Ribbentrop, pálido y escuálido, habla al oído de Hitler y le susurra que la debilitada Inglaterra nunca peleará, haciendo que ciegue al «fuehrer» su odio personal hacia Albión. Ahora se ha puesto de manifiesto lo tonto que es y ni siquiera el brillo de los uniformes de los «gángsters» nazistas, puede disimular su idiotez.
Por Harry Gregson (1940)
Escondido en las carboneras de un mercante holandés, en Montreal en 1914, se hallaba un joven de veinte y un años de edad que, a no ser por el polvo negro que le cubría los ojos azules y las mejillas suaves, hubiera sido posible reconocer como un sencillo alemán de insípida apariencia ansioso de abandonar los cortes de maderas y la pintura de puentes en Canadá para incorporarse al servicio de las fuerzas armadas de Alemania.
Veinte y cinco años más tarde, ese mismo joven, como consejero especial sobre asuntos extranjeros de Herr Hitler y segundo en poder en Alemania, hospedaba a mujeres elegantemente vestidas, diplomáticos tiesos y correctos y ge-nerales de cabeza rapada en una de las re-sidencias más lujosas de Berlín: la villa de Ribbentrop en Dahlen, a cinco millas de distancia de Wilhelmstrasse.
Me parece estarlo viendo avanzar con la mano extendida, y una suavidad casi siniestra en el rostro hacia uno de sus invitados en el salón de recepciones de mármoles de su villa; o con la mano apoyada persuasivamente en la del Ministro del Japón, Mr. Oshima, recorriendo los extensos jardines en torno al «court» de «tennis» y la piscina, la sinceridad de su suave voz negada por la evasiva y sospechosa sonrisa que acompañaba a sus palabras.
Cuando dentro de otros veinte y cinco años se escriba la historia de esta nueva guerra europea, será sobre Herr Von Ribbentrop que recaiga la culpa principal. Fue Von Ribbentrop, un aventurero—pobre de valor e indigente de inteligencia, pero rico en argucias y malas intenciones —quien venció las dudas de Hitler en los tres primeros días del mes de septiembre de 1939, persuadiéndolo a hundir al mundo en una nueva calamidad. Será sobre este hombre, cuyo conocimiento de los pueblos logrado a lo largo de prolongados viajes no fue lo bastante para prevenirlo contra el propio engrandecimiento y la loca ambición, sobre quién caiga la sangre de cientos de miles de vidas asesinadas, hombres, mujeres y niños, en Polonia y donde quiere que llegue la guerra.
TENORIO
Ribbentrop, desde sus años primeros, compartió el estado mental de la clase de oficiales alemanes dentro de la cual nació. Esta clase encuentra en el aspecto exterior—un uniforme de oficial—compensación a la falta de carácter interior.
Su padre, el teniente Richard Ribbentrop, fue miembro de esa clase militar más refinada, pero no menos arrogante, que encontró en la invasión de Francia en el año 1870 la gloria culminante de la política de «sangre y hierro» de Bismarck.
Aún antes de cumplir los veinte y cinco años, el joven Ribbentrop se
preocupaba por tener una figura deslumbrante. Se consideraba un «tenorio» y en la Universidad de Orenoble, entre cuyos alumnos se encontraba en aquella época Ernest Toller, líder comunista con el andar del tiempo. Ribbentrop buscaba en sus conocimientos femeninos más que en los libros de texto el aprendizaje del idioma francés.
«Trop», como le decían sus compañeros, acostumbraba despertar a los buenos ciudadanos de Grenoble con sus griterías y escándalos mañaneros. Para quebrantar la estricta disciplina Abbe Lancelon, vice-rector de la Universidad con el que se albergaba en la «Rué Condoreet», «Trop» tenía una cuerda atada a la ventana de su cuarto para salir a la calle en horas que estaba prohibido hacerlo.
La extralimitada confianza de Ribbentrop en sí mismo engañaba a aquellos que no conocían las limitaciones de su mente. Me parece oportuno recordar aquí el incidente que me relató el dueño de un cabaret de París, una noche en que Ribbentrop se «graduó» años más tarde» cuando le iba bien como vendedor de vinos.
MATRIMONIO PROVECHOSO
El dueño del cabaret quería presentar una joven al despilfarrador Ribbentrop y acercándosele a él, le dijo:
—Señor, quiero pedirle un gran favor…
—Señor patrón—replicó Ribbentrop—le contestaré con las palabras de un viejo amigo mío: si es posible, está concedido; si no, lo será pronto.
Fue esta misma confianza en sí mismo lo que lo llevó años después tan lejos dentro de los círculos más aristocráticos de Berlín.
—Hay solamente un gran peligro para el Imperio Inglés: el comunismo,—dijo en una reunión de distinguidos diplomáticos en la lujosa Embajada Alemana de Carlton House Terrace en Londres. Dentro de poco tiempo estarán us-tedes de rodillas dándole gracias a Dios por la existencia de Alemania.
Meses después fue el instrumento que utilizó Hitler para negociar un pacto entre la Alemania nazista y la Rusia roja.
Un punto interesante para el psicólogo es saber si el mismo Ribbentrop cree en lo que está diciendo en el momento de exponerlo. Hitler es un neurótico, pero capaz de decir con absoluta sinceridad algo sobre lo que se retractara quizá horas después de haberlo dicho.
Ribbentrop es de un molde distinto: oportunista y maquinador, su profundidad de pensamiento, desde cualquier punto de vista es bastante corta. Su influencia en ciertos círculos extranjeros la ganó por medio de calculadas impudicias: temor al comunismo en ciertos círculos de clases superiores que han probado ser excelentes terrenos abonados para determinadas declaraciones que, en tiempos menos inquietos hubieran sido recibidas como ridículas.
Dos factores son responsables de la promoción de Ribbentrop de la vida eventual de un trotamundos alemán al puesto del «segundo en Alemania»: un matrimonio afortunado y su conocimiento de idiomas. En 1920, Ribbentrop estaba prácticamente sin un centavo. Había servido en el cuerpo de caballería en el frente ruso en la Gran Guerra, ganando dos de esas cruces de Hierro que con tanta liberalidad otorgaba en aquella época el Alto Mando Alemán.
Herr Hitler estaba en Munich, pensando en grandes planes para la Alemania del futuro e ímpiadosamente acosado por los ex-combatientes para quien el nacionalismo no había significado hasta ese momento más que sangre y miseria.
De sus primeros días en Francia. Ribbentrop había conocido al Marqués Melchor de Poilignac, miembro influyente de la «aristocracia del champagne» y presidente de la firma champanera de Pommery et Greno.
La suerte había tocado a las puertas de Ribbentrop. A menudo lo vi, con el tabaco entre los labios, gastando el dinero en el barrio de Montmartre de París. Sus viajes, por cuenta del Marqués, a través de Francia, Inglaterra y Alemania, le brindaron oportunidades, que debió aprovechar mejor, de conocer la mentalidad de esos pueblos.
Sus obligaciones como vendedor lo llevaron a Wiesbaden, donde el magnate alemán del «Sekt», Herr Henkell estaba ansiosamente buscando un marido para su hija Anna. Ribbentrop tenía la confianza y la conexión de la aristocracia. La rubia y domesticada Anna tenía el dinero.
Ribbentrop fue incorporado al negocio y restableció sus relaciones con la aristocracia, lo cual años después había de ser de tanta utilidad para Hitler.
Durante sus visitas a banqueros, industriales y otros potentados, Ribbentrop tuvo magníficas oportunidades para irles inculcando el temor al socialismo. Era el tema de todas sus conversaciones, mientras el gobierno social-demócrata de Alemania iba cargando de impuestos a los privilegiados. En esto vio Ribbentrop una poderosa palanca para el mejoramiento de su posición.
Ribbentrop se fue a Munich y allí buscó a Hitler, que acababa de ser liberado de la prisión después de su golpe revolucionario abortado. El pulido, confiado y bien provisto Ribbentrop llegó como caldo del cielo providencialmente para el abatido Hitler.
Muchas fueron las entrevistas secretas entre Ribbentrop y Hitler. Dinero de banqueros e industriales comenzó a llover sobre las exhaustas escarcelas de Hitler. La maquinaria de propaganda echó a andar. El poder y la influencia del Partido Nazista aumentaron enormemente.
SU PROPIO MINISTERIO
DEL EXTERIOR
El sello sobre la ascensión al poder de Hitler y Ribbentrop fue puesto en una residencia estatal de Colonia casa del gran banquero Barón Schroeder, en enero de 1933.
La mayor de todas las calamidades —de acuerdo con la mentalidad alemana —había caído sobre la República. Los alemanes no tenían líder. Hindenburg, debi-litándose mentalmente estaba rodeado de grupos representantes del Reichswehr, los socialistas, los nacional-aristócratas y los nazis.
Todos buscaban el poder, pero ninguno era individualmente lo suficientemente fuerte para asumirlo.
En enero de 1933, un lujoso auto conduciendo a Von Ribbentrop, pasó raudo frente a la Catedral de Colonia en dirección a la residencia del Barón de Schroeder. Poco después, otros dos autos llegaron. En ellos estaban Hitler y Von Papen, el intrigante aristócrata.
Ribbentrop salió de la conferencia con la sonrisa de mayor satisfacción de toda su carrera. Había logrado una coalición entre los aristócratas de Von Papen y los nazistas de Hitler.
Herr Hitler fue designado Canciller, el Reichstag fue incendiado y Von Ribbentrop emergió como el más poderoso consejero del «fuehrer».
El ex-oficial de caballería y ex-aventurero se compró una lujosa villa en Dehlem. Criados uniformados, «jazz bands» y veintenas de secretarios se convirtieron en sus constantes adjuntos.
La razón en la política exterior de Alemania se fue con el digno Ministro de Asuntos Extranjeros, Von Neurath. El lugar de diplomáticos de carrera fue ocupado por oportunistas uniformados y de tacón alto, y para que fuera aún mayor la desgracia de la vieja escuela diplomática, Von Ribbentrop estableció su propio Ministerio del Exterior con todo género de lujos, en el hotel de Kaiserhof, lejos, muy lejos, de Wilhelmstrasse.
PRIMER PASO ATRÁS
Las máximas que guían la política exterior de Von Ribbentrop pueden definirse con estas frases: “Profesa amistad, pero bajo cuerda hunde a tu amigo»; «Firma pactos, pero desconoce tu firma a la primera oportunidad»; «Inculca el temor en tus amigos, para que tu poder sea mayor»…
Le vi hacer lo que significa la primera de estas frases cuando, con cuarenta se-cretarios particulares y mecanógrafos, y una guardia especial de tropas de choque (la ostentación era una de las debilidades de Von Ribbentrop) llegó para hacerse cargo de la Embajada Alemana en Londres. Mientras afirmaba a Lord Londonderry y otros que consideraba la amistad anglo- germana como la gran obra de su vida, animaba una política de sabotaje a los intereses británicos en Palestina y urgía a los fascistas españoles a que tomaran Gibraltar.
Al mismo tiempo, estando en París y hablando sobre la amistad con Francia (incidentalmente, Daladier fue profesor de la Universidad de Grenoble cuando Ribbentrop estudiaba allí) se hallaba en negociaciones con las organizaciones de la extrema derecha francesa para provocar desórdenes internos en el país.
Los mejores amigos de Ribbentrop y de su señora durante muchos meses en Berlín fueron el Embajador japonés, Mr. Ochima y la esposa de éste. En la lujosa villa del enviado nipón en Berlín, en el Nollendorfplatz, se negoció la obra maestra de Ribbentrop: el pacto anti-comintern. Pero Ribbentrop olvidó a su amigo cuando un pacto con Rusia le pareció más conveniente a sus ambiciones.
Pero cuando Bettima, una de sus dos hijas, cayó enferma fue Ribbentrop quien envió un mensajero especial al famoso médico judío, doctor Olienick, residente en Amsterdam para que le salvara la vida.
La falta de escrupulosidad no puede siempre dar buenos resultados. Si la denuncia del pacto naval entre Alemania e Inglaterra fue uno de los grandes triunfos de Ribbentrop, el pacto germano-ruso, que él negoció, pudo resultarle el primer paso atrás en su carrera diplomática.
El pacto—que se hizo con la intención de evitar que Francia e Inglaterra ayudaran a Polonia – fue llevado a Hitler al edificio de la cancillería en Berlín, flanqueado de estatuas, unos cuantos días antes de estallar la guerra. Pero Hitler aún dudaba en sumir al mundo en una nueva calamidad.
La cara la tenía sumida e inexpresiva. Consistentemente, en su manera suave y siniestra, Ribbentrop le afirmaba a Hitler que Francia e Inglaterra no pelearían.
Entonces Hitler invadió a Polonia. La suerte estaba echada.
Yo vi a Ribbentrop ascender de la condición de vendedor de vinos a su actual posición de riqueza y poder. Cambió su sencillo apartamento de Berlín por una villa palaciega en el aristocrático barrio de Dahlem. Las razones de su encumbramiento son varias. Su conocimiento del inglés y del francés impresionó a sus ignorantes colegas nazistas y a su aún más ignorante jefe, Hitler, que, ex-decorador de fachadas, no posee más idioma que el propio.
ESCASA MENTALIDAD
El aire pulido de Ribbentrop y su engañadora confianza en sí mismo fueron tomados erróneamente por el inculto Hitler como infabilidad diplomática. Su cínico desconocimiento de la amistad y su poco escrúpulo en faltar a la palabra empeñada convinieron a la política oportunista nazi y representaron, indiscutiblemente, determinadas ventajas temporales para la Alemania nazista.
Pero, contra todo eso, Ribbentrop es hombre de escaso poder mental. Su ambición desconoce las leyes de la lógica.
Y, sobre todo, sus aspiraciones contravienen los principios sobre los cuales está fundada la civilización.
El triunfo de la civilización, en consecuencia, marcaría el fin definitivo de Joachin Von Ribbentrop.
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