarlo.
Si no se hubiese visto obligada a solicitar con 86 años una pensión al gobierno francés para subsistir jamás hubiésemos llegado a conocer, al menos una parte, de la verdadera historia de Agustina Otero.
Para la concesión de estas ayudas la Seguridad Social exigía el acta de nacimiento, por lo que la Bella Otero se tuvo que poner en contacto con el alcalde de su aldea natal. A través de esta anécdota minúscula en una vida llena de hechos excepcionales se pudo comenzar a reconstruir su trayectoria vital.
Murió el 12 de abril de 1965 en una pensión de Niza a los 96 años, rodeada de recortes de periódico que le recordaban un pasado que tal vez no fue tan feliz.
Se fue del mundo peor que vino. Hacía años que su único entretenimiento era dar de comer a las palomas. La Otero sólo disfrutó de dos placeres: el uno era ganar y el otro perder. La Bella Otero era irrepetible, indescriptible e inimitable.
En el cine la interpretó María Félix, la película se llama La Bella Otero (The Beautiful Otero) de 1954, dirigida por Richard Pottier. En la televisión italiana Ángela Molina.
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