FRANCIA Y SUS INEFABLES INTELECTUALES PROTESTATARIOS

23 de enero de 2024

El martes de la semana pasada el presidente francés Emmanuel Macron ofició en una liturgia, valga la redundancia, durante la cual se plegó al ceremonial de una gigantesca conferencia como las que se organizan en la gran sala de fiestas desde los tiempos del General de Gaulle. No intenté asistir porque era a prima noche y temí que el costo en horas iba a resultarme enorme. No me equivoqué, se prolongó durante casi tres horas y la logorrea presidencial aportó muy poco al necesario esclarecimiento del horizonte político del país para los próximos cinco meses, que nos separan de las elecciones europeas. El centro de la proyección presidencial con vistas a ellas, la retórica que expresó, se orientó a tratar de apuntalar su gobierno y su partido que con vistas a esa lid esta según las encuestas 10 puntos a la zaga de la extrema derecha. 

Al mismo tiempo, como las bardas de circunstancia están amenazando con inflamarse del otro lado del Atlántico y me refiero naturalmente a las elecciones del 5 de noviembre en América, aportó un detalle que interesará a los lectores de esta columna que viven en la Florida: Macron afirmó haber mantenido excelentes relaciones con Donald Trump. Añadió que suceda lo que suceda dentro de 10 meses Estados Unidos seguirá siendo un país amigo y aliado de Francia. Muchos son los que comienzan a plantearse con inquietud sectaria que Trump pueda volver a la Casa Blanca a principios de año que viene. 

Pero es a la arena doméstica que me referiré hoy en esta crónica. Centro de casi todas las preguntas que los periodistas le hicieron al presidente, lo que respondió respecto al reciente nombramiento de un nuevo primer ministro en la persona del bisoño Gabriel Attal y a la puesta en vigor de la discutida ley de inmigración acapararon los comentarios a la mañana siguiente de la gran reunión. Los sesudos y los expertos monopolizaron con sus glosas el alboroto que cundió en el gallinero politiquero y mediático. Antes, el domingo 14, diversas entidades pro-inmigración habían organizado desfiles en varias ciudades para objetar la referida ley a pesar de que su articulado que no está homologado aún por el Consejo de Estado goza de la aprobación tácita del 80% de la población. Minoritarios los izquierdistas no se privan por ello de hacer ruido y mejor si es así porque eso se llama vivir en democracia. 

Esos primeros desfiles no impidieron que otra clase social se lanzara a las calles y avenidas de París una semana más tarde, el pasado domingo 21. Y vimos “robando cámara” muchos rostros conocidos, todos integrantes de la variopinta fauna “intelectual” de actores, escritores, periodistas y otras yerbas que aquí nos gastamos. No les importaba que como dicho arriba la ciudadanía respalde el texto que impugnan. Tampoco que pudiera servir para controlar un poco el desmadre que reina en las fronteras y con todo lo que tiene que ver con la permanencia en el territorio de decenas de miles de ilegales. No es eso. Lo que quieren, como está siendo el caso desde hace meses en Estados Unidos, es que continúe el caos y que se siga invirtiendo dinero en el rubro “puertas abiertas a calzón quita’o y a fondos perdidos” para todo aquel que franquee las fronteras. El proceso de enceguecimiento voluntario es inherente a esta categoría de ciudadanos perfectos y generosos que son los artistas e intelectuales de izquierda, gente respetable que se autorizan todo tipo de ultranza en la materia, siempre que su actitud les permita erigirse en adalides de los pobres de la tierra.

En realidad esta situación es similar a lo que, según los historiadores ocurrió hace tres cuartos de siglo cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. A la cabeza de los que entonces vociferaban estaba Jean-Paul Sartre, el mismo que acompañado de su mujer Simone de Beauvoir desembarcó en Cuba en 1960 y en 1961 para dar abrazo y espaldarazo fraternales a Fidel Castro y al Che Guevara. El escritor tardó muchos años en ajustarse las gafas y emitir después del Caso Padilla una tímida rectificación. Pero el mal estaba hecho.

En Sartre venía de lejos su ceguera y su sectarismo procomunista. Al principio no lo tragaban y había sido insultado y puesto en la picota por el estalinista Alexandre Fadeïev durante el Congreso Mundial de los Intelectuales por la Paz celebrado en 1948 en Polonia. El ruso lo definió como “hiena dactilógrafa”. Pero ese traspié inicial no le impidió comenzar poco después una carrera de idiota útil: tres años después ya estaba convertido en compañero de ruta ejemplar para el comunismo internacional. Lo recibieron con todos los honores en Moscú y como lógico corolario se alineó con la represión que asoló a escritores rusos honestos como Ossip Mandelstam muerto en el gulag. Tampoco defendió ni a Pasternak cuando fue obligado a renunciar al Premio Nobel que ganó en 1958 ni a los disidentes de la década 1960.

Hay que señalar que cuando él, por otras razones, renunció a su Nobel en 1964 no vaciló en declarar haciendo gala de un cinismo lamentable, que había sido injusto premiar a Pasternak porque su libro había sido publicado en Italia y no en su país. Como si en la URSS la edición no estuviera como bien él sabía controlada por los comisarios del Partido. Posteriormente y sin sorpresa saludó con entusiasmo la consagración del oficialista Cholokhov, plegado durante toda su carrera de escritor al Partido y a la nomenclatura opresora.

En total Sartre, solo o acompañado de Simone, hizo once viajes a la URSS, el último en 1966. Curiosamente jamás escribió una línea al regresar. Después cuando los tanques soviéticos entraron en Praga “se despertó”. Como si la decepción hubiera suplantado en él la fascinación, pero sin que interviniera un mea culpa a sus posicionamientos anteriores ni a sus diatribas contra quienes, si habían comprendido, como Albert Camus y Raymond Aaron. 

Y ha sido así que una vez más hemos visto en Francia a numerosos intelectuales y artistas del patio manifestar por una causa equivocada. No importa si por la edad que tienes se han equivocado en todo durante décadas: comunistas, anarquistas, trotskistas y otras yerbas han abrazado solidaridades repugnantes en las cuatro esquinas del globo terrestre. También con Cuba, madre de todas las utopías del pasado siglo. En la olimpiada de la desvergüenza estos personeros de las izquierdas tienen una medalla de oro asegurada y seguiremos oyendo hablar de ellos en los próximos meses que se anuncian por diversos motivos muy complicados en Francia.

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