Gustavo Doré. El hombre que pintó el cielo y el infierno

Written by Libre Online

19 de diciembre de 2022

Por Thorpe Mcclusky (1950)

Pocas personas que sepan leer no están familiarizadas con los dibujos, fantásticamente vívidos, realistas, a menudo, horripilantes y terribles, con igual frecuencia serenamente magníficos de un hombre que el mundo recuerda con el nombre de G. Doré. Todos los niños, por ejemplo, se han estremecido ante la estampa de un grupo de feroces leones echados sobre los cuerpos desgarrados de los mártires cristianos en el Coliseo Romano y devorando esos cuerpos, casi se puede oír crujir los huesos, otros recuerdan las grandiosamente trágicas escenas del Diluvio en que todos los hombres, mujeres y niños de la tierra perecieron, excepto Noé y su familia. 

En esta ilustración las aguas se han elevado inexorablemente hasta que todo quedó cubierto, salvo el pico de una alta montaña. En la roca, una leona mantiene con los dientes en alto a su cachorro, mientras entre las aguas en ascenso, una madre que se ahoga empuja desesperadamente a su pequeñuelo hacia el precario refugio de la pelada piedra. 

Cuadros como estos se apoderan de la imaginación y el corazón de la humanidad. Son universales. A eso se debe que Gustavo Doré sea considerado generalmente como el más grande ilustrador que haya existido. Su vida entera fue justamente tan insólita y dramática como su obra. 

Gustavo Doré era un hombre de ilimitada imaginación y fuerza. Se hallaba como en su casa en todas partes, en un Palacio o en una choza dibujando a Cristo ante Pilatos o a Satán torturando a los condenados en las cimas del infierno. Con igual facilidad, ilustraba almanaques, periódicos baratos, publicaciones cómicas, novelas eróticas y las obras de Tennyson, Shakespeare, Dante y Cervantes. Su producción tenía tal demanda durante los años de su mayor productividad, de 1847 hasta 1879, que con frecuencia se pasaba meses enteros. En una ocasión estuvo todo un año sin dormir, más de 3 horas cada noche. 

Es obvio que las utilidades de Doré eran prodigiosas. Un historiador recuerda haberle visto trabajando simultáneamente en 15 grabados en madera en una sola mañana. Trabajaba tan velozmente como se lo permitía el movimiento de sus manos, dejando un bloque de madera y tomando otro sin el menor titubeo, mientras entretanto conversaba.  Al mediodía todos los grabados estaban terminados y listos para la imprenta. Esto ocurría antes de la invención del fotograbado, y cada ilustrador tenía él mismo que grabar en madera, cobre o acero. Cualquier ilustración que quisiera imprimir. 

Se calcula que en un simple período de 15 años Doré produjo más de 40,000 ilustraciones. Por las cuales le pagaron 7 millones de francos, (1,400,000 en nuestra moneda de hoy) por una sola ilustración a toda página recibía 500 francos. “Sus grabados en madera valen en oro, lo que pesan”, decían los celosos competidores de Doré. Fue el ilustrador mejor pagado de su época y el más prolífico de todos los tiempos. 

Fabulosamente rico Doré era también principesco en su generosidad, y también uno de los hombres más excéntricos, habiendo pasado la mayor parte de su vida de adulto en París, era un buscadísimo huésped de la nobleza y la alta sociedad. Pero prefería asociarse con mendigos, cargadores de los muelles, acróbatas trashumantes y gente de circo, mujeres caídas y con los pobres y humildes en general. Aun cuando poseía todo lo que el hombre puede desear, salvo una cosa, y aunque a veces parecía histéricamente feliz y alegre, era básicamente un hombre desdichado e insatisfecho. Perdió, probablemente se lo arrebataron, el amor de una posible esposa y a la postre murió con el corazón destrozado. 

Gustavo Doré nació en Estrasburgo el 6 de enero de 1832. Desde el día de su nacimiento, la gente decía con cierta inquietud que estaba destinado a quién sabe qué grandeza o notoriedad porque vino al mundo con una membrana o velo sobre la cara.

Su familia era en extremo acaudalada, su padre, un bien pagado, ingeniero del Gobierno, poseía también medios de fortuna independientes. Los Doré vivían con lujo y tenían lo mejor de todo. Cuando Gustavo contaba cuatro años, su madre le regaló un equipo de dibujo y desde aquel entonces rara vez se le vio sin materiales de dibujar en las manos.

Al revelarse su talento hubo cierta fricción en la familia. El padre insistía que Gustavo fuera oficial de artillería o ingeniería, mientras que la madre insistía no menos en que lo dejara ser artista. Esta fricción suministra la clave de las tragedias de su vida posterior acaso porque sospechaba la tempestad de que él era el vórtice. El muchacho buscaba la soledad.

Era de complexión esbelta, tenía músculos de acero y pronto se hizo un nadador excepcional, luchador, jinete, patinador y acróbata. En años posteriores uno de sus trucos predilectos era introducirse en un salón de gente seria y, de repente, dar un salto mortal sobre el sofá para asombro y desconcierto de los invitados. Otro era soltar un zapato, agarrar un libro u otro objeto pesado con los dedos de los pies y con un rápido movimiento del pie, lanzarlo por sobre su cabeza. 

A la edad de 7 años su madre le regaló una costosa caja de pinturas al óleo, faltándole en aquel momento una superficie conveniente de color claro en que probar aquellas pinturas se fue al patio, donde echó mano a una gallina blanca. Aunque el ave protestaba, el pequeño Gustavo procedió a embellecer el plumaje con un fantástico diseño de vivo color verde. Luego soltó el ave y se metió en la casa. Cuando los campesinos notaron el fenómeno, inmediatamente comenzaron a lamentarse voz en cuello, sabían que el verde era el color de la pestilencia y el desastre, y creían que aquella ave de fantásticos colores había sido enviada por el cielo como advertencia de una desgracia inminente. 

El muchacho al oír la conmoción confesó su travesura, los campesinos con sobrada razón se pusieron furiosos contra él, una vieja que decían poseía la facultad de clarividencia, lo amenazó con el dedo “has hecho llorar al pueblo -declaró ominosamente- con tu pintura por esa broma también llorarás cuando trates de pintar ya hombre”. Fue una profecía que resultó misteriosamente exacta desde temprana edad se sintió fascinado por lo morboso, lo horrible y lo sobrenatural. 

A los 9 años, por ejemplo, llenó un cuaderno con dibujos y textos de un libro de horrores que tituló “Viaje Infernal”, describía una visita personal a los profundos infiernos y las ingeniosas torturas de los condenados.

 Cuando Gustavo tenía 15 años, sus padres lo llevaron en un viaje a París que esperaban duraría tres semanas. El muchacho se pasaba la mayor parte del tiempo explorando las calles y al ver unos dibujos cómicos expuestos en la vidriera de una casa editora corrió al hotel y procedió a dibujar un gran número de bocetos cómicos que consideró mejores que los que había visto. Poniéndose tales dibujos bajo el brazo hizo una visita al editor, que se llamaba Charles Philipon. Daba la casualidad de que Philipon se estaba preparando para sacar un nuevo periódico, echó una ojeada a los dibujos. “Le garantizaré un mínimo de 3,000 francos al año si quiere trabajar para mí”, le dijo al muchacho. Aquello no era más de lo que esperaba, porque siempre tuvo la mayor confianza en su genio. 

La parte increíble de la anécdota es que Gustavo jamás había tomado una lección de dibujo en su vida, ni estudió dibujo ni ninguna otra forma de arte plástico bajo la dirección de maestro alguno a través del resto de su vida.

El padre se opuso enérgicamente a que Gustavo aceptase el empleo abandonando la escuela y quedándose en París, una vez más fue vencido por la madre. Cuando los progenitores volvieron al hogar, iban solos. Gustavo permaneció en París, su ascenso al éxito fue fenomenalmente rápido, al cabo de pocos meses era el caricaturista más popular de París, trabajaba para una docena de editores. Y estaba tan ocupado que con frecuencia los mandaderos de los editores aguardaban a su puerta mientras él terminaba un nuevo grabado en madera. 

Gustavo desarrolló técnicas sorprendentes, tenía tanta confianza en su habilidad que nunca hacía un dibujo preliminar en papel antes de comenzar el grabado en madera, sino que se ponía a trabajar directamente en la madera misma, laborando únicamente con la imagen mental del dibujo completo que se formará en su cerebro. Una de las razones que le permitía hacer esto era que poseía una memoria fotográfica casi perfecta, a menudo decía que le era posible recordar los detalles de cada árbol, cada montaña y cada rostro y figura humana que hubiera visto alguna vez.

Su mente barajaba todas esas imágenes y producía un dibujo que cuadraba con el texto y después no hacía más que reproducir el cuadro mental. Cuando el texto contenía escenas que no habían ocurrido en la naturaleza, formaba los cuadros mentales con su imaginación que era ilimitada.

Doré, trabajaba con velocidad prodigiosa produciendo 10, 20, 30 ilustraciones al día. Entrándole el dinero a manos llenas, alquiló un estudio enorme, alto, como una casa de tres pisos. Lo amuebló esmeradamente con divanes, sillas bellamente decoradas, un piano y otros instrumentos musicales, estatuas y bric-à-brac en interminable y opulenta confusión. 

La habitación era un tremendo almacén de dibujos y bloques de madera en todas las etapas de desarrollo mientras el artista guardaba indiferentemente sus cuentas, notas, recibos y documentos de negocios y personales en una serie de cajas de tabaco.

Enormes cuadros hasta de treinta pies de largo y veinte de alto colgaban de las paredes. Media docena de Bull Dogs y Terriers, rondaban por el cavernoso lugar, mientras que una pareja de enormes águilas ocupaba una jaula inmensa en una esquina. 

Gustavo era reconocido como un chicuelo genial por los editores y autores por igual. Gregario en extremo, casi lastimosamente, ávido de que le quisieran. Daba suntuosas fiestas en su estudio con los más ricos manjares y bebidas. 

Según un narrador en sus fiestas, el vino tinto se escanciaba de garrafas que eran en realidad cajas de música suizas. Doré les pedía de continuo a sus invitados, que bebieran y tan pronto se alzaba el frasco y la música comenzaba a sonar, chillaba de gozo, era como un sueño, como un juguete nuevo.

Algunas de sus bromas eran horripilantes en una de las paredes tenía colgado un cuadro muy realista que representaba una ejecución en la horca. Había un agujero en el cuadro en el sitio donde debía estar la cabeza de la víctima, a veces inesperadamente Doré llamaba la atención de un invitado que nada sospechaba hacia aquel cuadro, habiendo dispuesto de antemano que alguien metiera la cabeza por el agujero. Con frecuencia él mismo hacía el papel del ahorcado.

La muerte del padre de Gustavo cuando éste contaba 19 años cambió su vida entera, la madre, que poseía una jugosa fortuna, se marchó para París y compró una casa grande, casi un Palacio en la lujosa Rue St. Dominique.

Amuebló la vivienda con pródiga elegancia. Luego le rogó a Gustavo que dejase su estudio y fuese a vivir con ella- y él accedió a su deseo. Se mudó a un cuartito contiguo a la alcoba de la madre, tenía otro aposento mayor que utilizaba como estudio, pero las condiciones habían cambiado sutilmente, aunque la madre parecía no hacía más que velar por el mejor interés de su hijo -su “esclavo” virtual -en realidad era todo lo contrario. Fue cogido en la trampa de una madre excesivamente egoísta, de donde nunca escapó. 

Hizo dos débiles intentonas. La primera ocurrió cuando aún era muy joven, probablemente de menos de 21 años. La muchacha era atractiva y de buena familia. Hija de un prócer gubernamental. Cuando el idilio hubo progresado hasta el punto de que los dos deseaban casarse, Gustavo buscó el consentimiento del padre de la chiquilla. 

El padre fue cínicamente franco, “Es usted un joven de quien todo el mundo habla bien”, confesó. “Probablemente tiene buenas perspectivas, no dudo de su talento, pero su porvenir es incierto. El de mi hija tiene que ser seguro”. Añadió que no permitiría que su hija se casara como no fuese con un hombre opulento. 

Durante varias semanas, Gustavo estuvo meditabundo. Incluso pensando suicidarse. Pero, como dice Shakespeare, no hizo nada de eso: “Los hombres han muerto y los gusanos se los han comido, pero no por amor”.

En la segunda ocasión ya se había anunciado la fecha de la boda, pero según las conjeturas, la madre de Gustavo se afligió tanto y se aprovechó tanto de la compasión del hijo por su pobre, sola y abandonada madre que el ardor del muchacho se enfrió y pronto quedó roto el compromiso. 

Impedido de casarse por su madre, se entregó a francos amoríos irregulares, uno de los más notorios fue con una seductora actriz francesa que se decía, tenía muchos amantes. Estos amores duraron algunos años. Desconcertadamente, Gustavo pensaba que la vida le estaba robando algo. A menudo, observaba tristemente “no soy ni marido ni padre ni miembro de la Guardia Nacional, ni masón”.

Gradualmente fue alejándose de la caricatura y concentrando sus energías en temas más serios y macabros en la casa. Era un hijo obediente y sumiso, aunque ya hombre maduro, se sentaba con su madre a leerle la Biblia o Shakespeare, mientras ella mostraba ser radiante y se le caía la baba, como suele decirse. Por las tardes pintaba frenéticamente. 

Trabajaba en sus ilustraciones por la mañana y las noches. No podía hallar reposo. Sus cuadros eran tan enormes que la gente observaba: “son demasiado grandes para colocarlos en una sala cualquiera, solo un castillo, una iglesia o un edificio público con esas grandes paredes son para ellos”.

Entre los más famosos figura el “Diluvio”, “Moisés en la Zarsas”, “Moisés ante Faraón”, “La Huida a Egipto”, “Mártires cristianos en la arena”, “Entrada de Cristo en Jerusalén”, “Cristo saliendo del Pretorio”. 

Los críticos parisienses casi unánimemente ridiculizaban sus cuadros como sensacionales, grotescos, mal pintados y “sin escuela”. Pero Gustavo tercamente seguía su camino rehusando hacer caso de las críticas o estudiar con un técnico. 

Sí, estudio siempre anatomía, utilizando modelos vivos y cadáveres. Sus figuras alcanzaban un parecido sin realismo, una vida increíble que él explicaba observando que el artista debe conocer cada hueso, cada músculo, cada fibra, cada movimiento. Este conocimiento se consigue solamente yendo a la sala de disección del hospital, así como acudiendo al modelo vivo. 

En la primera exposición de sus cuadros no se vendió uno solo. Los ingleses se le mostraron más amigos; en 21 años, dos millones y medio de personas asistieron a las exposiciones de los cuadros en Londres y compraron cuadros de Doré por valor de $300,000. 

Hoy, desde luego hasta los franceses admiran sus cuadros, pero su fama eterna descansa en los grabados en madera con los cuales ilustró las obras maestras de más de 40 de los más grandes escritores del mundo. He aquí algunas de las obras que ilustró: La Santa Biblia, El Paraíso Perdido de Milton, la Divina Comedia de Dante, Los Idilios del Rey de Tennyson, El Viejo Marino de Coleridge, Los trabajadores del Mar de Víctor Hugo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes y La Tempestad de Shakespeare.

Esta lista no ofrece sino una leve noción de la cantidad de trabajo que hay en esas ilustraciones. Para algunos de los tales libros Doré hizo literalmente más de cien grabados en madera casi todas son obras maestras de su misteriosa habilidad de interpretar la fuerza del significado de la escena y la situación emocional que mueve a los personajes ya humanos, ya divinos, demoniacos o fabulosos.

Doré fue hecho caballero de la Legión de Honor, fue agasajado por el Emperador Napoleón y por el Príncipe y la Princesa de Gales. Sin embargo, jamás perdió su afición por el pueblo bajo. En sus muchos viajes a Londres con frecuencia visitaba lugares como la prisión Newgate, los barrios bajos de Billingagates y Whitechapel, las guaridas de conocidos ladrones y fumadores de opio y las pistas de carreras de caballos. Hacía frecuentes viajes a los marjales de Escocia, donde pintaba magníficos y caprichosos paisajes. 

Durante sus años de suprema fama siempre actuaba como si anduviera en persecución de algo que constantemente lo aludía. Sin embargo, poseía todo lo que el hombre puede desear en el mundo, excepto una esposa e hijos. Se entregaba cada vez más frenéticamente a su trabajo. Con frecuencia solía observar: “nunca hay tiempo, bastante”. Seguía haciendo ejercicios físicos haciendo gimnasia en las barras horizontales. 

De pronto, en 1879, su madre cayó en cama con bronquitis crónica, empeoró gradualmente y al fin murió al cabo de 2 años de penosa dolencia. Durante esos dos años Doré trabajó muy poco, pues casi constantemente se hallaba a la cabecera de su madre. 

Después de su muerte, Doré escribió a un amigo de Inglaterra, Canon Harford: “Ya ella no existe, estoy solo, no sé cómo someterme a la dura ley que no perdona a nadie”.

Aunque aún era relativamente joven, tenía solo 47 años, parecía haber quedado deshecho. Es significativo que todavía produjera un gran cuadro más “El Valle de Lágrimas” basado en las palabras de Cristo: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y trabajados”.Comenzó a ilustrar “El Cuervo” de Poe.

Un sábado por la mañana del 20 de enero de 1883, cuando practicaba sus ejercicios matutinos fue víctima de un repentino ataque al corazón. Probablemente resultado del exceso de ejercicios fuertes y de trabajo sin descanso. Los sirvientes acudieron en su auxilio, lo metieron en la cama y llamaron a los médicos. Para el domingo parecía haberse repuesto, se permitió a los amigos visitarlo. Habló con ellos alegremente y bebió un poco de champán mezclado con agua, “No tengo tiempo para enfermar, quiero trabajar en las obras completas de Shakespeare”. 

Doré murió el lunes 23 de enero de 1883. El féretro estaba cubierto de flores y coronas de todas las sociedades de artistas. Condes y condesas se codeaban con mendigos y prostitutas porque Gustavo Doré muerto era propiedad del público del mundo y todos tenían derecho a honrarlo.

Ante la tumba, Alejandro Dumas hijo dijo solemnemente: “La muerte tiene que arrebatar a los más valientes, los más robustos, los de corazón más sencillo. Los más jóvenes, de quienes muchos se esperan. Qué mundo de dioses y diosas, de hadas y santos, de mártires y apóstoles, de héroes, vírgenes, gigantes, espectros, arcángeles de tipos monstruosos y celestiales humorísticos y divinos tomaron forma súbita en ese luminoso cerebro, hoy extinguido para siempre. 

Al caer el crepúsculo, el féretro fue bajado lentamente a la tumba y la turba de dolientes marchó despacio hacia la oscuridad profunda por entre los sombríos pinos del cementerio del Pere La Chaise. 

Doré recibió muchos tributos póstumos. Acaso el mejor de éstos fuera el de J. Weatherly, publicado en el Journal Household Magazine de Londres, en el cual colaboraba con sus dibujos durante muchos años. Sus líneas finales decían:

“¡Doré, ha muerto, ha muerto! ¡Qué pena que así sea! Mas aunque las facultades gigantescas duerman en la noche, la obra gigantesca sigue aquí con nosotros para mostrarnos que el genio no muere al apagarse la luz de la vida, sino que queda siempre mientras el mundo exista. Vinculando al presente con el potente pasado”.

Pero la parte más extraña de la gloriosa y trágica historia de Gustavo Doré es la que tiene que ver con el enigma de su madre. ¿Fue en su egoísmo una de las peores madres del mundo? Los psicólogos pueden especular sobre si, mirándolo como a un niño y estorbando sus intentos de casarse cuando joven, no fue factor de su inestabilidad, sus esfuerzos histéricos para alcanzar la felicidad, sus goces desenfrenados y profundos desalientos, su preocupación por las cosas morbosas, terribles y simbólicas. 

Sin embargo, acaso si Doré hubiese tenido una madre diferente, nunca hubiera sido capaz de pintar el cielo y el infierno.

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