Fábula de Santa Claus

Written by Libre Online

19 de diciembre de 2022

Por Miguel de Marcos (1950)

Aquella mañana, como siempre, en fidelidad a una antigua magistratura, me instalé en el atrio de la Catedral. Era la jornada de San Cristóbal y los fieles llegaban imbuidos de místico silencio como para postrarse a los pies del Santo gigantesco y continuar luego hasta el templete. Atendí, haciéndola brotar de mis harapos, una mano de imploración.

Una limosnita, por el amor de Dios… Una limosnita, señor. Vea usted que estamos al final del Año de la Bandera y mi desayuno de hoy ha sido opaco e insuficiente.

Un hombre se detuvo junto a mí. Compasivo y risueño me deslizó entre los dedos un «bisonte», quiero decir, un nickel americano.  Y con una voz que era cálida y jovial contemplándome largamente, y me dijo:

-No muestras el aire de un pordiosero. Pareces más bien un mendigo adjetivo, aledaño y supernumerario. Tienes una expresión ingenua y alegre, como si conservaras una divina infancia en tu corazón. ¿Quisieras desglosarte de la mendicidad? Tengo un empleo para ti. Se acercan las pascuas y al ver tu rostro tan festivo, pensado que podría desempeñar ese cargo con notable aplicación.

¿Un cargo? ¿Inspector de baches? ¿Será de basurero? ¿Será para extirpar las pulgas de un perro ocioso?

No. Solo tendrás que situarte junto a la puerta de mi establecimiento vestido de Santa Claus. Conoces, de seguro el personaje. Un anciano sólido, las mejillas en amapola como las tuyas; los hombros cuadrados y formidables; la risa poderosa, como la tuya, como esa risa, sin recuerdos de penas y de lágrimas, que utilizas para pedir limosna. Serás un Santa Claus perfecto, te introducirás en su piel, en su hopalanda, en su gorro, en su trineo, y los juguetes de mi establecimiento, por el milagro de tu propaganda, quiero decir, de tu presencia,   alcanzarán mejor precio.

Para aceptar el cargo aporté numerosos papirotazo de amistad y gratitud sobre la clavícula de aquel hombre generoso y providencial.

El hombre tutelar,  tan tierno amigo de los pobres, que contratara mis servicios, se sembró, con cuidados exquisitos y repleto de esperanza junto a su barraca. Fui fabulizado de Santa Claus y pude constatar de inmediato, que bajo aquella hopalanda fastuosa con relieves de armiño, me brotaba un alma nueva fragante, infantil entre las costras de mi mendicidad. Se acercaba el día de la Navidad y me sentí taladrado por una duda bíblica. Le hablé a mi maravilloso empresario de esta suerte:

¿Está usted satisfecho, señor Pintueles?

Archiesatisfecho, hipersatisfecho. Mi satisfacción es hemorrágica, niagaresca y pascual. Nunca encontré un Santa Claus como usted para estimular las raíces económicas de mi negocio. En años anteriores, para promover la venta de mi juguetes, tuve la desventura de utilizar algunos Santa Claus defectuosos unos eran Juanetarios y se quejaban de permanecer largas horas a la puerta de mi establecimiento. Otros tenían inclinaciones alcohólicas y abandonaba mi tienda para correrse de continuo hasta el café de la esquina. Otros me exigían sin amenidad el seis por ocho. Pero usted es un Santa Claus perfecto,  porque procede de la mendicidad y no hay nada como la miseria para guardar siempre la alegría y excitar la ilusión en el espíritu de los demás.

Agradecí con modestia aquellos elogios. Pero me seguía rondando una duda bíblica:

Usted, señor Pintueles, afirma que soy un Santa Claus perfecto.

– Archiperfecto…

-Pero,  en fin. ¿No cree usted que yo debiera protagonizar uno de los Reyes Magos?

– Hum, replicó el señor Pintueles, rascando su cabeza. Los Reyes Magos, los personajes encantadores de la Epifanía del Señor, están un poco abolidos, un poco declinantes. Se han tornado borrosos y opacos en el tiempo y en el espacio. Melchor, Gaspar y Baltazar, son, ¿cómo decirlo? algo «bombines». Por otra parte,  mi querido amigo, tendría que hacer gastos suplementarios para vestirlo a usted de Melchor o de Baltasar.

La explicación, que me aportara el señor Pintueles, mi digno y generoso empresario, me pareció coherente y justa desde el ángulo crematístico. Me entregué con renovado ardor a mi tarea de Santa Claus. Yo estaba circunscrito a la órbita de unos portales de Galiano. Los niños se acercaban a mí, igual los ricos que los pobres, y la sonrisa en sus labios y la alegría en sus ojos era la misma. A veces desde luego, mi función se complicaba un poco. Algunos muchachos dotados de curiosidad excesiva, tiraban con denuedo de mis barbas de Matute como me extirpaban el gorro hiperbórreo, formaban racimos ruidosos sobre mis botas de cuero. Entonces yo como para no dimitir de mi magistratura, soltaba mi risa cándida y poderosa de Santa Claus y bajo ese impacto, bajo ese hechizo, un júbilo delicioso florecía en mi derredor.

Una tarde, ya muy cercana a Navidad, incurrí en una especie de pecado sombrío y fosco como en una especie de desaliño culpable a pesar de mi estampa de Santa Claus, a despecho de mi hopalanda risueña, de mis mejillas coloradas, de mis barbas blancas y postizas que se me prolongaban hasta la zona umbilical, incurrí en un gesto absurdo y subyacente. Extraje de mi túnica una mano temblorosa, humilde, y con mi voz, con mi vieja voz del atrio de la Catedral, imploré humildemente:

-Caballero, una limosnita por el amor de Dios. No como desde hace una semana señor,  lo cual es un récord de inapetencia.

En ese momento, el señor Pintueles que estaba junto a la puerta de su juguetería,  mostrándole a una señora un tren eléctrico, montó en cólera y vino hacia mí.

-Esto es inaudito. Quebranta usted el negocio. Arroja una mancha indeclinable sobre mí establecimiento. Queda inmediatamente despedido pase por la caja donde le darán la cuenta.

Despedido. Expulsado. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Fui a la caja me entregaron unos billetes tenues. Despedido, expulsado,  puesto en la puerta de la calle. Volví a mis harapos.

El señor Pintueles ahora más tranquilo continuaba vendiendo un tren eléctrico. Me vio jadeando. Implorándome vino hacia mí.

No se vaya tan pronto. Lo necesito.  Tengo un empleo para usted. Un empleo para mañana por la noche. Diez minutos de trabajo. Cinco pesos por esos diez minutos. Dígame que acepta.

Gracias , señor Pintueles. Pues acaba usted de botarme a la calle como un perro y no comprendo que ahora después de esta derrota que me ulcera el alma para siempre quiera usted detenerme señor Pintueles.

Fui Santa Claus durante una semana y esta aventura nunca olvidaré me deja un recuerdo amargo.

El señor Pintueles desistiendo de vender su tren eléctrico me pone una mano amistosa en el hombro. Dejó escapar en tumulto, en apremio, aun palabras que se cargaban de ardor y de esperanza.

-No, aquí no seguirá usted, porque ha traicionado a Santa Claus y ha ultrajado mi establecimiento. ¿Acaso se dio alguna vez a lo largo de los siglos un Santa Claus que pidiera limosna? Pero lo necesito. Lo  necesito mañana por la noche en mi casa. Volverá usted a hacer de Santa Claus. Solo durante diez minutos. Solo diez minutos que parecen efímeros pero que son eternos en el alma de un niño. Vamos mi querido amigo. ¿Qué son diez minutos en la vida de un hombre? ¿Qué son diez minutos en la vida de un mendigo? Será usted Santa Claus para mi hijo…

¿Y por qué no se disfraza usted, señor Pintueles , de Santa Claus para su hijo?

– Imposible, taxativamente imposible mi hijo, a pesar de sus ocho años,  tiene el espíritu propicio de la duda metafísica conoce mi manera de andar, mis gestos, mi bronquitis crónica. Perdería la ilusión. En cambio, usted será para él un Santa Claus verdadero. Todo lo tengo preparado. Los juguetes, un carruaje un Santa Claus muy superior a una hopalanda naftalinizada que usó usted esta semana,  una chimenea de cartón por donde descenderá usted con su saco cargado de juguetes.

Acepté. Eran cinco pesos por un trabajo de 10 minutos y la verdad es que el señor Pintueles tenía toda la razón:   ¿Qué son diez minutos en la vida de un mendigo?

Pero, ahora, después de lo ocurrido, veo con claridad que yo no nací para Santa Claus. Mis diez minutos en la casa de Pintueles fueron difíciles. En la oscuridad no podía deslizarme por la chimenea de cartón. Ocasioné involuntariamente, estragos irremediables en el recinto. Destruí la chimenea. Tropecé con muebles excesivos que poseían patas arriba ariscas y salientes homicidas. Volqué un búcaro de porcelana. Proferí, en lo negro, crucificado por dolores reumáticos que regresaban súbitamente, palabras excesivas. Solté los juguetes al azar. Se encendió la luz. Y  no era el hijo del señor Pintueles a quién tenía delante, sino el propio señor Pintueles, furioso, colérico, en tremendos calzoncillos que bramaba: 

– Es usted un estúpido. Ha aterrorizado usted a mi hijo. Lárguese de aquí. Coja estos tres pesos y vaya en coche, porque en diez minutos, ha roto usted una chimenea, ha destrozado un búcaro de porcelana y le ha quitado a mi hijo la ilusión por la bondad de Santa Claus.

Hoy, 25 de diciembre, e instalado en el atrio de la Catedral. Extraje mi mano imploradora de los viejos harapos y como si recitara una salmodia lúgubre,  dejé escapar estas palabras: 

-Señor una limosnita por el amor de Dios. Apiádese de este mendigo que que no sirve para Santa Claus.

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