Gigantes de la Medicina en el siglo XIX

Written by Libre Online

8 de agosto de 2023

Por el Dr. José Chelala (1955)

En todas las épocas se han reflejado sobre la evolución del pensamiento médico los acontecimientos políticos y sociales, determinando su revisión y orientación. Los conocimientos médicos sufren en cada conmoción social un retardo en su progreso, pero apoyándose en las necesidades surgidas al calor de los acontecimientos, reanudan su avance y dejan señales evidentes de nuevos descubrimientos y enseñanzas que benefician a la humanidad. 

Así ocurrió en siglos pasados y continuará sucediendo en los próximos, como se ha comprobado en el transcurso de las últimas guerras mundiales. Estancado estuvo el pensamiento médico durante el período de la Revolución francesa y de las grandes convulsiones bélicas ocurridas casi contemporáneamente en América y más tarde en los países de la Europa central. 

El triunfo de los principios de la Revolución, asegurando la libertad de palabra y de pensamiento, dieron más auge y posibilidad de progreso a las ciencias y a las artes que ningún otro acontecimiento histórico. Estas encontraron su mejor horizonte cuando el hombre entabló sus batallas más audaces contra el dogmatismo, la ignorancia, contra la metafísica y contra todo obstáculo al pensamiento libre que pretendía imponer la política tradicional la victoria en esas batallas abrió las puertas para dar acceso a los estudios superiores, liberando del control religioso o político la cátedra universitaria, suprimiéndole al clérigo el privilegio de la enseñanza y de la cultura, del mismo modo que se arrebató a las aristocracia el privilegio de la soberanía política y militar. 

Con el progreso del comercio, de las industrias, de los grandes núcleos humanos, la política y la medicina se ven forzadas a encarar a través de sus representantes profesionales nuevos y mayores problemas de higiene y salubridad. El despertar del Nuevo Mundo, con el surgimiento de nuevos estados americanos independientes y sus inmediatas consecuencias de mayor tráfico comercial e industrial traen aparejados el intercambio de ideas, experiencias y descubrimientos, dándole un impulso vigoroso al pensamiento médico y una gran difusión. 

Los progresos de la química y de la física ofrecieron fundamentos más sólidos originando dos ramas importantes de la medicina: la física biológica y la química bilógica. El surgimiento de nuevas técnicas permitió investigaciones más acuciosas, descubrimientos de laboratorio que mejoraron la terapéutica y mayores conocimientos sobre la naturaleza humana. 

El final del siglo XVIII y comienzos del XIX testimonian sobre descubrimientos científicos que repercuten constantemente en todas las actividades contemporáneas. Cuvier, Brown, Schwann, Bassi, Pasteur, Mayer, Jouie, Darwin. 

Los descubrimientos que saludaron los comienzos del siglo XIX constituyeron el basamento de toda la biología y de la patología celular. George Leopold Cheretien F. Dagobert, baron Cuvier, el gran naturalista francés, eleva a rango científico la anatomía comparada, a tal extremo que aún hoy tenemos que escrutar en ella si aspiramos a dilucidar los problemas más importantes de la biología. 

Robert Brown, botánico inglés, descubre y da a conocer por primera vez la importancia de la célula como elemento de la planta y el desarrollo del organismo vegetal de la célula; y descubrió el movimiento rápido de oscilación de las partículas pequeñísimas suspendidas en un líquido sin cambio en la posición respectiva de las partículas (pédesis). Theodor Schwann, genial fisiólogo alemán, funda la doctrina de la célula como elemento del organismo animal, dando cimiento firme a la bilogía moderna. Agustin Sassi señala en 1837 a un hongo como agente patógeno de la enfermedad del gusano de seda, ratificando los estudios de Lazarro Spallanzani, naturalista y médico italiano, negando la generación espontánea; este último realizó investigaciones sobre la fecundación y la circulación, estableciendo una ley que la posteridad ha dado su nombre: “la regeneración es más completa en los animales jóvenes que en los viejos”. Luis Pasteur, biólogo francés, demuestra que la fermentación es debida exclusivamente a organismos vivos, estableciendo definitivamente la teoría de los gérmenes, como culminación de estos descubrimientos que dieron a la medicina una sólida base científica, Julio Robert Mayer, alemán, contemporáneamente con James Prescott Joule, establece la ley de la conservación de la fuerza. Carlos Darwin funda la ley de la selección natural, expuesta en su obra inmortal “El origen de las especies”. 

Rokitansky y Virchow

 El siglo XIX daría aún más bases para el progreso de las ciencias con otro descubrimiento en el campo de la Patología y de la Bacteriología. Carlos Rokitansky, genio maestro vienes, escudriña en los cadáveres y ofrece al mundo extraordinarias descripciones de enfermedades que dan realce a los descubrimientos anteriores de Mathew Baillie. Rokistansky con sus estudios sobre las enfermedades de las arterias, del hígado y de otros sistemas, fue el pionero de los conocimientos modernos sobre el sistema cardiovascular. Rudolf Virchow, considerado como el patólogo más eminente de todos los tiempos, médico, antropólogo y destacado político, concilió y demostró que la célula es el centro de los cambios en las enfermedades, destruyendo la antigua concepción de “los humores”; aunque sus concepciones han sufrido modificaciones, no hay duda de que en su época significaron un gran avance científico. 

Como antropólogo, Virchow realizó extensas investigaciones en la antropología física de los niños alemanes y estudió las viviendas lacustres o palafito, los tatuajes y otras materias del campo de la salubridad. Siendo el médico más influyente de Alemania en su época, descolló en las luchas por la democracia y la libertad, oponiéndose enérgicamente a la política del canciller de hierro Bismarck, llegando a ser miembro del Reichstag. 

Su informe sobre la epidemia de tifus en Silesia, modelo de análisis sanitario y de recomendaciones revolucionarias, le valió el destierro de Berlín, regresando después como profesor de Patología en dicha capital. Contemporáneo con Virchow, Luis Pasteur, médico-veterinario, funda la ciencia bacteriológica que indujo después al gran cirujano inglés Lister a aplicar sus principios para la antisepsia quirúrgica. 

Progresos de la Obstetricia y la Ginecología 

El siglo XIX asiste al nacimiento y desarrollo de la obstetricia como una diciplina propia dentro del campo de la medicina, estableciéndose como enseñanza especial en las universidades. Los descubrimientos de la patología, de la antisepsia, de la técnica quirúrgica y la obra cumbre de Ignacio Felipe Semmelweis demostrando las causas de la fiebre puerperal; el desarrollo que adquieren la anatomía y la histología, todos en conjunto contribuyeron al ascenso de la medicina. La ginecología comenzó a destacarse como especialidad, aunque todavía su práctica quedaría vinculada por mucho tiempo a la obstetricia. 

En Italia se destaca Alfonso Corradi como el más insigne historiador de la obstetricia. Francia se coloca a la cabeza con los grandes maestros Beudelocque, Antonio Dubosis, Alfred Valpeau y Madame La Chapelle, esta última directora de la Maternidad de París y autora de un tratado sobre el mecanismo del parto. 

 Inglaterra contribuyó a la ciencia obstétrica con notables figuras como la de James Young Simpson, catedrático de Edimburgo a los 29 años, introductor del cloroformo descubierto por Liebig y Woehier, en la obstetricia; modificó el fórceps que todavía hoy se utiliza en Inglaterra. Le siguieron John Burns, cuyas obras fueron traducidas a varios idiomas; Bozzi Granville, de origen italiano y residente de Inglaterra, notable por su técnica operatoria: Roberto Lee, autor de investigaciones sobre la función intestinal del feto y sobre la versión en la presentación de hombro. 

Norteamérica hizo presencia en el siglo XIX con los ginecólogos y tocólogos de fama, como Efraim Mac Dowll, este último practicando la primera operación sobre los ovarios. Los hermanos John Lemuel Atlee y Washington Lemuel Atlee. Samuel Bard, autor del primer tratado americano de obstetricia y Hugo Lenox Hodge, inventor del primer pesario uterino. 

Francia respondió a los progresos del nuevo continente con las figuras de José Claudio Anselmo Recamier, inventor del espéculo vaginal que lleva su nombre; Pedro C. Huguier que realizó estudios sobre la medida del útero, los quistes ováricos y la amputación del cuello uterino. 

Austria nos ofreció a Carlos Braun von Fernwald; Jose Spaeth, Lucas Juan Boer a quien debemos numerosas innovaciones instrumentales. Francisco Carlos Naegele, llamado el “Euclides de la Obstetricia”, fue el tocólogo de más renombre en la primera mitad del siglo XIX. 

Carlos Schroeder, tocólogo y ginecólogo, escribió una de las obras más notables sobre ginecología, traducida a varios idiomas, Fernando A. Maximiliano von Ritgen, el primero en practicar la sinfisiotomía (sección del hueso de la cadera) para el parto. A mediados del siglo XIX varió la conducta del tocólogo, haciéndose más expectante y menos quirúrgica, pero al finalizar el siglo la operación cesárea adquiere nueva actualidad y con mayores éxitos. La ginecología comienza a destacarse con la introducción de la anestesia. 

Contribuyeron a su progreso Young Simpson, de Edimburgo, Tomas Spencer Wells, quienes realizaron operaciones sobre los ovarios, consideradas hasta entonces siempre mortal. Aun antes que Lister, introdujeron la limpieza escrupulosa de las manos y de los instrumentos en las operaciones. 

El norteamericano Jaime Marion Sims, calificado como cirujano atrevido y habilísimo, crea un espéculo que lleva hoy su nombre y practica con grandes éxitos las fístulas vesicorrectales. En contraste con los defensores de la antisepsia, Roberto Lawson Tait, que ejerció en Birmingham, se reveló como uno de los adversarios más violentos de la antisepsia afirmando que era suficiente el uso de agua caliente para el lavado de las manos y de los instrumentos. Más tarde aceptó los principios de antisepsia señalados por Lister, practicando las más audaces operaciones considerándose que fue el primero en operar el embarazo extrauterino con buen éxito. 

Ya en la mitad del siglo XIX aparecieron los primeros estudios sobre las afecciones venéreas del árbol genital de la mujer. La ginecología adquiere adultez y comienza a ser una disciplina clínica y quirúrgica separada de la obstetricia, construyendo por ella misma al progreso de la profilaxis y de la higiene social. 

La antisepsia en el siglo XIX 

Aun cuando la clínica y la cirugía adquirieron relevantes progresos en este siglo, un elemento limitó esos progresos hasta que la voluntad férrea de numerosos biólogos y médicos pudo vencer el tradicionalismo y la ignorancia: nos referimos al desconocimiento existente entonces de la antisepsia. Numerosas enfermedades eran atribuidas a influencias astrales, magnéticas, a maléficos, a humores y aires de pantano; las intervenciones quirúrgicas, no obstante, el descubrimiento de la anestesia, conducían a la muerte, no solo por las deficiencias técnicas sino principalmente por las infecciones causadas por gérmenes todavía desconocidos y por carecer de métodos que las impidieran. 

Pasteur y Lister marcan en la historia no solo de las ciencias sino de la humanidad, un período brillante en extremo, por sus contribuciones: el primero en el campo de la bacteriología y el segundo en el orden de la antisepsia y de la cirugía. Pero sus merecidas glorias tienen antecesores que por espíritu de justicia no podemos olvidar. Como señala justamente el historiador Douglas Guthrie, antes de esa época se hicieron ensayos encaminados a adaptar un método antiséptico, lo mismo que antes del nacimiento de Harvey se vislumbró la existencia de una circulación sanguínea. El término antiséptico fue usado por Sir John Pringle en el siglo XVIII. En realidad, su historia comienza siglos antes con Leeuwenhoek (creador del primer microscopio) y sus animalillos. Él y Kircher fueron los primeros bacteriólogos conocidos, aunque no pudieron explicar lo que veían en sus primitivos microscopios. 

Hacia 1640, hacía ya observaciones semejantes el parasitólogo y poeta italiano Francesco Redi. En sus investigaciones advirtió que los gusanos no aparecen espontáneamente en la materia putrefacta y que tampoco aparecen cuando se cubre un trozo de carne de manera que no puedan posarse en él las moscas. Y nos dice el historiador de este rudimentario experimento, que a nadie se le había ocurrido hacer hasta entonces. Redi dedujo que la tan defendida doctrina de la generación espontánea era errónea. Solo la vida produce la vida declaró. 

Todos los seres necesitan de progenitores. Un siglo después, Lazarro Spallanzani demostró que los gérmenes no se desarrollan en los líquidos contenidos en frascos bien tapados expuestos previamente al calor. Tuvo que realizar muchas experiencias para replicar las observaciones de su crítico más virulento, un sacerdote católico apellidado Needham, que continuó sosteniendo la tesis de la generación espontánea. 

El sucesor genial de Spallanzani en estas investigaciones fue Luis Pasteur, en cuyas investigaciones se basó después Lister para sentar las bases modernas de la antisepsia. Hasta entonces no se concebía, aún más, se consideraba un insulto hacia los médicos y demás practicantes, el lavado de las manos y el de los instrumentos de su profesión.

 Semmelweis fue el pionero más destacado, más valiente y decidido de la antisepsia. Sus luchas contra la fiebre puerperal y contra la ignorancia de los médicos de su época, lo han hecho merecedor de la eterna veneración de todas las madres del mundo.

Carlos J. Finlay

Cuba ofreció también una contribución al progreso de las ciencias con los trabajos del sabio médico camagüeyano Carlos J. Finlay, quien descubrió que la fiebre amarilla se transmitía por la picadura del mosquito estaegomya y más tarde inventó el método seguro para la extinción de la enfermedad (Dr. Juan Guiteras). 

Carlos J Finlay nació el 3 de diciembre de 1833 en la cuidad cubana de Camagüey; su padre era médico de origen escoces, y su madre Eloisa de Barres, francesa. Realizó sus primeros estudios en Francia (1844) que tuvo que interrumpir. En 1851 reanuda sus estudios en Rouen que también tiene que interrumpir por sufrir de fiebre tifoidea. En 1855 regresando a La Habana donde hace su revalida en el año 1857.

En 1857 comenzó Finlay a preocuparse por la fiebre amarilla que hacía estragos en Cuba, México, Centro y Sur América. Millares de muertes producía la Fiebre Amarilla en todos los países. Como señala el doctor Filomeno Rodríguez Abascal en su biografía, de una manera científica razonada, el doctor Finlay buscando ese agente capaz de transmitir la terrible enfermedad, la fiebre amarilla, rechazando las influencias atmosféricas, meteorológicas o miasmáticas, llega a encontrar ese agente el Culex Mosquito, entre las 600 o 700 especies de mosquitos existentes. Auxiliado eficazmente por el sabio naturalista cubano Don Felipe Poey, el Dr. Finlay pudo afirmar que el Culex Mosquito, también llamado Staegomya Fasciatus, era el único capaz de trasmitir la fiebre amarilla. Completando su extraordinario descubrimiento, Finlay señaló más tarde las bases de la profilaxis de la fiebre amarilla, confirmándose años después con los estudios sobre vacunación anti-amarilla que han llegado a nuestros días. El genio de Finlay, sus sacrificios y abnegación sin límites, su tenacidad ante los recelos, incomprensiones, ignorancia y mala fe de muchos de sus contemporáneos nacionales y extranjeros, permitieron con su descubrimiento salvar a la humanidad del azote de la fiebre amarilla y al mismo tiempo dio impulso histórico a las grandes obras sanitarias, comerciales, industriales y marítimas que se vieron imposibilitadas, por las epidemias antes del descubrimiento de Finlay. 

Ignacio Felipe Semmelweis y la Fiebre Puerperal

Entre los gigantes de la medicina del siglo XIX cuyo nombre perdurará a través de todos los tiempos, por su obra humanitaria, se encuentra Ignacio Felipe Semmelweis, nacido en Budapest (1818), médico partero de gran sagacidad y poder de observación. Ejerció su profesión como médico primer auxiliar-interno del Hospital de Maternidad de Viena, donde tenía que presenciar impotente muerte diaria de 15 y 20 parturientas. Sus colegas consideraban de origen atmosférico y hasta maléfico, el origen de la fiebre puerperal que mataba a tantas madres. 

Contra todas estas concepciones de su época se rebeló Semmelweis, con una valentía extraordinaria y una consagración sin límite al estudio de cada caso que moría en el hospital. 

En su época el estudio de la Anatomía como en otros lugares de Europa se practicaba sobre cadáveres sin embalsamar, en estado de putrefacción. Los estudiantes y médicos pasaban del Anfiteatro de Anatomía a las Salas de las enfermas y operadas, sin adoptar las medidas de asepsia y antisepsia que hoy conocemos y que vigilamos tan rigurosamente. 

Era natural para esa época de desconocimiento científico en cuanto al origen y propagación de las enfermedades, que médicos, estudiantes, enfermeras y matronas (comadronas) manipularan los enfermos sin sospechar que sus manos que momentos antes habían trabajado sobre un cadáver o tocado a otro enfermo contaminaban a sus pacientes. El estado sanitario era en su época bien atrasada, reflejando fielmente las ideas y conocimientos que sobre higiene y salud pública predominaban. 

Era lógico que las ideas de Semmelweis encontraran la opción de todos los que no consideraban la suciedad como fuente de infecciones. Lavarse era más bien un problema personal y social, no de higiene y aun lo primero no era muy convincente ante la posibilidad de ocultar mal olor con perfumes y extractos. La historia de descubrimiento de Semmelweis es indudablemente una de las más interesantes que pueden narrarse, señalan todos los historiadores. 

La fiebre puerperal, acerca de cuyo origen todo se ignoraban y se habían emitido las teorías más descabelladas, al extremo de suponer que se debía a ciertos alimentos y hasta al perfume de determinadas flores, era el terror de las mujeres próximas al parto. Millares de víctimas ocasionaba diariamente.

 Semmelweis se dedicó a estudiar las lesiones que aparecían en los cadáveres y a comprobar las estadísticas del Hospital de Maternidad de Viena. Día y noche los consagró a una búsqueda tenaz, sistemática, ininterrumpida, sobre las causas de tantas muertes, comparando las estadísticas de otros centros de maternidad y las circunstancias que rodeaban el trabajo de los médicos y demás personal auxiliar. Su lucha fue contra la muerte, pero no menos terrible fue la que se vio forzado a emprender contra la ignorancia, los prejuicios e intereses de muchos de sus colegas parteros. 

El hallazgo de las causas y su batalla por la verdad científica, lo condujeron a la muerte y solo unos instantes antes de entregar su vida, tuvo la satisfacción de ver reconocido su descubrimiento por uno de los más grandes de su época, Luis Pasteur, en un mensaje que llegó a su lecho de moribundo. Semmelweis había asistido a la autopsia del cadáver de un ayudante de Rokitansky, del cual ya hablamos anteriormente, muerto en 1847 a consecuencias de la infección contraída durante una disección cadavérica; notó que los fenómenos observados en los tejidos eran idénticos a los observados en las autopsias de las mujeres muertas de fiebre puerperal. Pensó por tanto que la infección puerperal debía tener el mismo origen y observó que la mortalidad era particularmente frecuente en un departamento hospitalario en el que los estudiantes y médicos, viniendo directamente de la lección Anatomía Patológica y del Anfiteatro de Anatomía, asistían a las lecciones de obstetricia y examinaban a las puérperas. 

En Semmelweis surgió inmediatamente la idea de buscar una sustancia que sirvieran para el lavado de las manos y que de alguna forma impidiera el mal olor que dejaba el trabajo sobre los cadáveres.  Así empezó a prescribir el lavado cuidadoso de las manos y la desinfección de la sala con cloro de calcio, registrando inmediatamente una disminución de la mortalidad en su departamento, mientras que en todas las demás secciones continuaba siendo elevadísima. 

Sus pruebas y estadísticas, y su afirmación de que el origen de la fiebre puerperal debía buscarse en un envenenamiento de la sangre, afirmación que apareció en una memorable comunicación a la Sociedad Médica de Viena (1847), no pudieron convencer a los cerrados espíritus y mentes tradicionalistas de la mayor parte de la clase médica de su época, premiándosele con una persecución despiadada por parte de los parteros de Viena. 

Semmelweis era además de médico genial, un pensador libre y un combatiente de la democracia. Su rebeldía lo puso al lado de los estudiantes y demás revolucionarios de su época. Esto sirvió de pretexto para que sus colegas influyentes en las esferas oficiales lo desplazaran del ejercicio profesional en Viena. Pero los grandes combatientes no ceden el terreno de la lucha, aun cuando las apariencias los presenten como vencidos. 

En 1861 publicó Semmelweis un documento científico, tan sólido como valiente: “La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”. Esta publicación desencadenó contra él una nueva campaña, incluso el más grande patólogo de todas las épocas, Virchow, fue su adversario teórico; solo algunos médicos no parteros, entre ellos Rokitansky, Hebra y Skoda, defendieron su doctrina en las Sociedades científicas. Tuvieron que pasar 20 años para que se reconocieran los méritos y descubrimientos científicos de Semmelweis. 

Este benefactor de la humanidad se vio forzado a renunciar a su puesto en el hospital de Viena, abandonar la catedra universitaria y la ciudad. Su agotamiento físico, las persecuciones de que fue objeto, la penuria económica y todas las injusticias de que son capaces la ignorancia y los intereses mezquinos, por una parte, y la infección contraída durante una lección de Anatomía a sus discípulos, condujeron a Semmelweis al aislamiento y a la muerte por infección puerperal, sí, porque eran los mismos gérmenes que habían llevado a la muerte a millares de madres y contra los cuales tanto luchó en su vida. 

Momentos antes de morir, le llegó una carta de Luis Pasteur diciéndole que tenía, toda la razón, que se habían descubierto los gérmenes causantes de numerosas enfermedades, entre ellos los causantes de la fiebre puerperal, transmitidos por las personas, instrumentos u objetos que no eran sometidos previamente a la desinfección. Como un homenaje a este gigante de la ciencia, en el año de 1894 se le erigió un monumento en su Budapest a través de una cuestación internacional. 

El descubrimiento de Semmelweis representó un progreso extraordinario en el campo de la higiene y en el de la obstetricia, determinando desde entonces una orientación científica moderna y la consagración como especialidad de esa rama de la medicina. 

Muchos médicos más contribuyeron al progreso de las ciencias durante el siglo XIX, pero su sola enumeración haría interminable este trabajo periodístico. Con este reconocimiento de la posteridad, su obra y su memoria no han quedado olvidadas en nuestras páginas a pesar de que nos veamos forzados a omitir sus nombres. Gloria a estas figuras excelsas de todos los campos de las ciencias, que consagraron su vida al bienestar y progreso de la humanidad.

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