Los romanos hicieron de sus termas antros del pecado. El cristianismo proscribió el baño por sus antecedentes pecaminosos. Y esa actitud ha hecho durar en no pocas regiones, la “alergia” al baño hasta nuestros días.
Por GENE ST. LEDGES (1951)
No he tomado un baño desde el día que nací; y ¡que me ahorquen si ahora voy a darme uno! — Esto fue lo que dijo el viejo Hiram Jenkins, de 63 años de edad, natural de Ohio, a un emprendedor viajante que procuraba venderle una flamante bañadera en 1916.
El anciano no bromeaba. Las únicas veces que el agua tocara su pellejo había sido en los momentos infortunados en que fuera lo suficientemente tonto como para dejarse atrapar en una llovizna; o cuando, de pequeño jugueteaba o se caía en el arroyuelo local. En cuanto al jabón no sabía distinguirlo del uranio.
En sus días de escolar, la madre de Hiram solía coserle la ropa interior sobre el cuerpo; y no se la quitaba hasta que se descosía de 3 a 6 meses después.
Por increíble que esto nos parezca a los modernos tan dados al baño con su correspondiente estropajo, debemos comprender que hubo un tiempo –nuestros abuelos o bisabuelos acaso lo recuerden— en que tomar un baño era algo que raras veces se permitía la gente como no fueran los ciudadanos muy ricos (y pecaminosos) o muy libres (y pecaminosos).
Hasta época relativamente reciente, en el mundo cristiano, muchos creían que los baños eran la ruta más segura para ir al infierno. Y esa actitud no se basa en mera insensatez. Porque en el pasado, con frecuencia los baños fueron semilleros de vicio. La palabra “bagnio” que significa una casa non sancta, proviene del italiano “bagno” que significa desde luego “baño”.
A decir verdad, basta una ojeada breve a los primeros días en que se practicara el baño para advertir por qué nuestros antepasados miraban con tan malos ojos la bañadera. Y por qué millones de personas preferían seguir puercas e ir al cielo, antes que darse un baño e irse al diablo.
Los antiguos romanos no fueron realmente quienes iniciaron la costumbre de bañarse –pero prácticamente la terminaron. Antes de acabar con ella, toda persona decente en Italia se sonrojaba a la sola vista de una casa de baños.
Al principio, sin embargo, hasta para los romanos, el tomar un baño era más o menos sencillamente cosa de librarse de algún cochambre corporal, o de “sudar” venenos en una cámara de vapor. Los primeros baños romanos, pues eran asaz limpios– en el sentido moral como en el físico.
Como sabe cualquier escolar, los romanos hicieron maravillas en el arte de instalar cañerías. Tenían calefacción central en muchos lugares, muy parecida a la que usamos hoy, y sus acueductos eran verdaderas proezas de ingeniería aún de acuerdo con nuestras normas actuales. Sin embargo, los romanos no tenían bañadera en todas las casas.
Pero sí tenían baños públicos, las famosas termas. En uno de estos establecimientos, cualquiera podía codearse con sus vecinos –y unas cuantas docenas de personas más– todos con trajes de natalicio. Las tinas o bañaderas variaban en tamaño. Unas eran pequeñas individuales. Otras se construían para dos personas, amigas es de esperarse. Y otras más eran mayores que las piscinas de Hollywood. Las mujeres poseían casas de baño separadas, donde podían congregarse a chismear, o
gandulear perezosamente en el agua tibia y perfumada libre de ojos en acecho de los “lobos” romanos.
Tan púdicos eran todos, a decir verdad, que, en los primeros tiempos de la historia romana, los padres no hubieran soñado siquiera con bañarse con sus propios hijos varones. Los tiempos tienen el hábito de cambiar, sin embargo, y antes de transcurrir mucho tiempo a alguien se le ocurrió una idea brillante. Los baños, como mera finalidad de limpiar, siempre habían sido cosa de dudoso interés para la mayoría de las gentes.
Y se introdujeron los baños mixtos, bien por un emprendedor custodio de casas de baño cuyo nombre a tiempo se perdiera, o por algún reflexivo emperador romano que calculó que sería más fácil para los maridos amantes del baño, verse metidos así en abundancia de agua caliente.
Ni que decir tiene que este negocio de los baños mixtos no solamente estimulaba al cuerpo sino también a la imaginación. Hombres y mujeres bien pronto se percataron de las ventajas de un fregado semanal, o hasta diario. La costumbre se extendió como un reguero de yesca encendida y pronto estuvo en su apogeo el negocio de las casas de baño, cada una de las cuales era mayor y más lujosa que la anterior.
Estas casas de baños eran centros de una fase de la vida social muy diferente, harto desconocido para nosotros, la gente de hoy, por supuesto.
Era legal en ellas que hombres y mujeres, y mozalbetes y chiquillas se regodearan en el agua. Cierto es que al principio las doncellas más púdicas usaban “trajes de baño” que se parecían a un corto delantal. Pero según relatos de la época, no eran asaz adecuados para impedir un gran número de “incidentes objetables”. Y puesto que no era nada adecuado, no tardaron en ser los tales trajes descartados, para no usar nada.
Las famosas Termas de Caracalla cubrían más extensión de terreno que el edificio del Parlamento Británico. Podían acomodar a 1600 personas a la vez y eran una obra de arte arquitectónica. Los techos estaban sostenidos por magníficas columnas, y los pisos y paredes enlosados con exquisitos dibujos de resplandecientes colores. Magníficos cuadros (muchos de los cuales no seríamos capaces de colgar en ningún sitio público) adornaban los aposentos individuales, donde las personas más extrovertidas podían retirarse a bañarse –o a discutir los problemas políticos locales.
Se ha dicho que un gran maestro decorador –hombre muy moral– hizo tan atrayentes a los ojos estos baños con la esperanza de que los bañistas se extasiaran contemplando las bellezas arquitectónicas del lugar, prefiriéndolas a las formas más curvilíneas que los rodeaban.
La casa de baños mayor de todas se conoce con el nombre de Termas de Diocleciano. Fue construida por 40,000 esclavos cristianos que, después de terminar su labor, fueron masacrados. Era también, a pesar de su trágico comienzo y obscena historia, una obra maestra de arquitectura.
Los baños en una de esas casas eran de varios tipos, a la vez que tamaños. El mayor, llamado “natatio” se usaba para nadar a la par que bañarse. Solía estar repleto de jovenzuelos, de ambos sexos, que parecían preferir los deportes tales como el juego de pelota y las carreras a pie por los largos salones, a tomar un verdadero baño.
Luego venía el baño caliente, que también tenía que ser muy grande puesto que era usado por más personas que ningún otro. Allí era donde los parroquianos se demoraban más tiempo, tal vez porque, según los historiadores, allí era donde se efectuaban varias orgías.
También podía disponerse de baños fríos y baños de vapor. Alrededor de cada baño había bancos de mármol donde podían sentarse a charlar los fatigados.
Los baños pequeños o “apartamientos” pronto se convirtieron en casi alojamientos de las mujeres romanas de vida airada —quienes indudablemente tomaban más baños que ninguna de sus hermanas en el pecado, antes o después. Los jóvenes visitaban abiertamente a esas mujeres ya que ellas tenían libertad para operar en Roma a la sazón, y no se censuraba a un hombre por asociarse con ellas. Hasta muchos consideraban que hacer tal cosa era hacer lo debido. Los pequeños aposentos eran también lugares de cita de los enamorados.
Uno de los blancos favoritos de los moralistas romanos, tales como Juvenal, y antes que él Catón, era la matrona romana que se permitía el lujo del baño. Causas de sospechas eran los apuestos y jóvenes esclavos que acompañaban a la dama al baño para llevarle los objetos de tocador y los aceites perfumados.
Tan detallados y gráficos son los relatos dejados por críticos contemporáneos de la antigua vida romana, que uno se pregunta si las damas romanas podían ser tan malas como se las pinta. Seguro es que ninguna de estas acusaciones, escritas, es de presumirse, sobre bases morales muy elevadas, podría publicarse hoy en Inglaterra.
No obstante, el sistema esclavista de la antigua Roma fijaba un precio muy alto a los mozuelos apuestos, y éstos eran utilizados como servidores personales e íntimos para mujeres y hombres en la casa y en las termas.
La servidumbre de las casas de baños, que estaba integrada también por esclavos, era parte integrante de la escena bañística. Muy condenados por los críticos de las costumbres de la época eran los aliptes o masajistas que les daban masaje a las mujeres lo mismo que a hombres. Estos y otros esclavos de las termas, según el historiador contemporáneo Publio Víctor servían como “instrumentos de placer” a los degradados romanos.
Este historiador afirma también que él contó no menos de 800 casas de baños dentro de las murallas de Roma. En ellas se cometían “horribles excesos”, escribió P. Víctor. Sostenía que eran centros de prostitución, adulterio, y todos los vicios.
Otro afamado romano, el poeta Ovidio, observaba desesperadamente: “¿De qué sirve guardar a una mujer? Cuando, aún si el guardián de una joven cuida sus ropas en lugar seguro fuera de los baños, amantes ocultos acechan sin ser vistos adentro”.
Las cantidades de, dineros gastados en los palacios de mármol que eran las termas, así como el tiempo empleado en esas obras, fueron también objeto de censuras. Cuando menos eran lugares de ocio y de lujo, y los críticos los censuraban. Eran estos en su mayoría tipos de carácter austero, espartano, que echaban de menos los días de antaño en que se aconsejaba bañarse en los arroyuelos formados por la nieve derretida, un restregón con hojas de árboles y un desayuno de panes de avena duros.
Pocas dudas existen de que estos baños contribuyeron de manera considerable a la decadencia y caída de Roma. Los un tiempo nobles y vigorosos romanos se tornaron afeminados sibaritas que se pasaban horas enteras bañándose en el agua tibia ungiéndose con aceites perfumados y hasta aderezándose el rostro con cosméticos.
Cuando las hordas bárbaras bajaron del norte en el siglo V, se encontraron con una nación de enclenques. Entonces comenzó la decadencia final del otrora poderoso Imperio Romano.
Los primeros cristianos, viendo los pecados que causaban las casas de baños, se tornaron violentos adversarios de tales “cubiles del mal”. Y como que las termas eran los únicos sitios en donde normalmente se podía uno bañar en aquella época, la proscripción cristiana de esos lugares pareció ser una proscripción del baño en
general.
Después de la caída de Roma, esta desconfianza en los baños se afincó aún más. Si uno tenía que bañarse, decía la iglesia, que lo hiciera en agua fría, y solo. El uso del agua fría, por supuesto, no era cosa para hacer muy
popular el baño, y durante más de 600 años la práctica del baño prácticamente no existió en los países dominados por el cristianismo.
Más tarde, en el siglo XII, hubo un súbito renacimiento de las casas de baño, especialmente en Inglaterra. Francia y España. En pecaminosidad, aquello pronto llegó a ser casi tan malo como los baños romanos. Los parroquianos solían permanecer en el agua todo el día, y se entregaban a extravagantes orgías.
La iglesia entonces le declaró la guerra abierta y decidida al baño, y las personas religiosas comenzaron a mirarlo como uno de los grandes males de la humanidad. En España, en el siglo XIV, un rey Alfonso clausuró todas las casas de baño de sus dominios. Y en Inglaterra, reinando Enrique VIII una difusión alarmante de las enfermedades venéreas provocó la proscripción legal de las casas de baño —ofreciendo ello un indicio de dónde solían contraerse las infecciones de aquel jaez en esa época.
Por entonces surgió otro argumento contra el baño. Se decía que, puesto que la gente había comenzado a usar ropa interior, y como que estas prendas podían quitarse con facilidad y lavarlas a menudo, no había razón para bañarse. Con esa lógica, tal parecía que todo el que se bañaba lo hacía por mero placer, y por ende era de inclinaciones pecaminosas.
Como vemos, la costumbre de bañarse tuvo sus altibajos — y más veces estuvo abajo que en lo alto.
A través de la historia, hasta las personas más acaudaladas raras veces se han bañado con cierto grado de regularidad. Algunas de las más famosas bellezas de otros tiempos se pasaban semanas enteras sin lavarse.
María Antonieta, reina de Francia, y Margarita de Navarra, por ejemplo, nunca se bañaron más de un par de veces al mes. Si comenzaban a heder, simple y sencillamente se embadurnaban con perfumes. El rey Luis XIV de Francia se bañaba una vez al año, y ni siquiera se molestaba en lavarse la cara a menos que el polvo aglomerado en ella fuese tan espeso que el escozor lo obligara a tomar medidas extremas. En Inglaterra, el rey Enrique IV tenía los pies tan sucios que su hedor se percibía desde el extremo de la habitación del castillo en que se encontrara.
Otra razón por qué las gentes no gustaban de bañarse, aun cuando dispusieran de facilidades para ello, era la creencia en que el jabón y el agua ponía áspera la piel. Para eliminar esta posibilidad, los ricos recurrían a los baños de leche. Beau Brummell y otros elegantes ingleses se bañaron en leche de vaca durante algún tiempo. Sin embargo, la gente puso coto a esto bien pronto, pues temía que la leche que compraban para beber pudiera ser la misma que utilizara algún duque en su reciente baño. Y de esta suerte hasta los baños de leche se hicieron tabú.
Hay que tener presente, desde luego, que cuando hablamos de gentes que se bañaban —de vez en cuando— a través de la historia, nos referimos a las personas con medios económicos. Los pobres no podían permitirse el lujo de pagar lo que costaban: las elegantes casas de baños, aun cuando vivieran aledaños a quién sabe cuántas de ellas, lo que ocurría con no poca frecuencia. Luego, también las proscripciones de la iglesia son algo muy serio para los pobres. Con tal motivo solían pasarse meses y meses, la mayoría de ellos, sin administrarse siquiera un mal fregado en algún fangoso riacho.
Es un hecho que, hasta hace unos 75 años, el tomar un baño aún era temido por muchos, más o menos como un capricho y por otros era considerado un pecado. Todo el que compraba una casa en la cual un rico hubiera tenido la peregrina idea de instalar una bañadera, invariablemente estimaba que le habían endosado un mueble innecesario. En casos tales, la bañadera se usaba para almacenar madera y carbón o como cama de huéspedes.
No fue hasta la parte final del siglo XIX cuando comenzó el baño a ser tenido por un hábito respetable en los Estados Unidos. La teoría de que las enfermedades se propagan por medio de microbios, y que el lavarse es un buen medio de librarse de ellos, hizo mucho por difundir el hábito del baño.
Hoy la mayoría de las casas tienen bañaderas y duchas y la mayoría de los ciudadanos se baña con bastante frecuencia. Aún existen muchos pueblos, empero sectores enteros en ciertas regiones de Europa y América— que continúan creyendo que regodearse dilatadamente en un baño tibio, aun cuando lo practique uno solo, es una sensación tan voluptuosa que sólo una persona perversa puede permitírsela.
En general, sin embargo, parece que esto en todo caso sería un pecadillo venial comparado con lo que era darse un baño en la antigua Roma.
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