GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

Written by Libre Online

21 de marzo de 2023

Por Laura Claramunt (1950)

En Gertrudis Gómez de Avellaneda todo delataba su carácter vehemente y varonil. El dolor humano no la vencía. Aquel genio de las letras cuyo ánimo era una roca en medio de las tempestades que levantó a su paso no hubo furia de mar abierto ni vendaval que no resistiera con estoicismo y sentimiento de potencia. Ella se elevaba majestuosamente sobre la corriente de la vida e intuía que la posteridad le haría justicia.

Nace la egregia poetisa con un destino maravillosamente extraordinario y dolorosamente triste. Le tocará poseer un talento prodigioso y vivirá en un tiempo en que la mujer estaba considerada como una sierva.

El hombre que ama con amor a 

plenitud y que colocará en lo más alto del pedestal de su corazón, no podrá ser suyo como fuera su anhelo y devoción, como esposo. 

A fuerza de inteligencia es como se impone en las letras castellanas, con una labor fecunda y gloriosa que le abre las puertas de la fama. Recibirá aplausos delirantes, será admirada cortejada, amiga de Reyes y nobles, viajera infatigable. 

Agasajada y ceñida su frente con la corona simbólica de laurel en un acto solemne, después, al correr de los años, casi olvidada en su ancianidad solitaria y deprimente.

Siempre se hallará en la encrucijada en cualquier camino que se le presente, en el amor, en la amistad, en los honores, en el patriotismo tendrá que librar una batalla por sus sentimientos y escoger ella el sendero en que ha de situarse.

Nace en Cuba, en la Cuba colonial, encadenada al yugo español. Ama a su patria con fervor de criolla, lo ha dejado escrito en poesía y en prosa como para que no se dude de ello, aunque la envidia y la pequeñez quiera atacarla y opacarla desterrándola de las letras americanas y olvidando que nació camagüeyana por designio divino. Si no hubiera ido a España en Puerto Príncipe no hubiera podido destacarse su gran talento. 

En Madrid entrará en la Corte, será querida y apreciada por los Reyes y en las altas esferas pala-ciegas. Su padre fue marino español, su padrastro militar. Sus amistades en la península de rancio abolengo castizo. Se desposa primero con un madrileño, luego de viuda con un coronel gentilhombre del Rey. ¿Puede atacársele por no participar de las ideas separatistas que ya los cubanos sienten debido a la opresión en que los mantiene el Gobierno de ultramar?

Y eso es lo que se le achaca a “Tula” y se le escupe en la cara por unos cuantos. Ella misma, antes de morir, aún tiene que salir a la palestra y repetir en una carta memorable al director de “El Siglo” de La Habana, “que amo con toda mi alma la hermosa Patria que me dio el cielo y de que siempre he tenido y tendré a grande honra y gran favor el que se me coloque entre los muchos buenos escritores que enriquecen nuestra literatura naciente…”

Fue en Sevilla donde el destino de Gertrudis Gómez de Avellaneda iniciara su verdadera vida literaria. Fuera de su país natal, la hermosa cubana importó a España la manera majestuosa de sus mujeres, el hechizo de su simpatía y un talento singular que prontamente la hizo la figura más comentada de toda Sevilla.

Su salón, elegante y acogedor, fue el centro de la intelectualidad del lugar. Escritores, dramaturgos, literatos, poetas, artistas la acompañaban día a día oyendo interesados y entusiasmados las composiciones poéticas que aquella extraordinaria joven, en el apogeo de su desenvolvimiento intelectual y sus encantos femeninos, les leía con excelente fluidez y exquisita tonalidad.

Según dicen sus biógrafos, sus primeros trabajos inéditos se publicaron en una revista literaria semanal llamada “El Cisne” la dirigía Juan José Bueno y también fueron insertadas en el periódico “La Aureola”, cuyo director era Manuel Cañete y que se editaba en Cádiz bajo el seudónimo de “La Peregrina”.

Allí tuvo la escritora “Tula” para sus familiares y amigos la satisfacción de ver publicadas sus letras. Todas sus poesías inéditas: “A mi Jilguero; “A la Virgen”, el soneto “Al Sol” y una de las más celebradas en toda época, “A la muerte de don José María Heredia” fueron dadas a la luz del mundo y a la crítica.

En aquella tierra bruja de Sevilla, el alma romántica y la inspiración fecunda de la joven de quien dirán los críticos, “es mucho hombre esta mujer” por la calidad creadora de su estilo vigoroso, se manifestaron con su acostumbrada pujanza y belleza. De aquellos tiempos son “A la tumba de Napoleón en Santa Elena”, imitación de una obra de Lamartine. Su novela “Sab” y muchísimas más que fueron creándole prontamente la fama que la llevaría al pináculo de la gloria.

Todos los que conocen la vida de “La Peregrina” saben que su afición a las letras nació en ella desde la infancia. Puede decirse que fue niña prodigio, pues a los ocho años componía dramas, que representaba con sus amiguitas, escribía cuentos y hacía poesías. 

Cuando dejó su amada Cuba, en 1836 para conocer la tierra de su padre, la Sevilla, de sus ilusiones, su genio poético estaba en plena madurez, pues muchos de los versos que recitaba en los salones de sus amigos y que conquistaron generales elogios de escritores, poetas e 

intelectuales que los escucharon–como sucedió en un viaje que hizo a Santiago de Cuba– pasaron a formar parte de las colecciones de sus obras, como la Elegía a la muerte del poeta Heredia. Pero fue allá, como hemos dicho en la Madre Patria, donde pudo hacer una vida literaria a su gusto, rodeada de buenos escritores y con publicaciones que se afanan en dar a conocer su estro maravilloso.

A los pocos años de su estancia en España, el nombre de la Avellaneda está consolidado. Ella se siente segura en su prestigio de poeta. Ya se ha encontrado a sí misma. Ya sabe que vale. Los elogios de los críticos así se lo confirman. Lo que todavía no puede adivinar por su juventud es que su nombre pasará a la inmortalidad ciñendo en la frente la corona de laurel de los elegidos. 

Natalicio

Nace la Avellaneda el día 23 de marzo de 1814 en Puerto Príncipe, Camagüey. Sus padres, llámense don Manuel Gómez de Avellaneda, oficial de Marina, natural de Constancia, Constantina en la provincia de Sevilla, España. La madre, Doña Francisca Arteaga es de rancio abolengo criollo.

De distinguida familia en el ambiente social de Puerto Príncipe dueños de cafetales, ingenios haciendas, esclavos, crece “Tula”, entre mimos y halagos, y recibe la educación más brillante que en el país se proporcionaba a las jóvenes de la época.

Aprende los idiomas inglés y francés a la perfección, y su aplicación en ellos le servirá más tarde para traducir a Corneille y Voltaire, hacer imitaciones poéticas de Byron, Lamartine, estudiar con avidez los grandes de la lengua de Shakespeare y Chateaubriand.

La precocidad de Tula se manifiesta prontamente; va creciendo y a la vez devora la biblioteca de su casa y cuanto libro puede encontrar. Los poetas españoles de comienzos del siglo son ávidamente estudiados. Los franceses son prontamente declamados por la niña. Más tarde, de diez a doce años, habrá compuesto más de un cuento completo e innumerables versos, como algunos que escribió a la muerte de su padre cuando apenas contaba nueve años de edad. 

No fue Gertrudis, una niña juiciosa que le gustasen los juegos infantiles. Su inteligencia natural, la cultura que adquirió a través de sus ricas lecturas y su temperamento trágico y romántico, le separaban de los juegos habituales de las niñas de su edad. Sus entretenimientos favoritos eran representar comedias, hacer cuentos y adivinar charadas.

La Avellaneda fue creciendo en aquel ambiente holgado y acogedor de Puerto Príncipe, su rincón natal al que no olvidará. Hija de ricos, mantuvo todos sus caprichos y recibió los halagos de cuantos trataban a aquella adolescente de ojos negros y melancólicos, con relámpagos de fuego. Su pena onda, que llevó con tristeza eterna, fue la muerte de su padre, a quien adoraba y de quien era hija predilecta, y también tuvo que afligirla en su despliegue trágico el nuevo matrimonio de su madre con el teniente coronel don Isidro Escalada y López Peña, jefe del Regimiento que por aquellos días guarnecía la ciudad de Puerto Príncipe.

Cuando “Tula” cumple los veinte años de edad es una joven de majestuosa prestancia. Lleva su cabeza con donaire con cierta altivez, tiene los ojos brunos y suaves cabellos negros de tez trigueña clara, 

facciones regulares; pero uniendo a esos atributos gallardos nobleza y simpatía en el trato afable y un espíritu de excepción. Como es 

natural, tuvo enamorados a granel y fue disputada por los jóvenes de la mejor sociedad cubana. 

Como era costumbre de la época, su familia concertó un enlace con el mejor partido de Puerto Príncipe. El soltero más rico. Ella, al principio halagada, aceptó, pero después de conocerle, comprendió cuán distantes estaban sus almas y afinidades. Preparado todo para el matrimonio sobrecogida de temor al darse cuenta del paso que iba a dar con toda la fogosidad y el temperamento de su carácter, rompió los lazos que la comprometían a este hombre. Por ello, hubo disgustos en la familia, llantos de “Tula” y recriminaciones violentas.

Pasan las semanas, tristemente para la muchacha romántica, a la que se le llegó a acusar de ser la causante de la muerte súbita del abuelo materno. Vuelan los días y uno muy dichoso para Gertrudis es aquel en que la familia se traslada a Santiago de Cuba, donde se halla la guarnición de su padrastro. Aquel es el primer viaje de “Tula”. Fue en el año de 1836. Se desprende con nostalgia de su Puerto Príncipe, pero el corazón le late con un ritmo acelerado, pues su espíritu goza con la voluptuosidad de conocer nuevos rumbos, nuevos paisajes, nuevas bellezas.

Así fue. En Santiago de Cuba, tuvo una recepción tan halagüeña para la mujer y la poetisa que jamás olvidó los obsequios y agasajos que recibiera de sus habitantes. Tras sí quedaron las penas recientes, volvió a sonreír su juventud melancólica y su Lira cantó con alegría la vida. Sus composiciones leídas en las tertulias hogareñas fueron muy celebradas a la par de su elegante belleza criolla. Pretendiéronla allá en Santiago muchos hombres, pero ella no estaba para el amor. Coqueteaba y se dejaba querer. Su corazón no se entregó a ninguno.

Al cabo de algunos meses, el 19 de abril de 1836, abandona junto a su familia las costas cubanas para marchar hacia España. Lleva en sus ilusiones el deseo largamente acariciado de conocer la tierra de su padre fallecido. Pero en el instante el corazón se conturba apesadumbrado y los ojos se llenan de lágrimas. Mira la maravilla del cielo cubano, el verdor de sus árboles siente la 

ligera brisa que refresca su temperatura tropical. ¿Podrá dejar esto con alegría? ¡Nunca! Y poetisa por favor de los dioses rasgada por el sentimiento patrio, compone un soneto que se titula “Al partir”, donde la añoranza futura es ya patente realidad.

EL GRAN AMOR

El gran amor de la Avellaneda llega en la figura varonil simpática de Ignacio de Cepeda. Este es un joven estudiante de Derecho de la Universidad de Sevilla. Descendiente de una distinguida y rica familia del lugar. Tiene maneras de señor y cierta cultura. Físicamente está considerado como poseedor de una agradable presencia. Y un semblante bien parecido.

En La Peregrina prende enseguida la llama del amor. Con aquella vehemencia tropical que define su carácter criollo, y más entusiasmo va colocando en el joven mientras va comprendiendo que no es empresa fácil. Cree hallar en él una copia exacta de si misma. En su ilusión de amor, afirma que ha encontrado después de unos amores desgraciados que tuvo en La Coruña con un militar nombrado, Francisco Ricafort, al hombre que habrá de comprenderla.

En aquel ambiente refinado de Sevilla, donde ha sido tan bien acogida por el mundo literario y social, espera que hayan de fructificar también unos amores felices por un espíritu afín. Es por lo que clama su naturaleza apasionada y así, ella sola va echando brazas a la leña y el amor se convierte en un fuego que le roe el corazón proporcionándole horas de inefable dicha y de desesperado abatimiento. 

A Ignacio de Cepeda le gusta aquella mujer que está en la plenitud de su hermosura e ingenio, y se deja querer y se deja atraer, pero no con el calor de ella. No se decide a rendirse como se espera, no habla de matrimonio. Con cautela, se acerca y se aleja en un juego raro que mantiene desesperada y en ardiente duda a la bella camagüeyana.

Ella no lo entiende. Ella lo ha creído romántico en su afán de amor, y él es positivista, lo ha creído fogoso, como ella, y es frío. Cauto, calculador, materialista.

Ignacio de Cepeda no se atreve a poner el alma en ese amor. Le asusta un tanto aquella encantadora mujer que a la vez que poetisa, escritora, dramaturga, es una mujer de ideas emancipadas feminista. Diríamos ahora que chocan con la época en que vive. ¿Cómo un señor burgués podrá ir del brazo, con aquel temperamento, con aquella intelectual? Teme y no se atreve a ofrecer matrimonio. Gertrudis se debate en inútiles congojas. 

Se ha enamorado del amor y lo ha vestido con los ropajes de Cepeda. Pero ella nunca verá que se ha prendado de un hombre que no está a su nivel mental ni espiritual, sin ser un cualquiera ni un inculto, es un hombre del montón, carece de lo que se necesitaba para adorar aquella alma generosa y leal, y comprenderla. 

Por esas complejidades del corazón humano, ese es el hombre que Gertrudis amará a través de toda su vida, aunque se case dos veces y tenga amores con Gabriel García –un picaflor y poeta incoloro que amargó por unos años la existencia de la noble escritora– “La Peregrina” siempre buscará la imagen correcta, varonil y de singular prestancia de Ignacio de Cepeda, el esquivo, el amante que reaparecerá por dos veces en su camino y será aceptado y perdonadas sus veleidades y a quién la poetiza le escribiera la formidable y conocida poesía “A Él”.

MATRIMONIOS

El primer matrimonio de la Avellaneda es con Don Pedro Sabater, Gobernador de Madrid. Es un enlace piadoso pues el novio padece de una enfermedad de la garganta, la cual han diagnosticado los médicos de incurable. Sin fingimiento, sin engaños, Gertrudis se entrega al enamorado y le llena de ternura y compañía los tres meses que durará su vida. 

En efecto, Tula es viuda a los 90 días de casada y es tal la pena que su alma sensitiva se resiste y determina recluirse en un convento religioso y allá en la paz de su retiro, escribe un devocionario en verso y en prosa. Así, recogida y mística, pasa un largo tiempo y después regresa a Madrid donde nuevamente hará su vida de siempre.

Instalada en la capital reaparece Cepeda. Como siempre ella le perdona y cree que la ama. Pero se equivoca. Hacen una vida amorosa llena de reproches por parte de ella, pues le acusa de frío, que sus visitas son cautelosas y él se muestra celoso y le recuerda a los hombres que ya han pasado por su vida. Finalmente, la amante desdeñada se entera que Cepeda nunca ha de ofrecerle su nombre como ella esperaba hiciese, y que, muy al contrario, piensa casarse con una dama rica, la cual ha pedido en matrimonio. 

Adolorida profundamente y desengañada, lo deja y se decide aceptar el cortejo de un enamorado que la pretende desde hace tiempo. No es otro que el Coronel de Artillería, don Domingo Verdugo Caballero, de las órdenes de Carlos III y de Isabel la Católica y gentil hombre del Rey.

Sus bodas se efectúan con gran solemnidad y brillantez. Son padrinos los Reyes de España y a ella asisten los nobles de la Corte y lo más distinguido de la sociedad madrileña.

Por su estro logra ser admirada en las regias esferas palaciegas, siendo muy apreciada por los Reyes que se honran con su amistad. No tiene aún los 40 años de edad la Avellaneda y es una mujer famosa en toda España, sus dramas, sus poesías, sus novelas han demostrado todo lo versátil que puede ser el genio. 

No es de extraño pues que a la muerte de don Juan Nicasio Gallegos pretendiese ocupar el sitio que dejará vacante el literato en la Real Academia Española. Su candidatura, que trabajó con ahínco la poetisa, fue defendida con entusiasmo por muchos y valiosos admiradores y rechazada por catorce negativos entre veinte votantes, “pues las señoras no podían ser académicas”.

De esa manera, los señores votantes no juzgaron el talento descomunal, el recio vigor y la calidad de la obra de la literatura, sino el sexo. Ellos no podían negar el mérito de la genial mujer y demostraron su mentalidad muy “sui géneris”. En la bastarda pregunta que pusieron a discusión: ¿Son admisibles o no las señoras a plazas de número de la Academia?

Un éxito glorioso

El drama bíblico en verso “Baltasar” se estrena en Madrid con un éxito apoteósico. Lo mejor, lo más selecto del mundo social e intelectual, llena el teatro. Novedades para aplaudir con entusiasmo la obra colosal de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Si grande habían sido sus triunfos en “Alfonso Munio” y “Saúl” a la inmensa altura llegó con “Baltasar”.

Enrique Piñeiro, el celebrado crítico cubano le encontró semejanza con el “Sardanápalo” de Lord Byron, atribuyéndole al drama de la cubana, “más movimiento e interés”. Las representaciones de la obra teatral se sucedieron en la misma forma entusiástica, noche a noche. Con “Baltasar” llegó la escritora a la cumbre de su gloria literaria, dejando ya su nombre refulgente grabado con caracteres indelebles en las letras hispanas.

LA CORONACIÓN

Ha regresado a Cuba, La Habana. Su alma está de fiesta en tantos años de ausencia, nunca se ha olvidado de su patria. Regresa con su esposo, el coronel Verdugo, formando parte de la comitiva que acompaña al general Serrano, nombrado el nuevo Capitán General de la isla de Cuba.

Fue recibida con demostraciones de cariño y admiración por sus coterráneos. Cuba no podía olvidar a su poetisa insigne. 

Por ello, le fue tributada una solemne sesión en los salones del Liceo de La Habana, en la cual fue coronada la eximia escritora, entre los aplausos fervorosos de las personalidades que concurrieron al acto. Cuando la Condesa de Santovenia, esposa del Presidente del Liceo, y la poetisa Luisa Pérez de Zambrana ciñeron la corona de oro en la frente de la Avellaneda, el laurel, símbolo de la inmortalidad, el alma sensitiva de la dama tocó el cielo.

Y todas aquellas amarguras que el destino quiso poner a sus plantas como espinas que hirieran su camino pareciéronle lejanas. Había sido envidiada, calumniada, había sufrido mucho, pero la gloria la llevaba en sus alas y allí, en su patria, se le ofrecía el homenaje más memorable de su vida.

Desde que había pisado suelo nativo, muchas ciudades quisieron demostrarle su admiración y veneración a la ilustre mujer. Sagua la Grande, Cárdenas, Cienfuegos, Puerto Príncipe. Allí estuvo recordando su infancia. Llevaba luto de la madre que acababa de morir en Madrid sin poderse despedir de la hija, y Tula, caminó por sus calles, respiró bajo sus álamos y recordó su niñez como intuyendo que sería la última visita que vería aquella región inolvidable.

En Cienfuegos vivió algún tiempo y en Cárdenas, donde era gobernador, su esposo, el coronel Verdugo, pasó horas muy plácidas, debiéndose a las gestiones de Tula que el seis de septiembre de 1862 se inaugura la primera estatua erigida en honor del gran Almirante Cristóbal Colón, primera en Cuba y en toda la América. Pasó en su patria un lustro, la gran mujer, viendo últimamente cómo se apagaba la vida de su esposo, había llegado a querer a ese hombre que la amaba sinceramente. No pudo ser de otra manera, pues la Avellaneda tenía un corazón leal y generoso.

Más tarde pasaron a Pinar del Río, donde el coronel había sido nombrado Gobernador. Allí se hizo alarmante la salud del cónyuge y el 28 de octubre de 1863 quedó viuda por segunda vez la distinguida escritora. Quiso recogerse en un convento de religiosas, pues la soledad en que quedó la afectó profundamente, pero tuvo la suerte que llegara a La Habana su hermano Manuel, que ella amaba con preferencia y la entusiasmó para viajar con él por Europa y visitar de nuevo Madrid. Así lo hizo. Fue despedida con calor por cuantos la amaron en Cuba y de algunas ciudades recibió profundas demostraciones de respeto a su talento colosal.

Murió la Avellaneda en Madrid, el día primero de febrero de 1873, en su Casa de la calle de Ferraz. Pocas personalidades acudieron a su entierro, don José Ramón Betancourt director del Liceo de La Habana, depositó reverente una corona de laurel sobre el féretro como la gloria la colocó sobre su nombre de poetisa relevante y lo grabó en el mármol de la inmortalidad.

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