Por Carlos Márquez Sterling (1950)
La reelección de Estrada Palma.- Juicios de Ferrara sobre la revolución de 1906.- Intervención del general Menocal y del doctor Alfredo Zayas en las gestiones para evitar la revolución.- La misión de los Veteranos.- El idioma de la autoridad.- Las ideas políticas y morales de Don Tomás. Su honradez acrisolada.- Pino Guerra, Loynaz del Castillo, Orestes Ferrara y Eduardo Guzmán.- El crucero “Denver”.- 17 millones de pesos en el Tesoro.- Sesiones del Senado y la Cámara de Representantes.- Un gran discurso de Sanguilly.- La batalla del Wajay.- Teodoro Roosevelt se dirige a Gonzalo de Quesada.- Amenaza con la Intervención.
Se oye decir con frecuencia que la reelección de Don Tomás Estrada Palma provocó la revolución del año con Ferrara en su interesante libro “Mis relaciones con Máximo Gómez”, asegura que aquella protesta era una defensa de las instituciones respublicanas. Hubiéramos sido gobernados escribe Ferrara por clases y familias privilegiadas y los puestos políticos se hubieran transmitido de padres a hijos.
La revolución de agosto
La revolución de agosto, además de la protesta contra el abuso del Poder fue el estallido de la generación joven del 95, al faltar los jefes más acatados y respetados de la gesta libertadora. Hubiera surgido de todos modos.
La figura venerable de Don Tomás fue la causa aparente. En verdad era una necesidad “La vida de un pueblo, sus instituciones, sus creencias y sus artes –dice Le Bon en sus leyes psicológicas – no son más que un tramo visible de su invisible espíritu”.
Las fuerzas retardatarias habían rodeado a Estrada Palma, mediatizado el país, reducido la independencia y desarrollado el temor; el fetiche del Poder intervencionista, insuflado en la nefasta Enmienda Platt.
Pero en su forma la revolución de agosto se mostraba como una suprema rebeldía contra el presidente y su corte de consejeros reclutados entre las viejas ideas y las de los jóvenes, cuyas edades y opiniones no hubieran podido compaginar jamás con las de los jóvenes separatistas que venían del fondo de la manigua redentora, ansiosos de otra cosa en el orden político y ciudadano. Después torció su camino y desvío su origen.
Al principio, en agosto, cuando rompió el movimiento armado, no se le dio en las esferas gubernamentales, mucha importancia. Los viejos y caducos enemigos solapados de la Independencia y de la República hicieron el mismo gesto de desdén que al estallar en Baire la guerra emancipadora. Pero a partir del tres de septiembre, toda la isla comprendió que estábamos en presencia de una conmoción muy honda.
El objetivo de las huestes rebeldes, acaudilladas por Enrique Loynaz del Castillo, Faustino Guerra y Ernesto Asbont, al caer presos, en los primeros momentos los jefes principales, Chucho Monteagudo, José Miguel Gómez, Carlos García Vélez, Carlos Mendieta, Manuel Piedra, Joaquín Castillo Duany y Juan Gualberto Gómez, era obtener la nulidad de las elecciones recientemente celebradas.
Las Glorias del 95
Todos los días, justamente alarmados del sesgo de los acontecimientos, llegaba, a La Habana, desde remotos y apartados rincones de la isla, los libertadores más distinguidos. Las glorias del 95 estaban aún frescas.
La República, presa entre las mallas de la Enmienda Platt, amenazaba eclipsarse. Había que evitarlo a toda costa. Entre estos ilustres soldados ee contaba una gallarda y juvenil figura, el mayor general Mario G. Menocal, fundador del cuerpo de policía de la capital, que venía a mediar entre el gobierno y los rebeldes.
Y con él celebré una histórica entrevista el doctor Alfredo Zayas y Alfonso, presidente del partido Liberal, que todavía no se había declarado públicamente a favor del movimiento revolucionario.
Pero no se entendieron bien. Menocal, en esta época, mostraba una marcada repulsa hacia los políticos, y recibió friamente al abogado de morro tres.
Al día siguiente, dándose cuenta de que Zayas era imprescindible, indagaba quienes podían acercarlo nuevamente al jefe civil de los liberales, y Alberto Barreras, que actuaba cerca de él (De Menocal) se ofreció de buena gana.
– Cuáles son las condiciones de los airados – preguntó Menocal.
Zayas, le informó detalladamente. Y Menocal, acompañado del general Eugenio Sánchez Agramonte fue a Palacio a entrevistarse con el Presidente Palma. La conversación era demasiado protocolar. Don Tomás se había forjado un falso concepto de aquella gestión. Seguramente, “no adivinó el espíritu que predominaba entre los veteranos de la Independencia”. Hablaba con suprema autoridad, y se limitó a decir, gélidamente, “Acepto el concurso de los veteranos y haré, general Menocal, lo que usted seguramente haría si estuviera sentado en mi puesto”.
Al darse cuenta, de la verdadera índole de la gestión que representaban aquellos dos generales, mostró invencibles deseos de terminar la conversación que hechos posteriores han demostrado le fue profundamente desagradable.
Tomó el papel con las bases, redactadas por Zayas y se limitó entonces a dar esta respuesta: “Consultaré con Méndez Capote y con Dolz”. Al retirarse Menocal y Agramonte, los siguió con la vista tristemente, desilusionado, desengañado. Creía que habían venido a ofrecerle su concurso. Pero después de oírlos les hacían el efecto de dos alzados más.
Estrada Palma no tenía la menor intención de entenderse con los rebeldes lo revelaron enseguida unas declaraciones que el mismo día de la entrevista con Menocal hizo públicas un periódico de los Estados Unidos. Enérgico, consciente de su cargo, aún cuando lo habían obtenido sin votos y contra la voluntad popular, hablaba un lenguaje que no dejaba espacio a la duda. “Nada tengo que conceder a los alzados –decía- y solo aceptaré el sometimiento incondicional de los rebeldes a la autoridad del Poder, que se mantendrá de todos modos, sin escatimar sacrificios”.
Autoridad en su razón
El idioma de la autoridad no consiste en su vigor, ni en su energía, sino en su razón. Estrada Palma estaba flato de ella. La noticia de la posición en que se colocaba el presidente, su terquedad, aumentada por la intriga y la ambición de los que no querían caerse, hizo un pésimo efecto en la opinión pública.
Los veteranos dieron por terminadas sus gestiones, y el Gobierno, con un ejército apenas de 2,500 guardias rurales, se dispuso a hacerle frente a una revolución que a esas horas andaba por los quince mil alzados.
De todas las tragedias que han vivido nuestros grandes representativos, ninguna es más amarga que la de Estrada Palma en este oscuro minuto de su luminosa existencia.
Contemplando en el fondo de la historia sus sacrificios y sus desvelos por crear la República, el anciano patriota se sentía profundamente herido, y sufría intensamente entre las paredes del viejo palacio de los Capitales Generales en el que ocupaba la posición de un hombre acusado por las multitudes. Ese final de su vida era increíble. ¡Sus compatriotas querían echarlo, como si se tratar de un intruso!.
Mordido por estos pensamientos, que no ocultaba y que en realidad no constituían el problema de la revolución, el presidente se contradecía constantemente. Observando, se piensa que no tiene opinión propia en el orden político, sino criterios morales respecto a determinadas materias, convirtiendo en puntos fijos, “clavados a su alma golpe a golpe, día a día”. Lo que aduce en pro o en contra nunca es una intuición del momento.
Su célebre apotegma: “tenemos república, pero no hay ciudadanos”, -dice Carlos Loysel- atestigua la poca movilidad de su mente abonada, en su vejez virtuosa, con los párrafos doctorales de su antigua correspondencia revolucionaria.
Los políticos profesionales de la época “tomasista” creyeron que la experiencia de un lustro de gobierno le había convencido de la tremenda desventura: ¡en Cuba no hay ciudadanos! Empero, más de un cuarto de siglo antes lamentabase en cartas a Benigno y a Plácido Gener y la doctor Betances, de la terrible ausencia de ciudadanos en Cuba. “La psicología –agrega Loysel- de acuedo, pues con la historia, reduce el mérito del apotegma a la vaguedad de uan frase hecha y sin valor”.
Ferrara, recorría Las Villas, cerca de Cienfuegos, armando grupos y levantando corazones. Y Eduardo Guzmán, lanzaba desde Santa Clara esta pasmosa declaración, hija legítima de la Enmienda Platt: “si pronto no hay un arreglo destruiré los ferrocarriles y las propiedades extranjeras”.
Al llegar a la bahía de La Habana el crucero “Denver”, el pueblo todo de la ciudad se lanzó al malecón para verlo cruzar el Castillo del Morro y anclar en el puerto. Un nuevo factor entraba en el problema. Ignorándose que venía pedido por el Gobierno. En la fortaleza de La Cabaña flotaba aún la bandera de la estrella solitaria; pero en los mástiles del barco norteamericano docenas de estrellas rutilaban entre las rayas azules y rojas de la enseña de Jorge Washington, incapaces, no obstante, de apagar los fulgores de la de Maceo.
Suspensión de garantías
En el mensaje, enviado por el presidente Estrada Palma al Congreso, pidiendo la suspensión de las garantías constitucionales, escribía este párrafo: “Nadie pudo concebir que a los cuatro años de existencia libre y soberana, y con 17 millones en el Tesoro, ocurriese una rebelión armada”.
Los días que se viven del ocho al 29 de septiembre de 1906 están cargados de historia. Se suspenden las garantías constitucionales, se promulga la ley de orden público, se encarcela, se roba, se mata. La revolución apacible había desaparecido.
En la Cámara de Representantes, atropellada por la fuerza, se escuchaban gritos y acusaciones terribles. En el Senado, donde hay más respeto, por la calidad de sus componentes, el debate es dramático. Sanguilly, como siempre “verdaderamente inspirado”, invoca la conciencia de los cubanos en pro de la paz, que la concordia y el amor a la patria no podían negarle a la República, en los instantes de verla descender a una gran hecatombe”.
-“De no hacerlo así –clamaba Sanguily – ahí afuera está el futuro que nos contempla” – Yseñalaba para la bahía, donde el comandante Colwell había desembarcado “sus marinos”, que una orden tajante de Washington, le obligaba a reembarcar enseguida, en evitación de cheques con los cubanos, que se mostraban excitadísimos.
Coincidiendo con las sesiones de Cámara y Senado, y con las medidas puestas en práctica con el Gobierno, los revolucionarios avanzaban sobre la capital sin encontrar mayores obstáculos. Pino Guerra, tomaba el Municpio de Los Palacios; Generoso Campos Marquetti se apoderaba de Guanajay; y Loynaz, cual un nuevo Aníbal, ante el que oda fuerza cedía fácilmente en unión de los brigadieres Dionisio Arencibia, Baldomero Acosta y Carlos Guas, al frente de dos mil alzados derrotaba decisivamente en el Wajay al general gubernamental, Alejandro Rodríguez.
Cuba es un gran incendio, decían los diarios norteamericanos. “El Times”, de Nueva York, abultaba la gravedad de los hechos, y concedía en una cuenta graciosamente confeccionada, treinta mil revolucionarios sobre las armas.
Estas y otras noticias, de igual trascendencia, recibidas por Teodoro Roosevelt en la Casa Blanca, a través del Cónsul Steinhardt, que informaba a su gobierno que el “presidente Palma” estaba dispuesto a renunciar, tanto al primer magistrado de la Unión, que se dirigió a Gonzalo de Quesada en catorce de septiembre. “Usted sabe muy bien-, le decía- cuán sinceros son mi sentimientos de afecto, admiración y respeto hacia Cuba. Usted sabe que jamás he hecho ni haré nada, tampoco, con respecto a Cuba,, que no sea inspirado en un sincero miramiento a favor de su bienestar”.
La carta de Roosevelt
La carta de Roosevelt, no obstante no se limitaba a hacer votos porque los cubanos llegara a un arreglo rápidamente. En un análisis que tomaba más de seis largas cuartillas, explicaba los riesgos y peligros a que se exponía Cuba a causa de aquella desdichada querella. “Necesariamente- agregaba Roosevelt- los cubanos tenían que vivir en paz”. “Según el tratado que existe con nuestro gobierno- alegaba- Yo tengo como presidente de los Estados Unidos un deber que no puedo dejar de cumplir. El artículo tercero de este tratado da explícitamente a los Estados Unidos el derecho de Intervención para el mantenimiento en Cuba de un gobierno capaz de proteger la vida, las propiedades y la libertad individual de los habitantes”.
Después de esta clara amenaza, el presidente Roosevelt terminaba la famosa carta diciendo: “Mando, al efecto, a La Habana, al Secretario de la Guerra Mr. Raft y al subsecretario de Estado Mr. Bacon, como representantes especiales de mi gobierno, para que presten la cooperación que sea posible a la consecución de evitar la intervención”.
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