Versión de MANUEL MARSAL (1954)
Por espacio de dos siglos, desde 1625 a 1825 aproximadamente, los eunucos con voces de oro dominaban el gran escenario de la ópera. Algunos llegaron a acumular millones. En Londres eran frecuentes los contratos por los que recibían treinta mil pesos a cambio de media docena de presentaciones ante el público. Su popularidad alcanzó grados apoteósicos.
Con frecuencia sus admiradores acaudalados los hacían retratar por los pinceles más famosos. Otras veces se les erigían estatuas costeadas por suscripción espontánea de los “dilettanti”. A menudo a la salida de los teatros la multitud entusiasmada desenganchaba los caballos que tiraban del coche del artista admirado y los sustituían para llevarlo hasta el hotel o la residencia principesca en que se hospedaba.
Los grandes favoritos poseían palacios y casas de campo, se sentaban al lado de los príncipes en los palcos de la realeza y eran invitados de honor en la mesa de reyes y emperadores. Fama, riquezas y aplausos los compensaban en cierto modo por la terrible mutilación de que habían sido víctimas: mutilación que les permitía desarrollar la famosa voz de oro de los “hombres-sopranos” que en el mundo musical de su época recibían, lo mismo en Italia que en el resto de Europa, el nombre genérico de “evirati, musici y soprani”.
En las primeras óperas italianas, como apunta el profesor Barrenechea, sólo se empleaban dos voces: la de tenor y la de soprano. La voz de bajo se admitió más tarde, en tiempos de Pergolese, ya en la primera mitad del siglo XVIII. La parte de soprano era cantada al principio por mujeres y por niños, pero como la voz desigual y débil de estos no se presta a la expresión de sentimientos enérgicos, fueron reemplazados en la escena por seres monstruosos y excepcionales que ejercieron sobre la música dramática una influencia extraordinaria.
Fijadas por la mutilación en la parte de la escala musical que
corresponde a las mujeres, las voces de estos hombres se dividían en voces de sopranos y de contraltos. Algunos poseían un talento musical asombroso, estaban dotados de hermosas figuras y cantaban con tanta pasión y sentimiento que emocionaban no sólo al público anónimo, sino también a hombres graves y fríos como Felipe V y Federico II o indiferentes al placer de la música como Napoleón Bonaparte, que no pudo contener la emoción al oír cantar el famoso aire Ombra adorata aspetta, de la ópera “Romeo y Julieta” del compositor Zingarelli, al eunuco Crescentini.
El extremo monstruoso a que llegó la sensualidad musical refleja la importancia que tuvo el arte del canto sobre el movimiento artístico de la época; importancia que dio a la adoración de la voz humana un lugar prominente en las costumbres teatrales del siglo XVIII “que acusa el esplendor más grande alcanzado por el arte exquisito del cantar”.
La práctica de privar a los jovencitos de su virilidad, de convertirlos en eunucos mediante una lamentable intervención quirúrgica que tenía por finalidad dedicarlos al canto, tuvo su centro principal en las provincias sureñas de la península italiana. Pero la popularidad de los sopranos logrados de modo tan peculiar se extendió por todo el mundo culto, que los aclamó, glorificó y enriqueció.
A veces formaban parte de compañías de óperas que se presentaban en todas las grandes ciudades europeas, otras actuaban como solistas, siendo recibidos invariablemente, cuando se habían hecho de un gran cartel, con honores extraordinarios. Handel y otros famosos compositores escribieron obras especialmente adaptadas a sus voces.
En su mayoría los historiadores del canto opinan que la aparición de los eunucos en el mundo musical se debió principalmente a las costumbres de la época que señalaban el hogar como el único sitio adecuado para la mujer. Era un mundo del hombre y para el hombre y ninguna mujer se atrevía a soñar con seguir una carrera, ya fuera de medicina, de leyes o de música. De aquí que se hiciera necesario sustituir las voces femeninas con falsettos y voces infantiles. Pero los falsettos tenían serias desventajas desde el punto de vista artístico. El maestro nunca se sentía seguro con su discípulo. Le era imposible prever el momento en que el jovencito experimentaría un cambio de voz que arruinaría por completo el esfuerzo de largos años de estudio.
A principios del siglo XVIII la Opera Seria o Grand Opera constituyó el espectáculo más solicitado por el público y, en consecuencia, la demanda de sopranos aumentó considerablemente. En esta hora crítica hicieron su aparición cirujanos dispuestos a satisfacer la inesperada necesidad. Algunos tenían verdaderos conocimientos. Otros eran realmente improvisados y su intervención causó terribles padecimientos y no pocas defunciones.
Aproximadamente durante dos siglos los sopranos más famosos de Europa fueron eunucos. Baldasarre Ferri, por ejemplo, hizo “tournes” triunfales por Italia, Polonia, Alemania y Suecia; Grosse, que despertó enorme entusiasmo en Inglaterra, fue nombrado maestro de coros por Jacobo II; Senesino entusiasmó al público londinense interpretando el papel de protagonista de las óperas de Handel; Cafarelli compró con el producto de su arte un castillo y fue honrado con el título de duque de San Dorato; Gaudagni, Pacherotti y Marchesi acumularon riquezas fabulosas.
Pero quizás el más famoso entre todos y el que conquistó mayores riquezas, honores y poder, fue Carlos Broschi conocido en la historia de la música con el nombre de Farinelli. Nacido en 1705, comenzó su carrera operática a los diecisiete años. Después de cantar en casi todas las ciudades italianas en una “tournee” que lo convirtió en un ídolo del público, triunfó en Viena, en Londres y otras capitales europeas. En Madrid sus éxitos fueron todavía mayores. Llegó a la capital española y desde su primera presentación fue aclamado como el más grande de los cantantes. Invitado a presentarse en la Corte, su voz entusiasmó a Felipe V, al extremo de que le concedió una pensión de diez mil pesos sin más obligación que cantar delante de él para distraer su melancolía.
No pasó mucho tiempo sin que el famoso discípulo de Pórpora, que para el insigne musicólogo George Grove, director de la Real Academia de Música de Londres, era “la voz más perfecta que se había escuchado en el mundo” tuviera que cantar en el despacho del rey, para animarlo a firmar los papeles de estado, que los ministros veían con sobresalto acumularse sobre la mesa de trabajo del neurótico soberano. Su fortuna, la enorme fortuna que acumuló en el curso de los veinte y cuatro años que residió en España, alojado oficialmente en el alcázar real, comenzó precisamente en la hora en que su presencia resultó imprescindible para Felipe V.
Con la muerte del viejo soberano, la influencia de Farinelli se acrecentó. No solo continuó desempeñando las mismas funciones al lado de Fernando VI, sino que fue su verdadero favorito, obteniendo entre otros privilegios, autorización para establecer un teatro italiano en el palacio del Buen Retiro, siendo investido además con el hábito de Calatrava y designado ministro de la corona para que compartiera con el marqués de la Ensenada, la ardua tarea de la gobernación del Estado.
Al advenimiento de Carlos III comprendiendo que la estrella de su favoritismo se eclipsaba, tuvo Farinelli el buen sentido de salir de España, antes de que el nuevo monarca le hiciera indicaciones más claras. De regreso a Italia, se hizo construir un palacio en Bolonia, donde vivió con un tren principesco, dedicado por completo al cultivo de las artes y de las flores, por las que sentía gran pasión y entre las que se extinguió rodeado de admiradores, el 15 de septiembre de 1782.
Pero no todos los eunucos tuvieron voz de oro y alcanzaron honores tan altos como Farinelli, Ferri, Grosso y otros tantos. Millares vivieron en la oscuridad sin alcanzar nunca las alturas de la fama. Sin embargo, las asombrosas riquezas conquistadas por los que más sobresalieron en el arte del canto, trastornó a muchos, padres y maestros que vieron en sus hijos y discípulos la posibilidad de una gloria fabulosa. Y, en consecuencia, impulsados por la ambición, los pusieron en manos de cirujanos más o menos expertos, confiados en que la mutilación que iban a practicarles constituiría la clave de la fama y la fortuna.
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