Gente Moderna

Written by Libre Online

2 de enero de 2024

Por Eladio Secades (1951)

Para que un matrimonio joven no se aburra después de la soledad entre dos que es la luna de miel, es necesario que haya otros matrimonios jóvenes. Cuanto más modernistas, mejor. Entonces se reúnen y salen a divertirse en esos grupos que las señoras de hoy llaman «parties» con aire de personas distinguidas, que tienen conocimiento de otros idiomas. Además de ignorar bastante el propio. Y dicen jugar “golf”.  “Beauty parlor”. Dame un “chester”.  Y creen que de verdad pueden ser “waiter” el dependiente de café nacido en Pontevedra. 

Entre los matrimonios jóvenes que salen a divertirse, hay uno que tiene automóvil. Tener automóvil sin chófer y con amigos,  significa dejar a los otros. Ir a parquear lejos.  Subir los cristales. Y tener que volver solo y a pie. Es decir, como si no tuviese automóvil. 

Lo más difícil del “Party” es que las muchachas se pongan de acuerdo. Una quiere ir a un lado. Por la música. La otra quiere ir más allá. Por el elemento. Hay una muchacha que hace tiempo tiene ganas de meterse en los cabaret de los muelles. Porque después de todo yendo con Carlos no va a perder nada. Carlos es alto empleado de una compañía americana. Usa calobares, busca armonía de colores entre las corbatas y los calcetines. Y está orgulloso porque fue mucha gente al entierro de su abuelo. 

Los cabarets de los muelles son una falsa promesa de aventura en el puerto. Donde el agua reposa para que no se muevan mucho las luces. Los barcos sin carga se sienten en la intimidad del hogar y enseñan la barriga sucia. La brisa suena a caricia de colegiala y huele a marisco. Es raro que no haya habido un tango así. Uno cree que va a encontrar gorras con anclas. Brazos con tatuajes. Camisetas con listas. Marineros con ganas de apagar la pipa y fondear en el talle de una bailarina. 

Pero los cabarets de los muelles son como los otros cabarets. De smoking de verano y tierra adentro. Las mesitas tienen faldas a cuadros. Porque son mesitas vestidas de mamá Inés. La rumbera no sabe menearse bien. Y para disimularlo, y como no puede moverse ella,  sacude deprisa la cola de su bata. Es mentira lo del apache y la navaja. Una vieja vende flores. Una señorita que nadie se lo cree (por la hora) vende cigarros.  Y un negro vestido de blanco bosteza en el inodoro para caballeros. Afuera practican la intimidad del desvelo el botones.  Que es el único militar que confiesa que sus condecoraciones no tienen historia. El del carro de fritas. El policía de la posta.  Los choferes de alquiler.  Y un perro que debe de estar perdido.  Los que van con frecuencia a los velorios, ya sin saberlo están estudiando para empleados de cabaret.

La bebida es uno de los pocos secretos que se conocen para hacer de la diversión un sentimiento unánime. Entre los matrimonios jóvenes que salen a divertirse hay un delicioso momento en que no existe más diferencia que unos lo quieren con agua mineral. Y otros con “gingerale”. En todo lo demás están de acuerdo. Hay los que toman el “whisky” con criterio de bebedores de café. Y prefieren el “high-ball” claro.  U oscuro. El “high-ball” con susto de basta, basta. 

El cabaret es el lugar donde las mujeres decentes salen a bailar con el temor de haber dejado la cartera en la mesa. De esa inquietud han nacido muchos celos estúpidos. Al notar que la compañera estira el cuello por encima del hombro. Porque tú sabes que a mí me gusta que me respeten. El hombre le teme más al adulterio por el bochorno que por el amor. Cuando otros bailadores para salir a la pista separan las sillas de la mesa, la mujer decente piensa: ¡Ya me llevaron el bolso!  Es muy difícil que el bolso de una mujer tenga una fortuna. Cuando más un equipo de coquetería. Que oscila entre el pequeño pañuelo de hilo. Que es sublime en las despedidas. Y ridículos en los catarros. Y la barra de “rouge”.   Que es donde la mujer guarda los besos que todavía no ha dado.  De todo cuanto pueden producir unos labios femeninos, lo que más perdura es la mancha el “rouge”. Que a veces volvemos a ver algunos días después en el borde de un vaso mal lavado. 

El primer “high-ball” le produce a la señora un calambre frío. El segundo la induce a dar una conferencia sobre la conveniencia de salir de casa de vez en cuando. El tercero le da franqueza para pedirnos en voz alta una peseta para darle propina a la mujer del servicio. Oportunidad que aprovecha otra que deseaba ir. Pero que no había dicho nada por pena. Con el cuarto “high-ball” revela que al principio Rafael era divertidísimo. Pero que últimamente se ha puesto muy serio. Rafael se ríe sin ganas. Y le recomienda que no beba más. A la mitad del quinto “high-ball”, le jura a Rafael que lo quiere como el primer día. Sin dejar de reconocer que el trigueñito de la trompeta está entero. El cabaret es la más alegre de todas las tristezas.  

La alegría del cabaret la pone el cliente.  La casa pone todo lo demás. El mal humor de la muchacha del guardarropa.  Por tantos hombres que ya no usan sombrero. Los muslos proletarios de las chicas del conjunto. Los músicos del jazz. Que piensan distinto y visten lo mismo. Las cosas del maestro de ceremonia. Cuyo arte es llegar a ser simpático a fuerza de ser “pesao”. Al entrar al salón nos recibe un caballero vestido de etiqueta. Con una cortesía constituida por una pechera almidonada, una corbata de lazo, dos reverencias y el peinado de una raya de último año de ingeniería. El verdadero “maitre” debe vestir como rico y tener gentileza de empleada de Ten Cent y de diplomático de Centroamérica. 

Ya lo matrimonios jóvenes se están divirtiendo en el cabaret.  Como divertirse es  dejar de hacer una vez lo que se hace siempre, los matrimonios jóvenes cambian las parejas. Cambiar de pareja es cambiar de perfume. Se dice una tontería y parece que se ha dicho una genialidad. La proximidad cobra importancia de aventura.   Se vuelve a ser novio con la mujer del amigo. A cambio de que el amigo vuelva a ser novio con la mujer propia. Cuando estos cambios se hacen sin malicia, en verano se habla de calor.  Y en invierno de la lata de tener que bailar entre tanta gente.  Él reconoce que baila mal.  Ella recuerda lo bien que lo hacía cuando era soltera. Y los dos se quedan en silencio. Girando y girando.  Con ganas de que se acabe.  Cuando estos cambios se hacen con malicia,  el pelo de ella huele a gloria.  Aunque no haya hecho otra cosa que bañarse. Los perfumistas franceses hubiesen quebrado,  si alguien hubiera descubierto a tiempo que la mujer que gusta,  sobra con que huela a limpio. De la que no gusta perdura el recuerdo del perfume cuando ya ha muerto el recuerdo de la mujer. El “ flirt”.  Y del número de teléfono.  Entonces no se baila más de mentira. Porque se va a bailar de verdad. 

Los matrimonios jóvenes ya se han divertido. Porque ya se han emborrachado. La bebida estimula la alegría,  la educación, la generosidad,  el talento. Hay que desconfiar del valor, del esplendidez y del amor del borracho. Lo malo es al día siguiente.  Los borrachos de siempre son felices, porque han inventado la bebida sin un día siguiente. Uno de los esposos decididos pide la cuenta.  Pero los otros dicen que no puede ser. Insiste. Y los demás esposos ofendidos le amenazan con no volver más.  Entonces pagan entre todos.  

El que tiene la suerte de tener automóvil,  los va dejando en su casa. Pensando lo lejos que queda el garaje.  Los faroles del alumbrado le dan vueltas.  Los tranvías eléctricos, parecen gusanos que hacen una pesada indigestión de kilowatt. Tiene las orejas rojas, las manos frías y un ansia que oscila entre el sueño y la sal de frutas. Es la terrible madrugada del borracho. Que ve un poste y le entran ganas de vomitar.

Hay dos tipos de clientes de cabaret.  Los que no van casi nunca.  y los que van siempre.  El castigador profesional va siempre.  Con el pelo lleno de grasas.  Los pantalones de bailar “swing” y la chaqueta de Sport. Entra sin pedir mesa. Pero repartiendo sonrisas. Trae los bolsillos llenos de cortesía. Sueña con una novia de cabaret. Una de esas novias de cabaret que terminan el día manoseadas.  Como un periódico de barbería. Rubias por convicción. Meseras porque tienen un hijo. Delgadas porque la ciencia no da más.  Labios que se destiñen por accidente del trabajo. Mujeres que la sociedad llama alegres, porque la sociedad no sabe que en las fiestas cuentan sus propias miserias. Y dominan los cuatro trucos del llanto. La madre.  La soledad. El alquiler.  Y el desayuno para el niño.  Nos avergonzamos de haber tenido la ilusión de un hotel para una sola noche. 

El cabaret es un espectáculo cuando se visita.  Pero es una tragedia cuando se vive en él.  Al irse los clientes, se colocan las sillas sobre las mesas. Y el cabaret se recoge en una melancolía de circo de carpa.  Cuando al payaso le duelen las muelas. Y la muchacha de la cuerda floja está brava porque la confusión de su camerino no ha podido encontrar una liga. La corista se lleva el sueldo en el nudo hecho en la punta del pañuelo. Y el “maitre” malhumorado se saca la chaqueta del smoking y suda igual que el mozo del ascensor. Un cabaret sin luz es un como un teatro sin público. Faltan la fama. El guiño de una mujer.  El pelo teñido.  El cartón arrugado del decorado que semeja la envoltura del elefante.  Un cabaret sin borrachos es como un velorio al que no fueron más que los familiares.  Un velorio con llantos. Un velorio sin chiste y sin tabaco.

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