“Si sales y brincas la calle sin mirar para ambos lados, por seguro un carro te va a atropellar y pasar por encima”.
“Y si te llevan al Hospital sin tener ropa interior limpia no te van a atender”. Para mis padres “El Juramento de Hipócrates” no cubría curar a niños con los calzoncillos empercudidos.
Me iba al cine Campoamor y me advertían: “Si alguien grita fuego no corras porque la gente te va a pasar por encima, y si te quedas quieto sentado en tu butaca quizás el fuego te achicharre”.
Una excursión al Zoológico: “Si metes la mano en la jaula de los leones por el resto de la vida te van a llamar: El manco Fernández”.
“Si te metes a la playa sin esperar a las tres horas reglamentarias de haber comido te va a dar una sirimba”.
“Si sales del Teatro Ayala en la noche sin ponerte un pañuelo para taparte la boca y evitar que te dé el sereno, te va a dar un aire y quedarte con el pescuezo jorobado por el rato de tu vida”.
“Está bien Esteban de Jesús, pasea todo lo que quieras en La Habana, pero sin perder de vista el Capitolio que está cerca de la parada de la Ruta 33”.
Salía abajo de un diluvio: “Tu verás, tú verás que un día te cae un rayo en la cabeza”.
Cuando los Reyes me trajeron una bicicleta mi padre me dijo riéndose: “Evita pasar el Niagara en ella”.
“Si no comes y no te alimentas bien vas a terminar luciendo un esqueleto rumbero”.
Y a pesar de no haber visto jamás una sirena en Güines me enseñaron a “No creer en sus cantos” y sin haber visto en ningún colegio la catibia me aconsejaron mil veces que “yo no debía ir ahí a comerla”.
Créanme que gracias a cuidarme de todos los malos augurios que me acechaban salí ileso por la protección que me brindaban un azabache en mi camiseta, una pata de conejo en el bolsillo, una herradura detrás de la puerta de entrada, los vasos de agua que yo ponía encima del radio para Clavelito, y las promesas de mi madre a San Lázaro para que me protegiera.
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