Hemingway en La Habana. “NO MÁS AVENTURAS POR AHORA”  Dice el autor de “El Viejo y el Mar”

Written by Libre Online

27 de junio de 2023

Por Rodolfo Rodríguez Zaldívar (1954)

Estábamos en Madrid, ultimando los trámites para embarcar hacia Roma, cuando nos llegó la noticia de que Ernest Hemingway se encontraba en Argel, África, donde había llegado en tránsito para seguir su recorrido por distintos países africanos y dar después el salto a Europa. Allá llegamos, pero en Argel sólo obtuvimos noticias de que el escritor norteamericano había liado sus bártulos y emprendido de nuevo su peregrinar.

Meses después, ya en La Habana, nos enteramos de las aventuras del exótico escritor de «Por Quién Doblan las Campanas». En plena jungla, su avión había caído y los tres viajeros que lo tripulaban no tuvieron percance alguno. La suerte, indiscutiblemente, estaba de parte de ellos. Para otro cualquiera, aquello habría sido un aviso oportuno, una advertencia para no arriesgarse más a los peligros de la navegación aérea. Hemingway no lo entendía así, ni así lo acepta. Poco tiempo transcurre hasta que se produce el segundo accidente, esta vez en Butiaba y, de nuevo, los tripulantes resultan ilesos. En esta ocasión son cuatro los que se salvan de una muerte segura.

El cable se encarga de informar los más mínimos detalles de la tragedia. Y el asombro se expande por el mundo, que no acaba de comprender cómo de un avión incendiado, en plena selva, logran escapar con vida todos los ocupantes. Allí quedan, convertidos en cenizas, todos los documentos: el pasaporte, las licencias para cazar, las fotografías tomadas. Es el desastre en su más amplia proporción. Pero Hemingway no se arredra:

—Cuando nos rescataron y vieron en las condiciones en que estábamos, nos dieron toda clase de facilidades. No podemos quejarnos, porque allí nos renovaron los documentos para poder seguir adelante, nos prestaron atención médica y nos colmaron de atenciones. El decantado salvajismo del África queda, ya, para los que quieren impresionar con narraciones espeluznantes. Puedo decir que son gente buena, que se duele del mal de sus semejantes y que trata por todos los medios de remediarlo.

Hemingway es parco en el decir. Cuesta inmenso trabajo arrancarle una frase, un comentario. Y cuando le insistimos en que nos diera sus impresiones del viaje que acaba de terminar, apela al hablar criollo:

–¡Pero, viejo si te lo cuento todo, ¿qué voy a dejar para mis libros?!

Reímos el chiste, pero volvemos a la carga. Hemos tenido que prescindir del clásico lápiz y la libreta de notas. Así el famoso escritor se siente mejor y está en disposición de explicar las peripecias de su viaje:

—Volábamos sobre Murchison, tranquilamente. Nada hacía presagiar la tragedia. Cuando conversábamos animadamente sobre los planes que íbamos a poner en práctica, una conmoción nos hizo adivinar que estábamos en peligro. Pero no hubo pánico. Todos sabíamos que de la conservación de los nervios dependería nuestra vida. Éramos sólo tres personas: el piloto, mi esposa y yo. Cada cual asumió su papel responsablemente y nos aprestamos a lo que el destino nos deparaba. No es alarde, sino exclusivamente fe.

Hemingway hace una pausa. Delante de él se encuentra su esposa Mary, a la que preguntamos sobre la impresión que recibió en aquel minuto inenarrable en que el avión caía. Con la satisfacción de quien ha logrado salvar la vida después de un accidente, aunque con nerviosa inflexión en la voz, responde. —Yo creo que es mejor que no. Francamente, no entendemos la respuesta y, cuando le inquirimos la aclaración pertinente expresa:

—Digo que es mejor no caer, ¿Sabe? Es muy desagradable la sensación que se experimenta.

La casa se va llenando de amistades. Los esposos Hemingway, a través de sus muchos años de permanencia en Cuba, han logrado hacerse de un círculo considerable de amigos, que de veras los estiman.

Por breve tiempo la charla ha quedado interrumpida. Pero de nuevo volvemos a acaparar la atención del escritor norteño. Esta vez nos muestra las lanzas que ha utilizado para cazar fieros anímales en plena jungla. Son afiladas, largas, mortíferas. Con inocultable orgullo afirma:

-–Yo soy un profesional en este deporte. No hay nada tan emocionante como enfrentarse a una fiera con una lanza por toda defensa. Si no se sabe manejar no se podrá contar la historia, pero si hay pericia se cobran buenas piezas.

De nuevo la señora interrumpe. Ha escuchado a su esposo haciendo la apología de las lanzas y ella tiene también su ejecutoria como cazadora:

—Yo prefiero la escopeta. En los seis meses que estuvimos en la selva, “vivíamos al aire libre”. Jamás dormimos bajo techo. Nos alimentábamos de los animales que cazábamos. El momento más impresionante, el más emocional para mí fue cuando me enfrenté a un gigantesco león. La fiera me miraba con instinto nada tranquilizador. Se aprestaba a dar el salto fatal, la acometida definitiva. Tuve que aguantar la respiración, concentrar todas mis facultades y centrar toda la atención en apuntar certeramente. Cuando sonó el disparo la fiera cayó mortalmente herida. Con una lanza no hubiera podido vencer.

El autor de «El Viejo y el Mar» sonríe. Se sabe un hombre de extraordinaria fortaleza, pero no quiere, ante su esposa, expresar una sola palabra que pueda mortificarla.

Por lo regular, el señor Hemingway es sobrio de palabra. Hoy, contra su costumbre, se muestra asequible a la inquisición del reportero. No obstante, cuando le preguntamos su impresión sobre el viaje que ha realizado, hay como una reacción instintiva:

—Yo escribo bien, a veces: pero hablo muy mal. Por eso no me gusta hablar…

Le insistimos sobre la narración de sus accidentes en África. Y para estimularlo le afirmamos que serían muy pocos los que se atrevieran a tomar un avión después de haber salido con vida de una caída como la que tuvieron él y su esposa en Murchison y en Butiaba. Restándole importancia a la aventura, expresa:

—Se ha querido dar demasiada importancia a estos pequeños accidentes que sufrimos en territorio africano. No hubo heroicidades de ningún tipo, sino simplemente una de esas cosas que ocurren cada diez años y que no vale la pena ser contadas. Y a renglón seguido: —No escriba esto que le voy a decir: Cuando caímos en Butiaba el avión se incendió. El motor derecho lanzaba llamas aterradoras. 

Mi esposa salió por la “nariz” del avión y yo estaba amarrado fuertemente con la correa de seguridad. Intenté moverme, pero intensos dolores atenaceaban todo mi cuerpo, sobre todo, en la parte del tórax y la espalda. No obstante, había que actuar con rapidez y me dispuse a luchar con  todas mis fuerzas. Por la parte izquierda del avión no había peligro. Con el hombro empujé la ventanilla, tratando de romperla. No pude. Rápidamente pensé que había que adoptar una decisión desesperada, antes de que se produjera el final inevitable. Y con la cabeza embestí el cristal: lo rompí, pero también se quebró mi frente. No sé cómo, pero salí. 

Ya afuera, pregunté por Mary. Estaba a salvo y respiré tranquilo. Me alejé unos metros del aparato, que era consumido ya por las llamas, que lo convirtieron en cenizas.

Y cambiando la expresión de su rostro, que momentáneamente se había tornado sombrío, sonríe para decirnos:

—Nos hemos divertido mucho en este recorrido de cuarenta y ocho mil millas por África y Europa, Ahora tengo que escribir tres novelas cortas sobre mi viaje, así como una obra grande que habrá de contener muchas fotografías de las seis mil que tomamos en el continente africano.

La risa es jovial, espontánea. Hemingway se siente en Cuba mejor que en cualquier otro lugar del mundo. Tal vez sea el clima cálido o el más cálido aún afecto de que disfruta en nuestro país, donde se le estima de veras por el privilegio que representa haber seleccionado nuestra patria para su hogar permanente.

Y con el espíritu predispuesto a las confesiones, explica: —Lo mejor de mi viaje es haber pasado un año entero sin trabajar; pero como todo profesional, me gusta regresar al trabajo otra vez, porque eso de las vacaciones no es más que una ilusión. Para el que escribe o, más propiamente, para el que produce, el mejor placer es el de laborar, aunque siempre tengamos que sudar.

Un año ha estado fuera de Cuba Ernest Hemingway. Doce meses grávidos de aventuras y peripecias, como esas que dan motivo a sus obras, llevadas a la pantalla. Trae, a su regreso, en su propio cuerpo las huellas de los minutos que ha vivido. Ahí están las cicatrices de las quemaduras de tercer grado que sufrió en Butiaba, al caer el avión en que viajaba. Y trae, también, dos fracturas en la columna vertebral, pese a su erguida postura. Al respecto de ello, nos dice:

—Cuando llegué a un hospital en Venecia, los médicos me preguntaron en qué forma me habían trasladado allí. Los miré sin comprender lo que me decían, hasta que, al fin, logré entenderlos. Y cuando les dije que había ido caminando, no quisieron creerme, hasta que se convencieron por las afirmaciones de los que me habían visto llegar. Afortunadamente me siento bien, pero me molesta algo el padecimiento que adquirí en los riñones y el hígado.

Tras saborear íntegra una cerveza criolla, como para refrescar el agobiante calor del trópico, exclama:

—Vengo dispuesto a trabajar. Me siento bien y espero sentirme mejor después que me vean los magníficos médicos cubanos, en los que tengo absoluta confianza. Ya terminé mi paseo y voy a encerrarme a laborar para que los que no me acompañaron en mis viajes puedan conocer algunos aspectos de las tierras maravillosas que recorrí. Ya estoy en mi casa, junto a mi esposa, en esta tierra que los dos tanto queremos. ¿Aventuras? No más por ahora. Qué otra cosa puedo pedir que estar en Cuba, en mi hogar. Me espera, por lo menos, un año de intenso trabajo, lo que no me impedirá compartir el tiempo, en ocasiones, con mis queridas amistades en esta bella tierra.

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