IMAGEN DE UN PARTIDO IDEAL 

Written by Libre Online

14 de febrero de 2023

Por Jorge Mañach (1950)

No veo por qué todos tengamos siempre que enfrascarnos en lo que hay y no en lo que pudiera haber. La historia se hace de realidades, pero también de ideales y si peligroso resulta para los pueblos desentenderse del terreno que van pisando como aquel filósofo antiguo que se cayó en un pozo de tanto mirar a las estrellas, mal andan también aquellos pueblos que solo consideran posible lo actual y pierden por entero el sentido de los horizontes. Así pues, no será del todo ocioso dar rienda suelta a la fantasía y dejar de imaginarse como pudiera ser en Cuba, o al menos como debía, como debiera ser, el partido ideal, ese premio gordo de la política que todavía no nos hemos sacado, aunque hayamos tenido a veces aproximaciones.

Obviamente, el partido ideal sería un partido con un gran programa, con un gran líder y con una gran actitud en su masa de adeptos. Pero eso no es todavía decir nada muy iluminador. ¿Qué sentido, qué contenido tendría ese adjetivo “gran”, que tan vagamente hemos antepuesto a los factores evidentes de una organización política ideal?

Para no perdernos en caprichosos subjetivismos, tendremos que buscar el modo de amarrar nuestra apreciación al objetivo, es decir, a lo que el buen sentido universal –no nuestra personal inclinación– nos dice que es la razón de ser de toda política digna de tal nombre.

Se convino hace ya mucho tiempo: la política es el arte de hacer felices a los pueblos. Y los pueblos son felices como los individuos cuando disfrutan de bienestar físico y espiritual, esto es cuando tienen satisfechas, en la medida de lo humanamente posible, sus necesidades de existencia y de conciencia. Cuando no solo pueden comer y vestirse sin más esfuerzo que el que naturalmente supone la bíblica condena, sino que además gustan de esas imponderables que se asocian al sentido individual de la dignidad del ser personas y no animales.

A la luz de estos venerables lugares comunes, cabría preguntarse si el pueblo cubano es un pueblo feliz. Ciertamente tenemos el aire de serlo. Mirados por fuera, parecemos alegres, se nos ve una levedad, una frivolidad, un tono jovial y placentero que parecen ser testimonios de un contento interior. Al menos eso dicen los extranjeros que nos visitan y hace poco en la Universidad del Aire hasta cubanos hubo que sostuvieron este dictamen, pero me temo que por desgracia se derive de una mirada algo superficial. 

Cuando se nos observa con un poco más de cuidado, se advierte que el pueblo cubano, es decir, el individuo típico de nuestro pueblo se sonríe, pero rara vez se ríe. La carcajada es

 cosa rara en el cubano medio adulto y tanto más rara cuanto más se desciende en la escala de la fortuna. La gran hilaridad me parece más bien ser aquí un lujo de los de arriba. 

Nuestro pueblo bajo es sobrio, reticente casi melancólico, la sonrisa que a veces tampoco muy asiduamente, le descubrimos al de ese estrato social y al de la clase media no es por lo común una sonrisa, ni dulce, ni plácida, tiene mucho de ironía, de disimulada amargura, de franca madurez sardónica. Se tiende a confundir un poco la jocosidad con la jovialidad, como se confunde la bondad frecuente del cubano, su espíritu generoso de servicio, su tendencia a la familiaridad humana con la alegría verdadera, que es, desde luego, un sentirse el alma ligera, un no llevar ninguna pesadumbre oculta. Yo creo que la mayor parte de los cubanos llevamos nuestra procesión por dentro.

¿Y cómo no había de ser así? Habría que forzar las cosas al extremo de la complacencia para afirmar que la mayoría de nuestro pueblo tiene sus necesidades materiales cubiertas o sus apetencias morales satisfechas. Más de una vez he llamado la atención sobre ese decir común según el cual el cubano, por lo general, vive “defendiéndose”, es decir, parando golpes a diestra y siniestra, tratando de flotar en un ambiente social que no le ofrece, sino por excepción, soportes realmente estables. 

Eso de “¡Qué suerte tiene el cubano!” no deja de ser un eslogan comercial más alentador que exacto. Nos ha tratado bastante bien la naturaleza, pero hemos tenido harta mala suerte de manos de los hombres, de manos de nosotros mismos. En una palabra, de manos de nuestra política. Y no es del caso por hoy abundar en la demostración de ello.

Un partido ideal en Cuba sería, pues, aquel que supiera hacer al cubano, a la mayoría de los cubanos realmente felices. No el que tuvieran muchos puestos que repartir (el burócrata, es de todos los criollos, el más inseguro, el que más angustiosa lleva su procesión por dentro), sino el partido que supiera rescatarle de veras su tierra, movilizarle efectivamente, los recursos naturales, distribuir anchamente el rendimiento de ellos, crear, en suma, fuentes de riqueza que a todos alcanzaran. Eso, por lo pronto: lo material. Y con ello el partido que supiera también crear un Estado tan próvido en su tutela de la justicia, de la libertad y de la cultura, servir políticamente con tanta lealtad a las consignas de ese Estado que todos los cubanos se sintieran vivir sin humillaciones, resentimientos ni vacíos de orden espiritual.

Dejo así, por lo menos sugerido, lo que un partido ideal tendría que declarar y formular en su programa. Las dos cosas nótese bien. No solamente “declarar” esos fines como metas de su política, cosa que todos, o casi todos nuestros partidos, han hecho con notoria rutina, sino también indicar las fórmulas políticas, jurídicas y administrativas para alcanzar ese bien común. Esto último raro ha sido el partido que entre nosotros se haya aventurado a hacerlo. Grupos electorales casi siempre, lo que buscan es sumarse la mayor cantidad de adeptos comprometiéndose, lo menos posible. Tienen miedo de que determinadas fórmulas les creen zonas de resistencia; no se atreven a decir exactamente qué harían al llegar al poder y cómo lo harían. 

No aspiran a conquistar el respaldo del electorado por la bondad de su programa y por la lenta y persuasiva apología del mismo, sino que extienden el cheque en blanco de las promesas mil veces incumplidas y como el electorado ya no cree en ellas los programas en rigor no significan nada y los partidos no vienen a ser partidos de persuasión, sino partidos de soborno.

El partido ideal sería desde un punto de vista programático, el que estudiase la realidad y la posibilidad cubanas y construyera su ideario y su formulario. La realidad para saber constantemente con qué contamos y qué es lo que nos falta. La posibilidad para discernir de todo eso que nos falta, aquello que realmente nos sea dable obtener porque hacer promesas desentendidas de esa posibilidad es muy fácil; en eso consiste la demagogia. 

El partido ideal tendría que ser un partido sincero, austero, dispuesto a abrirse paso en la conciencia cubana, llevando solo por delante la verdad de lo que somos y de lo que podemos, y resignado de antemano a esperar todo lo que haya que esperar para que esa verdad heroica se abra paso. Pudiera ser, que no tuviese que esperar demasiado, pues ya se va viendo en la conciencia de nuestro pueblo más sentido de la medida y más ansias de honradez programática y política de lo que muchos suponen. 

El heroísmo que Cuba está pidiendo a gritos para suceder al viejo heroísmo de la manigua es ese de la verdad, capaz de enfrentarse con todas las demás demagogias del momento y de apelar solamente al sentido común y al instinto sano de nuestro pueblo.

Un partido con semejante programa para ser ideal necesitaría tener un gran líder. Sabido es que en política las ideas no operan por sí solas, sino a través de hombres y casi siempre a través de un hombre mayor que sume al atractivo de ellas, cierto personal, magnetismo capaz de polarizarlas. Hacia su propio personal destino. 

Hay algo de mágico en eso. Es más fácil decir lo que no es un líder político ideal que lo que sí debe ser. Valiéndonos de los términos en mala moda, pudiéramos decir, por ejemplo, que el líder ideal no debe ser ni un “bombín” (cosa entre paréntesis que nunca he defendido, aunque otra cosa hayan escrito los que no saben leer o leen sólo lo que les conviene), ni un “bombín”, digo, ni tampoco ese “desmelenado” que decía en un comentario más atento, Arturo Alfonso Roselló. Ni el señor de ideas encartonadas y de actitudes inflexibles, ni tampoco el chuchero.

El líder ideal que a Cuba le bastaría, no debería ser ni un equilibrista de los que creen que toda política es maroma, ni un agitador de los que piensan que la política es estridencia; ni un soberbio, incapaz de transigir con la bien intencionada discrepancia.

El programa y el líder son factores primordiales que bastarían para asegurar el otro: una gran actitud en la masa de adeptos. Los pueblos siempre se han entregado a esa combinación de idea y hombre, y nuestro pueblo esencialmente, inclinado más bien por naturaleza a seguir, aunque le hayan maltratado. 

Nuestro pueblo está ávido de tener “alguien en quien creer”, como lo demuestran sus reiterados engaños y la facilidad con que se hace ilusiones de vida nueva a poco que se le aviven las promesas. Si, este pueblo nuestro quiere sentirse noble y generosamente conducido, se siente ya muy humillado de no ser, de no haber sido casi nunca, más que el sucedido coro electoral de una liga de farsantes; está apeteciendo con toda su alma el programa sustantivo y veraz y al líder inteligente, sereno y honrado que le permitan tener una gran actitud cívica, una actitud de fe en la política y en los hombres y de confianza en su propio destino.

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